Colaboración: Lula, de actor secundario a estrella

Lula da Silva
Lula da Silva

Por Sergio Berrocal *

Tengo dos fotos que para mí que le he conocido marcan el antes y después de Luiz Inácio Lula da Silva, Presidente de Brasil. La primera la tomó el fotoperiodista Tony Berrocal hacia 1998 en el angosto despacho que sus correligionarios de izquierdas le prestaban en la planta baja del Congreso, en Brasilia. El líder izquierdista podía considerarse el actor secundario con pocos papeles en la inmensa película de la política brasileña, protagonizada entonces por Fernando Henrique Cardoso, auténtico galán. 


La capital federal brasileña es pura luz y trapecio sin redes. Los edificios han sido concebidos para gozar de lo que aquel páramo tenía de salvaje cuando todavía no lo habitaban más que serpientes y pequeños roedores, que les servían de comida.


Entras en una de los salones de Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, y te encuentras suspendido en el vacío. La mirada se pierde para siempre en un horizonte repleto de estrellas que nadie vio antes. Hasta esa noche en que tú te asomaste al vacío.


En el Congreso, edificio neoyorquino amparado por una taza y su platillo, símbolo de lo que el café ha significado siempre en este país, ocurre otro tanto. Hay que ser retorcido para meterse en la planta baja, sótano de infinita tristeza, donde oyes el rumor del agua que circula en el exterior sin que el sol te haga una visita inopinada.


Lula, el hombre que ha desbaratado todos los conceptos sobre el perdedor (fue vencido en tres comicios presidenciales, 1989, 1994 y 1998) estaba sentado en un sillón de plástico arrinconado en un despacho que probablemente no se usaba para nada. Estaba vacío y no tenía alma. En la ciudad mágica por excelencia, era la primera vez que entraba en una pieza donde los espíritus no podían vivir.


Lula se dejó caer en el sillón como las piedras que arrojábamos a los monstruosos peces de Itamaraty en espera de que comenzase la ritual conferencia de prensa con algún pájaro de peso internacional que se había equivocado de avión y no se había quedado en Río de Janeiro.


Brasilia es la prima solterona remilgada de ese Río del que fluye la alegría nada más abres la ventana o pones un pie en la calle. Al encerrarlos en esta ciudad de la sabana, el inspirador de Brasilia, el presidente algo comunista Juscelino Kubitchek, quiso someter a los cuerpos gobernantes del Estado a una cura de humildad y de absoluta nostalgia de la alegría.


Brasilia es la austeridad bella, de belleza impresionante pero inalcanzable. Río es la mulata dicharachera que busca la fiesta a toda costa. En la capital federal, los diputados, senadores, jueces y otros caciques del poder tienen que acudir a lugares muy precisos para que les dejen reír. Brasilia es el Escorial. Tanto que cuando llega el viernes por la noche, al menos así eran las cosas hasta que me fui de allí a finales de 1999, la mayoría de los cargos oficiales abarrotaban los aviones rumbo a Río o a Sao Paulo. A los políticos no les apasiona la virgen brasiliense.


Metido en aquel despacho de paredes de caoba que ocultaba a su manera la eterna derrota de la izquierda brasileña, en un país donde no gobernaban más que los ricos, le ví angustiado, con las mejillas sumergidas en algún recuerdo poco agradable de la infancia. Tiene ojos muertos, como los de un enorme pez que unos días antes habíamos compartido en el Restaurante del lago, donde como presidente de la Associaciao de Impresa Internacional yo le había invitado a cenar, una de esas cenas en las que los políticos se desabrochan el alma para jolgorio de los periodistas que les acechan detrás de sus platos.


Bebimos vino chileno y él sonrió alguna vez pero muy fugazmente. Sabía, todavía no había vencido en ninguna elección presidencial pese a haberlo intentado tres veces, que los corresponsales extranjeros querían oír al perdedor de siempre. Escucharle lamentarse de la mala suerte y prometer que el día en que consiguiera el poder...


Lula no nos falló. Fue igual a la imagen que la mayoría de aquellos aburridos periodistas tenía de él. Ernesto Hemingway le hubiese adorado. Era el mejor loser, perdedor absoluto e inconmensurable, que se les ofrecía.


Pese a los revolcones electorales, Lula seguía siendo el más tozudo de los candidatos. Un día, en una de esas charlas de sobremesa, en esa ocasión quizá con vino argentino, Lula me había dicho que volvería a presentar porque así lo quería su partido, porque sabía que su papel consistía en ofrecerse para el ritual sacrificio de los políticos.


Otra foto suya me acaba de llegar. Preside una reunión en muchas lenguas y está repleto de alegría. La alegría del vencedor. En nada se parece al hombre con el que tan largamente charlé aquella mañana.


En ocho años, el perdedor de siempre, el político por el que nadie apostaba un real, se ha convertido a sus 64 años en el más influyente del mundo según la revista norteamericana Time (abril de 2010) y ha ganado dos veces consecutivas las elecciones a la Presidencia de Brasil, en 2002 y en 2006.


Lo increíble, lo impensable ha sucedido en el país de la magia, donde todo es posible, menos que se acabe el hambre, claro. El actor secundario Luiz Inácio Lula da Silva se ha transformado en una tremenda estrella capaz de dar taquillazo tras taquillazo.


Tenía años de jugar cuando ya andaba trabajando como un esclavo en cualquier taller de la ciudad más industrial y mortífera de América Latina. En Sao Paulo se hizo sindicalista, allí llegó a líder sindical. Allí le hicieron líder del Partido de los Trabajadores.


Su salto a la fama fue la primera elección que ganó a Fernando Henrique Cardoso, el verdugo altivo y elegante que le hacía morder el polvo sin cesar hasta tres veces. Esa fue la sorpresa de las elecciones presidenciales brasileñas de 2002. Pero no le bastó. Cuatro años después, tras haber cumplido el mandato presidencial, volvió a jugar y de nuevo venció en 2006.


A estas alturas, Lula, el mágico, el amigo de los dioses, el pordiosero de la política, se ha transformado en una estrella de ese cine que es el poder en el mundo. Ahora puede interpretar cualquier papel junto a otros grandes del cine político como Irán o Turquía y consiguiendo siempre lo mejor de la taquilla.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).