Colaboración: Buñuel, con M de Muerte

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La muerte, en el cine de Buñuel
Por Arturo Garmendia     

Luis Buñuel siempre se declaró atraído por el misterio y ¿qué misterio mayor hay que la muerte? El hombre es el único ser viviente que se sabe finito y se rebela ante la idea de su escasa duración ante el concepto de eternidad.  Por ello construye imaginarios donde representa imágenes deformadas de sus vivencias, paraísos e infiernos que prolongan de otra manera la experiencia terrenal. Por eso, retrospectivamente, Buñuel recordaba sus encuentros con el misterio mayor. Narraba cómo había contemplado por primera vez, cuando niño, un cadáver: el de un pastor de los rebaños de su padre, muerto de un navajazo en una riña. Contaba que “La autopsia tuvo lugar en la capilla del cementerio, realizada por el médico del pueblo… Estaban allí cuatro o cinco personas amigas del médico como espectadores,  y yo conseguí mezclarme entre ellas. Las rondas de aguardiente menudeaban y en ellas participé ansiosamente, para conservar el valor que comenzaba a flaquear al oír el ruido de la sierra abriendo el cráneo o el chasquido sordo de las costillas al romperlas. Tuvieron que llevarme a casa, donde mi padre me castigó severamente por ebrio y por sádico”.

Pero más fuerte aún fue lo siguiente: “También recuerdo mis primeros encuentros con la muerte, que junto a una profunda fe religiosa y al despertar del instinto sexual componen el marco conceptual de mi adolescencia. Cierto día me paseaba con mi padre por un olivar cuando la brisa llevó hasta mi olfato un olor dulzón y repugnante. A unos cien metros de nosotros un burro muerto horriblemente hinchado servía de banquete a una docena de buitres. El espectáculo me atraía y a la vez me repelía. Ahítas, las aves apenas podían remontar el vuelo… Quedé como fascinado por aquella visión y aparte de su materialismo grosero tuve una vaga intuición de su significado metafísico. Mi padre me tomó de la mano y me alejó de ahí”.

Curiosamente, también Salvador Dalí tuvo experiencias similares. En sus memorias narra como su padre, decidido a prevenir a su vástago de los peligros que encierra la carne, colocó sobre el piano un libro de medicina “…en el que había fotografías en las que se podían apreciar las consecuencias terribles de las enfermedades venéreas. Mi padre sostenía que ese libro debería estar en todos los hogares para aleccionar a los hijos”.

Es claro que de la conjunción de la carne putrefacta y el piano nació la idea común de colocar, en una escena de “Un perro andaluz”, los cadáveres de dos burros sobre ese instrumento musical, imagen de la que se hace eco la presencia de un asno devorado por buitres en el documental “Tierra sin pan” y, más lejano aún, la aseveración de Catalina en “Abismos de pasión” de que viene del campo, después de haberles disparado… a unos zopilotes” (los buitres mexicanos).

Pero junto con la idea de la muerte está la de la resurrección. Buñuel también recuerda –de acuerdo con Agustín Sánchez Vidal- 4 un suceso que conmovió a su provincia, y que le fue referido durante su infancia: a un mozo de Calanda le amputaron una pierna, misma que fue solemnemente enterrada; pero al cabo de dos años reapareció con la pierna intacta. En memoria del milagro, los lugareños hicieron con la pierna de palo baquetas para tocar los tambores, como lo acostumbraban a hacer en Calanda durante la Semana Santa, misma que conmemora la muerte y resurrección de Cristo. De ahí que en sus películas con finales catastróficos,  es sabido que Buñuel coloca en la banda sonora el redoble inmisericorde de esos instrumentos de percusión. Lo que es menos conocido es que el padre de Buñuel adquirió dos pares de esas baquetas de reliquia, mismos que Buñuel legó a cada uno de sus hijos.

Puestos a buscar, los signos se multiplican. Véase si no: ¿por qué la única mariposa en el bestiario de Buñuel es una que ostenta en sus alas una mancha que semeja una calavera? ¿Porqué lo conmovió tanto el filme “Las tres luces” (Fritz Lang (1921), cuyo título original es nada menos que “La muerte cansada”?

