Colaboración: Sánchez Dragó no quiere ser Gary Cooper

Gary Cooper, ante el peligro
 Por Sergio Berrocal

No los puedo detener. Todos mis personajes amigos o conocidos de la serie negra (no confundir con la novela meramente policíaca) se desparraman por las páginas del último libro monumental de Fernando Sánchez Dragó, “La canción de Roldán” (Crimen y castigo). Los atracadores de la “Jungla de asfalto” de W.R. Burnett viven momentos de pánico por el castigo que les espera y que ellos ven reflejado en los ojos de una rubia consentida (Marilyn Monroe en la versión cinematográfica). “El ciego con una pistola”, del extravagante Chester Himes, padre y fundador de la serie negra, está pegando tiros a diestra y siniestra y no deja con vida ni una coma, por mucho que pretenda esconderse detrás de un párrafo de plomo.

Chester Himes, negro y fugado a Francia de Estados Unidos en los años cincuenta, dio un empujón definitivo a la novela negra que los franceses cultivaban como lo último de la cultura de papel.

Leyendo “La canción de Roldán”, monumental en todos los sentidos, no he podido evitar que se me viniese a la cabeza uno de los cuentos, de las novelas, de los relatos o como quieran llamarle, de Chester Himes, entresacado de las mil locuras que arrancó al Harlem de cuando Estados Unidos no estaba mandado por un señor de color.

Los protagonistas son pícaros con acento inglés y en blanco y negro que una mañana de rumores y de fantasía en el Harlem del escritor, presumen de poder transformar los billetes de diez dólares en billetes de cien.

Basta con meterlos un ratito en un horno vulgar y corriente y el milagro se produce, explican a sus probables clientes.

Y rápidamente aparece por doquier gente que les suplican que acepten los billetes recién salidos del banco que ellos les traen y tenga la bondad de multiplicarlos.

Estos fervientes rezadores de todas las iglesias del mundo creen en los milagros.

Ni que decir tiene que una vez que los inventores-benefactores han llenado el horno con los ahorros de los incautos, una explosión permite que los granujas se larguen con el botín.

Me he dejado llevar por estos personajes y cuentos porque a Dragó los acechan constantemente, aunque él no se dé cuenta, en esta novela suya que, según sus propias palabras, a punto estuvo de costarle la vida.

Es la novela de un Dragó metido en faena que merece que la plaza reclame un pasodoble.

Es la novela del escritor y de su personaje, Luis Roldán, aquel director general de la Guardia Civil en época de Felipe González, que creyó que el dinero del Estado era también suyo porque, le cuenta al escritor, a su alrededor todo el mundo robaba.

Cumplió una parte de la condena de cárcel con la que fue castigado y desapareció del mapa.

Y ahora, en “La canción de Roldán” reaparece, habla hasta por los codos pero con un mensaje claro. No tiene un duro de lo que robó y para vivir no le queda más que una modesta pensión que no permite muchas fantasías.

Dragó, que por algo es Dragó y no cualquiera de esos periodistas dispuestos a hacerle el caldo gordo al primer ladronzuelo que se encuentren por un puñado de piastras, lo localiza y lo pierde a través del mundo.

Durante una función de un teatro de gatos en Moscú, en alguna parte de Oriente, en Madrid, en París.

En mil sitios... Y parece decir el autor que el antiguo bandido parece rehabilitado, transformado en buena persona, un señor que adora a su esposa y que no anda con golfas o metiéndose rayas como los desgraciados de los ERES andaluces.

Es posible que ustedes no lo sepan, pero Fernando Sánchez Dragó es amante de cine, y le gusta comulgar con las imágenes como a unos pocos, en la intimidad de la casa, a solas.

Una forma de evitar la molesta compañía de los que van al cine no por el amor del cinéfilo que lo daría todo por una película sino porque forma parte de su absurdo ocio programado.

El peliculero se retrata apenas comenzar su novela cuando cuenta su primer encuentro con Luis Roldán en París:

“Me siento frente a ellos (un hombre y una mujer). Doy la espalda a la puerta. Lo hago de mala gana, pero es el único lugar posible. No estoy cómodo. Una vez de niño, en el cine, vi cómo mataban a Gary Cooper durante una partida de póquer. Era una película del Oeste. También él se había sentado así. Son cosas que dejan huella, y más aún cuando se están rastreando las de un criminal que dieciocho años antes, muy cerca de allí, hizo todo lo que pudo para burlar la acción de la justicia y se vio envuelto en aventuras rocambolescas (por no decir grotescas).”

Confiesa Dragó que durante la preparación de este libro pensó muy seriamente en el suicidio.

Se había comprometido a escribir con Luis Roldán en su joroba y cuando se metió de lleno en el berenjenal comprendió que aquello no era para él.

El trabajo preparatorio consistía en entrevistarse con una serie de señores que a veces nada tenían que envidiarle a Roldán, amén de consultar tochos de documentación.

No era aparentemente lo que él se esperaba. Pero si conocen a Dragó comprenderán que, en el fondo, le encanta la dificultad. Y aquel embrollo lo era en grado máximo.

Son 628 páginas de escritura apretada y que no puede uno saltarse porque el autor vuela de Laos a Zaragoza con la facilidad del aventurero que ha sido toda su vida.

Aunque él prefiera aventuras más sencillitas y más agradables.

Una copa de champán frappé, por ejemplo.

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