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Colaboración: Juan Pablo II y las chanclas chirriantes

por © NOTICINE.com
Sello de la visita del Papa a Brasil
Por Sergio Berrocal     

El Papa Juan Pablo II y los desarrapados de la tierra me han proporcionado algunos de los momentos más esperanzadores de mi vida de periodista, o de escribidor, o de mirador, o de cronista sin saberlo.

Al Papa le descubrí en Brasil, como algunas de las bellas cosas que ha habido en mi vida.

Con los sin tierra, los campesinos a los que pronto no les quedará más que tierra roja para comer, compartí un día de calor tibio y más ansiedad en la interminable sabana de Brasilia, donde además de serpientes anémicas hay todos los políticos que caben en un país. Que son muchos.

El más cinematográfico de todos fue Juan Pablo II, que llegó a Río de Janeiro en 1997. Bajó del avión, casi se quema la cara al besar el suelo, y se incorporó y se agarró al micrófono temblando como una amapola por el Parkinson que no le mató aquella mañana probablemente de milagro, porque si eres católico te mandan creer en los milagros, o en el amor de Dios, que quizá sea una misma cosa para los creyentes.

Apenas sin saludar, haciendo caso omiso de lo que mandan los cardenales de la Santa Iglesia Apostólica Romana y el protocolo del Vaticano instaurados desde las tinieblas de la Inquisición, bronqueó como nunca lo había hecho nadie al Presidente de la República, Fernando Henrique Cardoso, bello ejemplar de la mezcolanza brasileña.

Fernando Henrique el hermoso no se esperaba la andanada que pocos minutos después de haber aterrizado el avión del Papa de Roma se le vendría encima.

El Parkinson seguía haciéndole temblar de pies a cabeza y también temblaba la voz, pero nada impidió que Juan Pablo II, el hombre que ayudaría tanto a acabar con el comunismo, le diera al bello Presidente por el que todos sentíamos una extraña simpatía, que era imposible que la situación de miseria reinante en Brasil como una nefasta costumbre o sencillamente una fatalidad pudiese seguir siendo considerada normal.

Y machacó el hombre de blanco vestido Y Fernando Henrique parecía por segundos más tenso. Se le iban y se le venían los colores. No se esperaba que el Papa más carismático de toda la historia tan convulsa de la Iglesia Católica, fuese capaz de abofetearlo en su casa, con su gente, con su orgullo.

Pena, penita pena me dio porque quizá un tiempo antes –yo acababa de aterrizar como corresponsal en Brasilia y mi brasileño dejaba mucho que desear—Fernando Henrique había sido generoso conmigo. Durante una conferencia de prensa, le hice una pregunta en mi balbuceante portugués con olor a brasileño aprendido en cursos maratónicos en París. La pregunta casi se entendió. Lo peor fue cuando me dirigí a él con un “Vocé” de tuteo que resonó a carcajada en aquel inmenso parque donde estaba toda la prensa extranjera y brasileña. El tratamiento adecuado para un presidente hubiese sido “Senhor”, reservado para el respeto en el trato, pero yo lo ignoraba.

La carcajada de mis pocos caritativos colegas todavía me acompañaba en aquel aeropuerto de Río donde el sol fundía hasta las piedras. Sudábamos y no dábamos crédito a la paliza que el enfermo Papa le estaba dando al guapo Presidente.

Tuve la sensación de que nuestro oficio podía servir de algo cuando durante varios días seguí al Papa por estrechas calles de Río donde apenas podían entrar los helicópteros militares encargados de su protección. No era un delirio tropical. Los servicios de inteligencia brasileños sabían de la posibilidad de que desde las favelas se disparasen misiles contra el coche del Papa.

Me enamoré de aquel Papa cuando al segundo día la comitiva nos llevó hasta la cárcel de más seguridad que existía probablemente en Brasil, un país donde cuando se habla de prisión todo el mundo entiende perfectamente que en el infierno hay grandes posibilidades de vivir mejor.

Era un recinto donde estaban recluidos única y exclusivamente los mayores asesinos del país, desde el que había matado a sus padres hasta el que había contribuido a limpiar las calles de Río de los niños pobres y famélicos.