Amor y muerte

Una somera revisión a la obra del cineasta español nos confirma ese interés, del que a poco buscar encontramos ejemplos abundantes, ya sea en tono trágico (la muerte del Jaibo en “Los olvidados”, o la crudelísima imagen de la niña violada en el bosque, por sobre cuyo cadáver de deslizan caracoles –en el “Diario de una recamarera”) sea en clave fársica (el ataúd ambulante, en “Simón del desierto”). Con mayor frecuencia está presente la vinculación entre el amor y la muerte: eros / tánatos. Ya en “La edad de oro” la dinámica del relato la da la alternancia entre escenas eróticas suspendidas por acontecimientos mortuorios, como el asesinato del hijo del guarda forestal por su padre; el suicidio del funcionario público, la orgía final que culmina con el posible asesinato de una doncella.

Puestos a enumerar, vienen a la memoria en rápida sucesión la muerte del Jaibo, en “Los Olvidados”; desde luego las que quiere y no puede causar el obseso Archibaldo de la Cruz; la muy conmovedora de la joven agónica que rehúsa confesarse y sólo pide reunirse con su amado por última vez, en “Nazarín”, y sobre todo la muerte por amor en la cripta de su amada, del protagonista de “Abismos de pasión”.

“…Por fin muero, no sin antes hacer mi testamento… Apenas fue dicho y hecho para que me quedase tiempo de morir decorosamente.  Cuatro sepultureros se apoderaron de mi cuerpo llevándome a la iglesia de al lado para efectuar mi entierro. Levantaron la infecta tapa del sepulcro del cardenal Tavera y, sacando su inmunda carroña, que hubieron de echar a un muladar porque ya ni los pobres la querían, me metieron para siempre ahí”. 5

Llama la atención que ecos de esta pieza de arte funerario, muchos años después estaría presente en uno de sus cantos de cisne fílmicos, “Tristana”, en el momento en que  Deneuve insinúa un beso a su efigie mortuoria, justo antes de que decida suprimir a su anciano seductor.

Escena final de Luis Buñuel

El director de cine argentino Eliseo Subiela falleció la madrugada del 5 de diciembre de 2016, de un ataque cardiaco. No era la primera vez que sufría esa dolencia. Ya en 2010 había tenido que ser atendido en el Hospital de la Fe en San Miguel Allende, Guanajuato, donde asistía al Festival Expresión en Corto, como jurado. Como narró posteriormente, en aquella oportunidad fue tratado por el doctor Maxwell, quien le comentó que era el segundo director cinematográfico a quien prestaba sus servicios profesionales.

—¿Y quién fue el primero? – preguntó.
—Luis Buñuel-  fue la respuesta, y luego le hizo el siguiente relato:

“En julio de 1984 el Dr. Roberto Maxwell era el Jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital ABC de la ciudad de México. Tenía 28 años.

“Hacía unos días que el hospital estaba alborotado por la presencia de un paciente ilustre: el director de cine Luis Buñuel. Todos en el hospital deseaban encontrar algún pretexto que les permitiera entrar a la habitación de don Luis, de 83 años, internado con un coma hepático.

“Estando de guardia ese día de finales de julio, la enfermera avisa a gritos: "¡...El Sr. Buñuel ha caído en paro cardiorrespiratorio...!".

“Llegamos con el carro rojo, el desfibrilador y todos listos para empezar las maniobras de reanimación, y de repente tomé una decisión que desconcertó a todos mis colaboradores:

—“No le vamos a hacer nada— dije. —Vamos a dejarlo morir en paz. Está muy grave y si lo sacamos del paro lo tendremos que meter a la unidad de cuidados intensivos, intubado, con un respirador...

“Mis compañeros doctores y las enfermeras se me echaron encima:

—“¿Cómo que no le va a hacer nada? Es Luis Buñuel, el famoso director de cine.

