Colaboración: Qué bello era mi Malecón

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Portada del diario Granma
Por Sergio Berrocal    

Ojeo regularmente Granma. Ya sé que a priori parece extraño que sin ser comunista ni cubano alguien lea el órgano del Partido comunista de Cuba, a ocho mil kilómetros de La Habana, desde el fondo del último bastión de Europa. La verdad es que me inspira cierta tranquilidad porque me mata la nostalgia de no tener ya a qué agarrarme.

Hijo del primer mundo, el rico, justo y noble, un día se me ocurrió seguir los caminos virtuales de un mundo de ilusiones de amante del cine. Porque hubo un tiempo, ya hecho trizas por los rápidos y furiosos como dice con deleite un amigo cubano (rapid and furious, en versión original) en que el cine, y sobre todo el de Hollywood, te hacia soñar de verdad, sin pesadilla al final de la proyección.

No voy a citarles títulos pero tengo la insensata teoría de que algunos de aquellos magníficos directores, guionistas y hasta carpinteros tenían mucho de predicadores de una religión en la que imperase el amor como regla de vida. Poco menos que Jesucristo superstar.

Eran bondadosos y amables los rostros de algunos de los apóstoles de aquella religión de la pantalla aunque a veces tuviesen las facciones de uvas encolerizadas de un Richard Widmark en busca de un pandillero. Y disfrutabas más cuando eran los ojos de las mil y catorce noches de una Maureen O’Hara a punto de desfallecer, aunque ya ni se le vieran, porque ya se sabe.

Cary Cooper podía quedarse más solo que el rey de copas sin perspectiva de póquer pero aunque estuviese realmente solito ante el peligro sabías que, al final, aunque fuese en el instante de la desesperación, aparecería una futura Princesa de Mónaco para rescatarle de su amargura. Y dentro de mi posición centrista con relentes de liberal trasnochado o que apenas había dormido descubrí que en una lejana isla del Caribe, existía otra vida.

Era aquella la de Cuba gente un poco rara porque sonreía, derrochaba amabilidad y hasta te invitaba si se terciaba a tomar el té, aunque hubiese treinta grados centígrados en el aire, lo cual demostraba, pensaba uno, una confianza total y perruna en la humanidad. Tampoco es mentira que de vez en cuando algunos se te acercaban con la aviesa intención de venderte un remedio que curaba, decían ellos, hasta la desgana amorosa. Qué ilusión, mi vida.

Lo más barato que había en La Habana era el Granma junto con el cafetito que te brindaban en unos puestos callejeros por un peso cubano de curso legal, de los de antes. Esos locales se han convertido, me dicen, en lujosas cafeterías donde se te exige que pagues con peso convertible, casi parejo con el dólar.

Algo parecido a aquel néctar de café maravilla lo encontré muchos años después por casualidad en el delicioso aeropuerto Santos Dumont de Río de Janeiro en la barriga de una cafetera de principios del siglo XX.

Un amigo psiquiatra argentino, nada menos que de Rosario, tuvo la gentileza de explicarme que si yo leía tan asiduamente Granma era porque todavía conservaba los valores europeos más retrógrados y que el comunismo no me tentaba ni mijita.

No sé si era cierto pero lo que sí puedo asegurar es que al principio no entendía las claves de aquel periódico. Era como intentar descifrar el chino mandarín. Y lo más frustrante es que alguna mañana me aparecía un compañero periodista, cubano o francés, y ponía cara de espanto, de congoja o de regodeo enseñándome un artículo de primera plana que yo había leído cuatro veces sin sacarle jugo. “Los caminos de la dialéctica marxista son impenetrables”, me explicó.

Me dije que aquellos eran los misterios de La Habana. Treinta y dos años después entiendo un poco de lo que va pese al paso de Obama y de las chicas de Chanel por la capital cubana hace cosa de un año. Pero tampoco me entero de todo, qué quieren ustedes.

Aquel primer viaje fue tan iniciático como los que contaban mis películas que durante muchos años nunca me fallaron a la hora de buscar un poquito de comprensión.

Creo que ya sé de donde viene mi gusto por leer el Granma digital. Leyéndolo tengo la consoladora impresión de que no ha cambiado nada en esa Cuba que amé tontamente, como hay que amar de verdad, desde el primer día y por la que sigo teniendo un sentimiento que oscila entre la pasión y la decepción.

Qué bello era vivir todo aquello en el Malecón, aunque no me tropecé ni con James Stewart ni con Donna Reed. Qué bello era vivir, decía Frank Capra. Desde entonces pasaron por allí los peliculeros del horror titulado “Fast and Furious 8”.

Ya sé que los cubanos que lleguen a leer este engendro se partirán de risa y probablemente me traten de gringo ingenuo o de furious sin causa. Pero, por favor, respeten mis ilusiones. Aunque dentro de un rato me las quite de un manotazo de tarjeta de crédito mi dentista, que está convencido de que no tengo solamente ansias de sonrisa guapa (yo busco la de James Stewart) sino serios problemas mentales.

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