Colaboración: Un cubano del Renacimiento

Por Sergio Berrocal

Es un hombre del Renacimiento, de los poquitos que quedan de la Cuba de antes de que la bandera norteamericana flotara en La Habana con su habitual y patético orgullo de niño rico poco estudiado. Pero del Renacimiento italiano, de los Borgias, de las mujeres atrevidas hasta el veneno miserere por un puñado de oro o por un cacho de amor. Preciso porque puede haber algún malange que un día de estos, con el mito de los yanquis, capaces son de inventarse un Renacimiento caribeño. Antonio D’Estefano Gallo pertenece por derecho propio, ganado con los pinceles y con las cuartillas emborronadas, a ese Renacimiento y más que un pintor, es también escritor, fotógrafo y filósofo como pocos.


Abstracto en la pintura de fuertes coloridos, de los que te hacen creer en el paraíso de las dos mil y treinta y tres vírgenes, se transforma en un vituperante Voltaire a la hora de esgrimir el teclado del ordenador.


Porque este tío no escribe, pelea por el último mito, se entrega a un amigo, a una idea y entonces la escritura es batalla campal con florido vocabulario que arrastra desde que su padre, ilustre legista en la Cuba de antaño, le permitió entrar en el convento del conocimiento, en el que pocos entran y casi nadie sale porque no han podido entrar. Ni entrarán nunca, porque es cosa de elegidos, y la puerta, el portón de ese fuerte, la guardan víboras mutadas en gigantescas pirañas que un día le comieron un cacho de brazo al mago Merlin.


Jesús y Superman, ¿pero no serán hijos de la misma madre eternamente virgen?, también custodian el templo.


Además, y esto ya es el colmo de la desfachatez, D’Estefano, que conoce el pedigrí de los gangsters americanos que pulularon por La Habana cuando la ciudad era un inmenso burdel, tiene, retiene, y ejerce con una sonrisa de santo recién santificado en la Corte del rey Arturo.


Y de vez en cuando se echa a las calles de La Habana con una máquina tan lejos del Hasselbrad que mete miedo. Retrata, retrata y retrata, a veces con la misma humanidad que lo hacía Cartier Bresson. Luego pasa al color y hasta lo más siniestro parece optimista.


Las fotos de D’Estefano y las novelas policíacas de Padura me han permitido descubrir la falsedad de La Habana oficial por la que yo siempre me he perdido, tan lejos de la cruda realidad y tan cerca de las jineteras pintureras que asediaban en tiempos El Nacional, monumento en forma de hotel..


La sonrisa, tan eterna como sus pinturas, se la debe Antonio a una señora que le da fuerzas cuando las necesita y paciencia cuando se le despendola la ventolera.


Ella se llama Diana Fernández y es una escritora como únicamente, absolutamente, se pueden dar en las costas del Caribe. Conoce a la mujer como a ella misma por tu vientre Jesús. Y habla de ellas mejor que Casanova.


Escribe cosas maravillosas pero está en Cuba y Cuba es lo que es. Son muy poquitos los elegidos a dedo, dedo gordo e implacable desde el comienzo de los tiempos, por quien manda en la cultura.


Entre sus escritos, que se paladean como un helado de Copelia, recuerdo con mucho cariño “Todas las mujeres de Dios” o “Compañía urbana de la noche”.


Probablemente, de haber sido diferente, D’Estefano no existiría. Estaría en la puerta del Cine Chaplin esperando que lleguen los tanques norteamericanos de mentirijilla para anunciar una superproducción de Hollywood, probable destino del cine cubano que Fidel engarzó con tanto amor.


A él todas estas consideraciones le importan un carajo y por menos de un pitillo hace chirriar su espada aporreando el ordenador aunque ya no esté para esos trotes.


Da auténtica rabia bananera, contagiada por una Sherazade loca de amor,


Tener que renunciar a lo que fue y sobre todo a lo que pudo ser.


Esa auténtica rabia bananera con filamentos salidos de una larva perversa dispuesta a terminar con todo te la inoculan la memez, la altivez, la mala baba.


Sus lienzos, D’Estefano los oculta en el atelier que tiene en su casa del Municipio Playa de La Habana, donde muy poquita gente entra.


Sus escritos, a menudo incendiarios, andan por algunos vericuetos de Internet que hay que saber encontrar. A menos que sea usted destinatario de sus comunicaciones por correo electrónico.


Y si se preguntan por qué este hombre del Renacimiento me llega al alma, les contestaré que porque me da la gana. A nosotros no nos liga el menor interés, salvo Dios y la Justicia, aunque cuando más unidos estamos es cuando tenemos que llorar juntos, porque la rabia bananera ataca con saña y cuando menos te lo esperas a quien menos se lo merece.


Agregaré que hoy día soy un señor libre de amistades peligrosas entre las que se cruzan los favores babosos y repugnantes. Escribo cuando me da la gana y publico cuando me lo permite el bolsillo. Nadie me paga. Nadie me teme lo suficiente como para firmarme un contrato de edición.


Creo que D’Estefano tampoco es hombre de compromisos. De lo contrario ya estaría exponiendo en esas capitales donde la cotización de la pintura se manipula como la de la gasolina con guerra en el Yemen.


Para ser hombre libre, artista libre, hay que pagar un precio muy alto, el precio del cuasi anonimato y en Cuba ya ni hablamos.


Hace tiempo que el sonriente pintor, que a veces pinta con más rabia que amor, sabe de todo eso.

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