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Colaboración: Recuerdos de un Festival de La Habana o mi noche con Frank Sinatra

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Sergio Berrocal
Sergio Berrocal
Por Sergio Berrocal*

La Habana, Diciembre de 1985. A la salida del viejo aeropuerto habanero José Martí, una chiquilla de diecisiete o dieciocho años, vestida de negro, pelo azabache y ojos verdes rabiosos. Rojos labios como herida de amor propio. Se la lleva un viajero con maleta cansada. A la niña le chispean los ojos verdes como el delco del autobús que se niega a llevarnos al hotel.

Mañana de invierno cubano -hiela en París- con olor a chirimoya podrida, penetrante, de borrachera. Por la amplia avenida que sube al Copelia, templo mundial del helado, las chiquillas y las señoras se contonean en ceñidos vaqueros con la marca yanqui de Donna Sumer pegada en el culo, último grito en este mes de diciembre caribeño.

En medio de Buick, Plymout y otros Chevrolet de los años cincuenta que embelesan a los europeos, mi primera miliciana. Chaquetilla y pantalón verde olivo. Sobre el pecho izquierdo, una discreta etiqueta: Ministerio del Interior. Los dientes blancos acentúan el rosa de la lengua que se asoma traviesa a la punta de los labios como claveles de patio encalado. En el Salón Rojo del Hotel Capri, el olor a chirimoya me marea.

Una periodista cubana, chiquita, moño negro y ojos verdes en marco de cejas profundas, me cuenta el extraño destino de esta sala de fiestas, antro de juego mafioso cuando los norteamericanos convirtieron Cuba en el puterío de los Estados Unidos. Muchos se dejaban los billetes verdes en los tapetes igualmente verdes tapetes verdes. Cuando cae la noche sobre el Caribe, rápida como un hacha de sombras oscuras, hay cola en el Salón Rojo para bailar como en tiempos de Pérez Prado.

Siete de la mañana de hace veintitrés años y unas horas. Una habitación del Hotel Capri de La Habana en la que dicen durmió más de una vez el cantante Frank Sinatra cuando los adinerados norteamericanos y sobre todo la flor y nata de la Mafia norteamericana pasaba eternas vacaciones en Cuba. En realidad, el recepcionista, que ha debido enterarse que adoro a La Voz, me ha afirmado que me darían la cama siempre reservada para el emperador de la canción. Estoy demasiado cansado para preguntarle si han cambiado las sábanas desde la última vez que estuvo aquí y me duermo como un bendito. El día todavía no se ha abierto paso a través de las polvorientas cortinas del ventanal que cae sobre el mar.

Es mi primer viaje a Cuba y todavía tengo en la cabeza las imágenes de la llegada al aeropuerto José Martí: el minucioso control de policía, la oscuridad de una madrugada anegada en una humedad vertiginosa, el autobús que se niega a arrancar, la belleza de una muchacha que espera a no se sabe qué viajero. El timbre del teléfono me arranca a duras penas de mis sueños. Miro el reloj y descuelgo preguntándome qué habré hecho... Al otro lado del hilo, una voz se presenta como director de Granma. Pese al sueño entiendo que me pide permiso para publicar en este diario una crónica mía enviada al llegar a La Habana en la que mostraba mi lógica sorpresa ante el gigantismo del Festival. Y de veras que  me ha deslumbrado. Nada que ver con los otros del primer mundo a los que estoy acostumbrado, elegantes, pulcros, bien organizados, magnificamente estructurados y profundamente insípidos. Al lado de este que empiezo a vivir me resultan muy lejanos y sumamente fríos, sin personalidad, inconsecuentes. En La Habana el glamour del champaña caro que sólo unos cuantos pueden pagar ha sido reemplazado por la sinceridad, el entusiasmo, la locura a la hora de entrar en una sala.  Se toman por asalto los cines del centro. La gente charla de butaca a butaca, comenta la película, la analiza. Los cubanos son grandes conocedores de cine. En las salas tienes que echarte un jersey por los hombros porque a los cubanos les pirra el aire acondicionado y mientras hay luz funciona a toda pastilla.

La invitación del director del órgano del partido comunista cubano me ha dejado pensativo. Entonces se contaban con los dedos de media mano los periodistas extranjeros que podían jactarse de una invitación que hasta incluía ese café superior que saben hacer en Cuba.

Cuando llego a la delegación de la AFP son apenas las nueve y media. Una de las empleadas me trae un "buchito", una diminuta taza de ese maravilloso café con el que he estado soñando mientras me peleaba con el ascensor que huele a orines. El director local anda liado con el teléfono. Está averiguando por qué no ha salido todavía Granma pero como estoy tan ensimismado con mi café no le hablo de la llamada. Normalmente, cuando se retrasa la edición es porque se va a anunciar algo importante, que fatalmente va a interesar a la prensa extranjera. Media hora más tarde llega la explicación. El retraso ha sido para poder publicar mi crónica. Efectivamente, aparece en el diario que por fin llega a dos columnas y con recuadro de destaque.

Por la tarde, un compañero de la prensa nacional cuenta que el artículo había sido leído la noche anterior por Fidel Castro, que acostumbra a seguir la actualidad internacional directamente a través de los despachos de las agencias noticiosas mundiales. El mismo informante agrega con sorna que después de leerlo, había preguntado a sus asesores por qué no lo había visto en las páginas de Granma, que, por si fuera poco, está suscrito al servicio de la agencia. Finalmente, siguen contando, el director del principal medio de comunicación de la isla tuvo que escuchar a altas horas de la noche algunas observaciones del propio Fidel, lo que le llevó a sacar de la cama sin contemplaciones al autor de la crónica, al que al día siguiente daría personalmente las gracias invitándole a una charla informal en los locales del periódico, el "breefing" con el que todos los corresponsales extranjeros en la isla soñaban.

Fidel es un político que desde el triunfo de su Revolución ha sabido utilizar el cine para ayudarle a gobernar. Y en ese momento, 1985, sabe que el Festival de La Habana no es tomado muy en serio en Europa e intuye que la crónica sobre la magnitud de la muestra puede representar una posibilidad de que por fin lo consideren. Es tanta su convicción que la noche de la clausura, en unos de sus luengos parlamentos de los que él mismo se sonreía, se refiere abiertamente a mi crónica : "He tenido oportunidad de leer algunos cables internacionales y, a decir verdad, he visto muchos cables objetivos de las agencias internacionales, que han expresado su reconocimiento por la calidad de este evento. Por cierto, hubo una agencia europea, cuyo reportero dijo : El Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana...".

Horas más tarde, mi crónica corría entre los invitados a la magna recepción que todos los años se ofrece en el Palacio de la Revolución. Pero ya entonces yo no tenía ojos más que para los langostinos caribeños más espectaculares del continente y para alguna que otra invitada que se deslizaba por el mármol con esa gracia que sólo tienen las mujeres que se cuecen con el sol del Caribe.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado para France Presse y Prensa Latina. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".