Arturo Ripstein escribe sobre "Las razones del corazón"

Arturo Ripstein (FICSS)
Arturo Ripstein (FICSS)
Por Arturo Ripstein *

Probablemente uno de los personajes más conocidos de la literatura mundial sea el de Emma Bovary. Y al mismo tiempo, qué duda cabe, uno de los más desconocidos. Emma fue aplastada por el dictum de Gustave Flaubert, su autor: "Emma soy yo". Emma, provinciana ilusa, trepadora, ñoña, quedó disminuida, desdibujada tras la figura de su autor. Nada más falso.

Emma y su creador poco y nada tenían en común. Flaubert fue lúcido, punzante, acre crítico de la sociedad que lo perpetró. La revisó, hizo la disección con la frialdad de un entomólogo de pueblo. Emma en cambio nunca pudo ver más allá de sus narices. Sus alcances, al igual que sus ambiciones fueron magros. Nunca alcanzó a ver más allá de una decena de millas de su pueblo gris, monótono y provinciano. A Emma la sofocaba su vida, su marido, su hija, su rutina, el olor de su cocina, ella padecía junto con ellos la misma factura pobre, magra, deslavada.

Sin embargo, con el paso de los años: heroína, novela y autor se fundieron y alcanzaron no sólo el mismo relieve sino, incluso, la misma reverencia. Una lectura desapasionada el día de hoy nos revela a un personaje poco a nada admirable: egoísta, trepadora, infantil, ilusa. Pocos, sin embargo, se atreven a externarlo en voz alta. Nadie puede rebelarse contra Emma Bovary. Mal pensar de Emma es mal pensar de Flaubert. Punto y basta. Tal confusión nos ha llevado a una ecuación curiosa. Reverenciar, justificadamente, una novela cruel e implacable, como injustificadamente a su personaje central, la adúltera fatua e ilusa.

Llegué a tales conclusiones la última vez que leí Madame Bovary, hace un par de años. Impulsado por la misma visión concluí que el personaje con el que yo me podía identificar más fácilmente era el del marido: el señor Bovary, tan desdeñado, tan resignado, tan consciente del engaño de su mujer, tan capaz no sólo de perdonarla sino de asumir el adulterio, de elaborar una fantasía en torno a la mujer vacua con tal de preservar su recuerdo, su imagen, y seguirla amando después de la muerte, después del desamor, después de la traición.

Empecé pues a trabajar en una historia del adulterio visto desde los ojos del marido cornudo. Y sin embargo, Emma surgía.

Pensé en consecuencia que Pierre Bovary era el más moderno de los personajes de Flaubert. El más contemporáneo de nosotros los pobladores de este siglo nuevo que con tan malos colores se abre ante nuestra mirada atónita.

Surgía una y otra vez, por encima de sus mezquindades y sus pequeñeces. Surgía por encima de su miopía amorosa y convencionalismos ñoños. ¿Por qué se negaba a desaparecer de entre mis ojos, de entre mis páginas? Muchas veces traté de deshacerme de ella y centrarme en el marido desdeñado. Tantas otras volví a ella.

Hoy, luego de haber cedido a los reclamos de Emma, luego de haber seguido sus cuitas y sus desesperos, me pregunto cómo hizo para amarrarme a su enagua.

Y ya con el trabajo pertrechado a medias me respondo: fue la angustia de Emma, fue su pacto morboso con la muerte a la que aparentemente andaba buscando lo que me hipnotizó. Emma me imantó, me enamoró con su angustia, con la certeza de las pocas horas que le quedaban por delante.

Porque esta mujer de tan pocas luces y alcances, frente a la muerte alcanza una extraña lucidez y amarga sabiduría que desdicen de tajo sus largos años previos.

Y es ese enfrentamiento, frío, duro y cortante con el destino que ella misma se ha perpetrado lo que al final de cuentas me llena el alma y los ojos -y uno que es cineasta responde mucho más a los ojos que al alma. Puede decirse que yo y los de mi especie pensamos con los ojos, sentimos con la mirada.

Por eso me dediqué a tratar de capturar su rabiosa desesperación durante sus últimas 48 horas de vida. Traté de preservar la extraña mezcolanza de motivos que llevan a alguien, una mujer endeudada, un adolescente reprobado, un hombre despedido, a tomar una decisión irreversible: la muerte por propia voluntad.

La desesperación, qué duda cabe, obnubila la mente más clara y siempre me ha parecido que, en la experiencia propia y ajena que he tenido a la mano, la angustia no calibra ni mide: mezcla en saco roto las trivialidades más absurdas con los motivos más íntimos y profundos.

Para Emma las razones del suicidio son múltiples, variadas y, por momentos, una resulta tan importante como las otras: el abandono del amante, la humillación por el nuevo amante pasajero y de turno, el abandono de la hija, la pobreza de su departamento, la incapacidad de competir con las amigas, el deterioro del cuerpo luego de los treinta años.

Su muerte la explica y la engrandece, la saca de su miseria cotidiana.

Al final, todos y cada uno pusieron su granito de arena en la muerte de Emma, (Emilia en el caso de mi película). Los únicos que parecen entenderla al final son Javier, su marido y Nicolás su amante, quien más que comprenderla a ella, comprende y respeta al marido que él mismo ha cornamentado.

Su muerte es una gran puesta en escena. Una tragedia agridulce que resume a las paradojas de la vida misma.

Luego, al margen, la vida de todos los días sigue adelante.

(*): Temperamental y egocéntrico, Arturo Ripstein se considera a sí mismo "el mejor director mexicano de nuestro tiempo", a pesar de que muchas de sus películas o no se han estrenado o lo han hecho de forma muy precaria en su propio país. Hijo del conocido productor Alfredo Ripstein, se considera alumno de Luis Buñuel y ha filmado desde 1965 casi una treintena de películas, entre las que destacan "El lugar sin límites", "La reina de la noche", "Profundo carmesí" o "El coronel no tiene quien le escriba". Este viernes estrena en España la coproducción "Las razones del corazón", como sus últimas obras escrita por su mujer Paz Alicia Garcíadiego.

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