Colaboración: Langostinos con cine habanero

El habanero cine Yara
El habanero cine Yara
Por Sergio Berrocal *

Mi playa mediterránea de la Costa del Sol, profunda raja sureña en la Andalucía que cada vez se asemeja más a la estampa de Merimée y Bizet, poco o nada tiene que ver con la cubana de Cojímar. Tampoco hay aquí ningún pescador viejo que salga al mar para pelearse con tiburones en busca de la  esperanza que le devuelva el apetito de vivir. Los pescadores de estas arenas se conforman con los subsidios del Gobierno. Y faltaría sobre todo un Ernest Hemingway fanfarrón y pendenciero que contase lo que no ocurre en la playa andaluza.

En Cojímar, cercana a La Habana, transcurre la acción de "El viejo y el mar", aquel cuento largo que el norteamericano escribió para la revista Life y que la mayoría de los humanos conocen gracias a Spencer Tracy, metido a pescador famélico en una de esas películas que en tiempos contribuían a la alfabetización de los pueblos.

A estas playas con vistas de tarjeta postal policromada a África, los desgraciados del ínfimo mundo llegan casi a nado desde el otro lado del Mediterráneo en busca de una vida mejor que nunca encuentran, porque no existe más que en la inmensa mentira de la demagogia.

A Cojímar me precipité la primera vez que pisé La Habana, en 1985. Estaba seguro de encontrar algo de Hemingway, del que fui vecino en París a años de distancia.

El había vivido en un confortable piso de la Rue Mouffetard, encima de una deliciosa carnicería, y yo me alojé con toda le emoción del mundo, muchos años después, en un hotel argelino donde las chinches gigantescas que te acompañaban por las noches, largas de insomnio inconmensurable, estaban incluidas en los cinco francos de dormida diarios.

Los apasionados tenemos esas cosas. Siempre fallamos, incluso con las mejores intenciones. En Cojímar nada encontré, aparte unos maderos viejos y un mar más aburrido que el Mediterráneo que me rodea ahora.

Aquel descubrimiento de La Habana arrastró el de los langostinos más sabrosos del mundo mundial. Aconsejo que si algún día los consiguen los tomen con pausados traguitos de viejo ron Havana Club, el que se encuentra sólo en Cuba, no el que luego caté en París, Cartagena de Indias y Brasil. Cuando las rocas (léase hielo) bailan en el vaso panzudo, ya se puede atacar el langostino que se deshace en el paladar con un suspiro de langosta loca.

Esos animalitos, los más cinematográficos que usted pueda imaginar, me los comí en el Palacio de la Revolución de La Habana, donde yo formaba parte de un grupito de invitados de honor, en serio, a los que el cine les había permitido acceder a una corta entrevista con Fidel Castro.

Uno llegaba de la desangelada Europa lleno de películas y, sobre todo, con imágenes de los años sesenta en las que los barbudos cubanos ponían fin, creíamos, al dictado norteamericano.

Soñábamos los inocentes de mi generación con la vida más justa que entonces nos esperaba. En algunos de nuestros comedorcitos de París teníamos un retrato en colores de Fidel arrancado de la revista Bohemia.

Luego, muy luego, escribiría que cuando estuve frente a él aquella primera y última vez, como los amores del verano del 42, me encontré de nuevo con el rostro de un cristo crucificado que había visto alguna vez en una iglesia perdida de Roma, cuando yo buscaba al Marcello Mastroianni de "La dolce vita". Comunista cinematográfico o poco menos me dijeron.

El nuevo Festival de Cine de La Habana está ya galopando y yo relamiendo mis nostalgias a algunos miles de kilómetros del cine Yara.

Uno, que siempre peca de tontito idealista, se pregunta si a alguien en ese festival se le ocurrirá rendir un homenaje cualquiera a ese payaso cineasta italiano llamado Mario Monicelli que se suicidó hace poquísimo a los 95 años en un desacostumbrado salto de dignidad desde un quinto piso. Pero dejándonos como herencia los mejores momentos de nuestros propios cines.

Para no recordar "I soliti ignoti"  con Mastroianni, Gassman y el inexplicable Toto, hay que tener mala memoria. Pero para olvidar “Amici miei”  y no seguir carcajeándose con las bofetadas propinadas por Ugo Tognazzi y su compadre Philippe Noiret a inocentes pasajeros ferroviarios hay que ser un tarado de la vida.

Claro que vivimos horripilantes tiempos para las risas.

Al periodista australiano Julian Assange, que parece un personaje de los mejores tiempos de Sidney Lumet y con el que yo no tomaría ni siquiera un descafeinado en mi falsa Cojímar, los norteamericanos le quieren cortar la cabeza.

No es porque dos suecas digan que las violó, al parecer nadie se toma esta acusación en serio y a nadie le importa, sino porque se ha atrevido a destripar y publicar los secretos del gobierno de los Estados Unidos sobre sus presidentes y primeros ministros aliados.

Qué lástima que Monicelli se fuese tan pronto. Estas peripecias a lo Harold Kay le habrían divertido más que aquellos atracadores de risa que eran Mastroianni y Gassman.

Con su parecido lejano pero fiel a Buster Keaton, Julian Assange es probablemente el mejor cómico de nuestro irreverente siglo XXI. Vamos, una especie de trágico Monicelli a su manera.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).

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