Colaboración: King Kong en la Amazonia

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Jessica Langa, acariciada por King Kong
Por Sergio Berrocal    

El editor de aquel impresionante grupo editorial de Sao Paulo estaba entusiasmado. Nada más llegar a su despacho en una torre inaccesible, Luis se convirtió en un personaje adulado por todos, desde la secretaria espectacular y medio derretida hasta la asistente del editor que se lo comía con los ojos y lo que podía sin faltar al decoro.

Era el mejor Johnny Walker que bebía en los últimos dos meses. En el majestuoso despacho que volaba por encima de la megalópolis de más de veinte millones de personas, donde la violencia era tan extrema que los altísimos ejecutivos preferían circular en helicóptero en vez de en coche por muy blindado que fuese y por muchos guardaespaldas que le acompañasen, José Antonio se sentía Rey del Amazonas.

Habían preparado una presentación de su libro, "Último vuelo para Manaus" cuya edición estaban imprimiendo a marchas forzadas.

El editor, bello como un efebo de caricatura y más rico que su padre al que había jubilado manu militari para apoderarse de su imperio editorial que incluía lo mejorcito de la prensa y de la edición de todo Brasil, lanzó en una pantalla: "Luis apartó con el dorso de la mano los billetes de avión y echó una ojeada a las últimas notas de servicio de la redacción central de Bruselas y a las últimas ediciones de los diarios brasileños. Encima del montón de papeles, unas líneas de su secretaria le guiñaban una sonrisa: « Boa noite. Até amanha ». El ordenador seguía encendido. Luis giró su sillón y empezó a teclear. Sabía que era lo último que escribiría. El jueves debía regresar a Bruselas y su aventura de cuarenta años de periodismo activo acabaría. Pero antes, el miércoles, tenía previsto asistir a una de las primeras representaciones de la Opera de Manaus, inventada por los viejos barones del caucho, que en el siglo XIX, ya ni se acordaba exactamente, construyeron para su recreo, cachondeo y pruritos sexuales un teatro suntuoso que podía compararse con la Opera de París.

En Brasilia, el cielo estaba negro y el jubilado aparato Westinghouse de aire acondicionado se peleaba perezosamente contra el calor cuando acabó la última línea. Pulsó la tecla que enviaba a la Redacción central de Bruselas y se levantó. El ascensor le llevó al piso catorce, desde cuya terraza se tenía una de las más bellas vistas de Brasilia. Vio el lago Paranoa, la avenida que todos los días le conducía a Planalto, el palacio presidencial.

Una secretaria de un edificio vecino que había hecho horas extraordinarias tuvo que ser atendida por un médico cuando el cuerpo se estrelló entre flores amarillas y verdes, a orillas de una palmera imperial y a dos pasos de ella.

El Redactor jefe de Bruxelles Soir no podía dar crédito a la corta información que acababa de aparecer en su ordenador procedente de Brasilia. La firmaba su
corresponsal en Brasil, Luis Guevara, y decía así: "El periodista Luis Guevara, corresponsal en Brasil de Bruxelles Soir, se arrojó esta noche desde el décimo cuarto piso del edificio donde tenía su oficina en Brasilia. En declaraciones hechas a sí mismo antes de suicidarse, Luis Guevara afirmó que su vida había dejado de tener sentido".

Rápidas verificaciones con la policía de Brasilia confirmaron el suicidio. El Redactor jefe, que había odiado toda su vida a Luis, llamó a su más fiel chupatintas: "Escríbeme un artículo subrayando que es una gran pérdida para el periodismo mundial, bueno, no exageremos tampoco, para el periodismo europeo, ochocientas o mil palabras con fotos y una llamada en primera plana… Ah, y olvídate de su nota absurda.

Subraya que desde la larguísima crisis monetaria que atravesó Brasil estaba sumamente estresado y que es probablemente el cansancio lo que le llevó a ese desenlace".

Anna leyó la muerte de Luis en el diario cubano Granma mientras las olas de una playa de Varadero llegaban hasta su mesa. Las escasas páginas del periódico recogieron la grasa despedida en su último aliento por la sabrosa langosta asada que devoraba con glotonería y el furor de una novicia junto al recién estrenado nuevo hombre de su vida. Era un empresario ecuatoriano con cara de Bela Lugosi pero bronceado y más que millonario. Anna le tiró un beso grasiento y sin alma antes de engullir alegremente el resto de la cola de la langosta. La página de Granma con una foto en la que Luis sonreía vagabundeaba por la arena.