“[No sé de dónde me llega la idea de no hacer nada. Siempre he querido saber de dónde salen este tipo de decisiones que tomo, y la única explicación que puedo dar es que es mi guía interior la que me dice qué es lo que tengo que hacer… Antes, en parte de mi vida profesional yo solía ver "sombras" alrededor de algunos de los pacientes cuando llegaban al hospital. Esas sombras eran oscuras, negras. Luego me enteré de que las llamaban "auras". Desafortunadamente cuando un paciente llegaba al hospital y en especial a la unidad de cuidados intensivos y lo veía con su "aura" negra invariablemente moría. Lo que yo no sabía era cuánto tiempo después iba a morir…

“Tiempo después, cuando terminé la especialidad y estaba trabajando en urgencias, un día llegó un querido amigo mío, un conocido anestesiólogo del hospital y me dijo: Max fíjate que tengo dolor precordial. Por favor, tómame un electrocardiograma.

“Lo pasé a un cubículo y lo conecté al electrocardiógrafo.

“En efecto, tenía un infarto en evolución…  grité y solicité ayuda.

“Necesito decirte que a este tipo de paciente, normalmente les doy 30 a 40 minutos de maniobras de reanimación cardiopulmonar porque si les damos más tiempo se corre el peligro de sacar al paciente vivo pero con lesión neurológica importante. A mi amigo le di... una hora con 35 minutos y finalmente quedó estable, como para subir a la Unidad de Terapia Intermedia.

“Al cuarto o quinto día el paciente abrió sus ojos. Al octavo día se pudo retirar del respirador. Cuando se pudo extubar, todo iba de maravilla, el problema fue que no hablaba...

“Llevaba unos doce días en el hospital y ya en un cuarto normal. Desde allí una voz me llamó. Al abrir la puerta escuché su voz... y me dijo:

—“Dr. Maxwell... ¿Quién se cree que es?...

“A lo que yo contesté:

—“¡Maestro!... Ud. habla... ¿Por qué no lo había hecho hasta ahora...?

—“Porque estaba muy enojado...

—“¿Enojado por qué?, le pregunté... Está vivo y sin secuelas neurológicas después de un paro cardiaco de una hora y 35 minutos...

—“En efecto... ¿Y quién le dijo que yo quería regresar?

“Luego me contó que podía ver todo lo que yo le estaba haciendo, pero que no había manera de comunicarse conmigo para decirme que lo dejara en paz”.

El hecho es que el joven doctor Maxwell convivió con esa secreta "culpa", hasta que un año y medio después leyó, en las páginas finales de Mi último suspiro, el libro de memorias de Luis Buñuel, lo que apunta:

“Para mí, la muerte atroz es la que sobreviene en una habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y papeles desordenados. Igualmente atroz, y quizás peor, me parece la muerte largo tiempo diferida por las técnicas médicas, esa muerte que no acaba. En nombre del juramento de Hipócrates, que coloca por encima de todo el respeto a la vida humana, los médicos han creado la más refinada de las torturas modernas: la sobrevivencia. Eso me parece criminal. Yo he llegado a compadecer a Franco, a quien se mantuvo artificialmente vivo durante meses, a costa de sufrimientos increíbles. ¿Para qué? Si bien es cierto que los médicos que nos ayudan en ocasiones, la mayor parte de las veces son moneymakers,  [hacedores de dinero], sometidos a la ciencia y el horror de la tecnología. Que se nos deje morir, llegado el momento, e incluso que se nos dé un empujoncito para partir más de prisa”.

“-Sentí un gran alivio cuando leí eso –concluye el doctor Maxwell-. La muerte es parte del proceso de la vida, es algo natural, es algo que le va a suceder a todos. Es lo único seguro que tenemos en esta vida”.

Buñuel deseó tener una muerte tranquila, como la de su amigo Max Aub, que murió jugando una partida de cartas. Y la tuvo: Se despidió de su mujer, de Jeanne, diciéndola "Ya me muero". No le sorprendió la muerte. Cuando llegó, la estaba esperando, era un 29 de julio de 1983, cerca de las cuatro de la tarde. Se incineró su cadáver, sus cenizas se esparcieron por un cercano bosque por el que gustaba dar paseos. Dicen que un sacerdote con el que le gustaba discutir, al que le gustaba provocar, se quedó con parte de las cenizas y las tiene escondidas en la capilla de una iglesia de la ciudad de México.

Espero que esas cenizas puedan de vez en cuando cumplir con sus últimos deseos: "Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada 10 años, llegarme a un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba".

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