Tiempos antes de la visita, en una de las plazoletas más bonitas de la ciudad, donde una iglesia parece impartir una sinfonía de paz, un grupo de niños que dormían al amparo divino, o al menos eso creían ellos, habían sido exterminados por unos pandilleros que, al parecer estaban pagados por comerciantes hartos de que los pobres chiquillos espantaran a la clientela.

Una tarde antes de que Juan Pablo II desembarcase allí en medio del ulular ensordecedor de sirenas que parecían querer ahuyentarnos a todos, a los buenos como a los malos, visité aquella plaza que tanto le hubiese gustado al Rey Herodes. Un grupo de niños, el mayor tendría ocho años, se preparaba para pasar la noche, ajenos todos ellos a la pasada tragedia. Una niña rubia como negros son multitud estadística de brasileños, dirigía a los otros abandonados de la vida con grititos de mando.

Cuando ya en la cárcel de alta seguridad sacaron a dos presos para que fuesen a ver al Papa, la calle estaba tomada por todos los helicópteros y otras fuerzas del desorden que ni siquiera se inventaron para “Apocalypse Now”.

Los dos presos avanzaron hacia el Papamobil donde les esperaban. Desde donde yo estaba, entre dos enormes policías con espesos chalecos parabalas, les vi temblar, no sé si de emoción o de temor, porque frio no hacía. Nunca hace frio en Río a menos que seas pobre y negro. Luego se encontraron con Juan Pablo II. La comitiva se volvió de nuevo loca y los presos volvieron a sus celdas.

No sé si entonces creí en Dios pero creí en el poder de aquel hombre que paseaba su nombre.

Como creí cuando miles de campesinos sin tierras, desparramados por la inmensidad de las avenidas-autopistas de Brasilia, la capital de uno de los países más gigantescos del mundo, se metieron en el alma de todos, con sus chanclas de goma que se pegaban y rechinaban sobre el asfalto hirviendo de una ciudad desierta por el miedo a miserables que no parecían salir del mismo mundo en los que vivían los opulentos.

Habían llegado en busca de justicia, de un pedazo de tierra roja para hacer crecer maíz y dar de comer a sus familias y si posible a la familia del vecino.

Rechinaban las chanclas como suenan las campanas de Nôtre Dame de París cuando hay funerales de alto postín. Los señores de los campos, inmensos campos de Brasil, pasaron todo un día en la capital, casi sin hablar, expresándose casi únicamente con su sola presencia, con la presencia de la miseria que había recorrido cientos, miles de kilómetros para decirle a Fernando Henrique Cardoso, el mismo de Juan Pablo II, que ya estaba bien de hambre y muerte

Dejé de creer en algo divino cuando días después, o antes, que ya nadie sabe, visité tras una escalada impresionante por Goias. llevado durante más de dos horas por un viejo Volkswagen, un campamento de campesinos sin tierras instalado en una propiedad requisada por ellos y llena, también por ellos, de tiendas de campaña chapuceadas con siniestros plásticos negros. Los mismos que habían guarecido a los manifestantes de Brasilia.

Una mujer todavía joven de facciones bonitas y en cuerpo terso pero aviejada por los sinsabores, me contó que el gran problema era que los niños fueran mordidos por una de las serpientes que merodeaban entre los maizales. “Sería una catástrofe –explicó resignada-- porque como la nevera que tenemos en el campamento no funciona por falta de luz, carecemos de las vacunas para atajar el veneno”.

Dos niños ajenos a todo reían a dos pasos de donde se ocultaban las malditas serpientes.

Quince años después todavía no han vuelto a Brasilia, pero las tierras tampoco son para el que las trabaja sino para el que las ha heredado. Justicia divina del más fuerte.

Y entonces, en esos momentos de locura, cuando sabes que nada pudiste hacer por los niños, que supongo seguirán muriendo pero de forma más discreta, cuando sabes que nunca tendrás los campesinos de las chanclas el pedazo de tierra que reclamaban en aquel año de 1997, entonces te vuelves cínico. Entonces piensas en el cine que con la magia a medida de las circunstancias por puede casi todo y hasta puede hacerte escapar a la angustia más feroz.

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