- Portentoso, dijo en voz alta el editor guapo y rico. Dígame, ¿fue muy dura la muerte de este amigo suyo? Porque supongo que era alguien que usted conocía muy bien para haberse hecho con todos los detalles que son de primera mano. Una copia de la novela ya la están trabajando dos guionistas, porque el libro irá acompañado de una película bella e impactante…

Luis estaba apabullado. Se bebió el resto del inmenso y delicioso güisqui antes de coger un poco de resuello.

- Verá, director, la historia que cuento es mi propia historia…

- Pero el héroe, el tal Luis Guevara, muere y usted por lo que veo está vivito y coleando, terminó con angustia dirigiendo una sonrisa a sus numerosos asesores.

- Luis Guevara soy yo. La historia es totalmente la mía, vamos debería haber sido totalmente la mía. Pero en el último momento, no tuve agallas para arrojarme desde la azotea. La verdad es que estaba alta.

Se podía cortar la tensión con un cuchillo mataguarros. Los catorce asesores y las cuatro secretarias abrían los ojos como en una película de Buster Keaton.

. ¡Quiere decirme usted que… usted no está muerto? ¿Qué la historia es falsa?... Nunca editaré algo que no sea auténtico, es la marca de nuestra editorial. Ya habíamos preparado incluso unos bonitos funerales póstumos para Luis, hay que cuidar la publicidad…

- No, Luis sigo siendo yo y sigo vivo.

El editor se levantó y aunque parecía a punto de comerse crudo al primer asesor que se le atravesase en los cuarenta y dos metros que le separaban del autor, eructó con sonrisita de conejo:

- Bueno, nunca es tarde… Si usted pensaba acabar su vida en aquel edificio de Brasilia, siempre tiene tiempo. Podríamos incluso filmar en directo. Pero lo esencial es que lo que contemos sea auténtico. Dese cuenta que nuestros lectores están acostumbrados a nuestros documentos auténticamente reales. Y no olvide que al presidente Richard Nixon le condenaron más por haber mentido que por haber organizado el robo de documentos del Watergate. Estamos empeñados en que cada línea que publicamos sea auténtica—remachó con los ojos inyectados de sangre.

Sin decir siquiera adiós, Roberto salió corriendo hasta un taxi, después de bajar en el ascensor más rápido que le cerraba el paso.

Algo más de cuatro horas después desembarcaba en el aeropuerto de Manaus, Quería conocer esa ciudad construida en medio de la mayor selva del mundo, la Amazonia, y donde el aterrizaje de aviones exigía una vigilancia extremada de los encargados de mantener a raya a la selva para que los enormes Airbus pudiesen aterrizar sin comerse un pedacito de la selva.

Quería saber por qué diablos se había metido en aquel lío donde el nombre de la ciudad más extraña de Brasil figuraba en el título de su novela.

Se tomó cuatro copas y medias y pasó la noche al raso con una morena que no tenía grandes pruritos específicamente espirituales.

Amaneció dos días después, porque los amaneceres tienen que ser largos para cogitar. Y nada es igual en Manaus. El diario local, con una tirada que desafiaba todo el analfabetismo reinante, anunciaba: "Hallado cadáver de extranjero en las aguas del Amazonas".

El cadáver, por exquisito que fuera, resultó ser el de Luis Guevara.

Al día siguiente, él ya no lo leía, porque se había aburrido de la lectura en el Cielo, el mismo periódico traía en su portada al editor de Sao Paulo feliz como un recién divorciado que anunciaba: "Acabamos de lanzar la edición de "Ultimo vuelo para Manaus" que será seguida por su adaptación cinematográfica en una película titulada "Se mató porque no era suya", es decir que estaba desesperado por la inhibición de la naturaleza con relación al capitalismo. En cuanto a las balas que decoran su cuerpo, estamos convencidos, el FBI lo confirma, que los proyectiles pasaban por allí. Nada que ver con el suicidio provocado, bueno quiero decir natural…".

La película fue un éxito colosal. En el Tánger ya marroquí, donde el finado había vivido los mejores años de su vida, sin dirección de William Wyller, se celebraron exequias al son de las mejores melodías de Cole Porter.

Y nadie conoció nunca un testimonio de última hora sobre la muerte de Luis. Una testigo certificó, aunque este testimonio la policía lo perdió, haber visto un enorme gorila que escalaba un edificio en el momento fatal. Tampoco nadie supo que, desde siempre, Luis odiaba a King Kong por haberle robado a su amada Jessica Lange. Como también sentía asco por Jack Nicholson quien, razonaba él, se la había robado igual que el mono en "El cartero siempre llama dos veces".

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