Colaboración: Aquella deliciosa Habana de los 80

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El Hotel Nacional, en La Habana
Por Sergio Berrocal    
                                        
Esta crónica la escribí allá por el año 1985 o tal vez 1986. Ni lo recuerdo con nitidez ni me importa recordarlo. Sé que me enamoré locamente de La Habana y de todo lo cubano. Tiempos después, en 2002, unos jueces franceses, cuya severidad es harto reconocida, me dieron la razón de mi enamoramiento. Decretaron que la denominación La Habana no puede utilizarse así como así, ya que es “una imagen prestigiosa y voluptuosa”.

La cuarta cámara de apelación de París, sección A, publicó en la prensa francesa una sentencia que dice: “Considerando que la elección por la sociedad ARAMIS del término HAVANA para promover un perfume destinado a los hombres no es una pura casualidad sino que traduce la voluntad deliberada de la sociedad de vehicular… la imagen prestigiosa, voluptuosa y de buen gusto que tienen los puros HAVANA y se desprende de sus espirales de humo…”

Teniendo en cuenta estas consideraciones, el tribunal decide que “al utilizar la denominación HAVANA para designar perfumes y cosméticos, las sociedades ARAMIS Y ESTEE LAUDER atentan contra la apelación de origen HABANA”.

El nombre de La Habana, como el de París, está asociado a un montón de películas, desvanes de sueños, que se conjugan con el exotismo de los desvelos de europeos y ciudadanos de muchos otros rincones del mundo. Ya quedan poco lugares que transporten las mentes. Prueba de ello es que por las antenas parabólicas de la televisión circulan reportajes dando un halo romántico hasta a la isla del diablo, un cacho de tierra perdido en el mar Atlántico donde los franceses no consiguieron que se pudriera el capitán Dreyfus, acusado en el siglo pasado de traidor y, probablemente sobre todo, de judío.

Se invita a los turistas a buscar sensaciones fuertes en un islote donde no queda más que el recuerdo de un prisionero aburrido.

Pero si se quiere “disfrutar más”, el masoquismo está a la orden del día: visiten el que fuera penal de la Guyana francesa, donde se deportaban a todos aquellos individuos que causaban problemas a la sociedad de los ricos. Del mismo modo que los británicos deportaban a destajo a Australia a personas del mismo calibre.

Cuando un europeo habla hoy del Caribe – los viajes organizados ofrecen ese lujo por unos pocos de euros—se encandila con La Habana y si es playero con Varadero, pero de ahí no sale. La República Dominicana se le antoja demasiado turística. Dentro de la desgracia del infame bloqueo norteamericano, los europeos prefieren Cuba y, sobre todo, La Habana, donde algunos hasta tienen una “residencia”, un lugar adonde ir fuera de los circuitos oficiales de hoteles.

Recuerdo –y que se me perdone mi onanismo—la primera vez que estuve en La Habana.

Me alojé en el Hotel Capri y el gracioso jefe de recepción, más fino que cualquier colega suyo de un hotel suizo, que es el no va más, me aseguró que estaba ocupando la misma habitación, aunque probablemente no la misma cama ni el mismo colchón, apolillado por el tiempo, que el ídolo de mis entretelas, Frank Sinatra. Luego me enteré de que los mafiosos norteamericanos, del que Frankie era amigo, solían reunirse en el Hotel Nacional, y me mudé.

En estos tiempos de cambios, de intentos de unificación de culturas tan múltiples como las que conviven malamente en Europa, los europeos sueñan más que nada con los países donde se les ofrece una manera de vivir distinta, sobre todo donde se les acoge con ese cariño caribeño que tanto se parece a las viejas usanzas europeas, esas de hace años, cuando las guerras balcánicas no bautizaban a sus hijos con sangre.

Recuerdo una vez en un comedor del Nacional de La Habana. Estaba cenando con una dama por la que yo bebía los vientos pero que no me hacía ni puñetero caso. El pianista nos embebía con Manzanero y aquella tarde en la que vio llover y ella no estaba. ¿Cómo podría vivir un rato como aquel en esta vieja Europa que huele a formol? Aquel día, como tantos otros, yo estaba al límite de esa embriaguez que procura el alcohol. Era feliz y eso me bastaba, ahora estoy en un balneario del sur de España, del fin del mundo de la Europa unida y soy infeliz.

Por todo esto, como dirían los jueces franceses, es evidente que los nombres de ciudades que todavía hacen soñar, Río de Janeiro, La Habana, París, Roma, Casablanca, deberían estar prohibidos para cualquier otro uso que no sea dar riendas de alegría a la imaginación.

Decir estas cosas me valió en aquellos años un disgusto muy desagradable. Husmeando por Internet me tropecé con un artículo publicado por un organismo de cubanos en Estados Unidos, que por lo que he deducido y casi comprobado no andaba muy lejos de los intereses norteamericanos oficiales, de la política pura y dura de Bush, en el que su autor, un cubano me ponía a parir porque pretendía más o menos que en mi delirio por la capital cubana yo había olvidado que hay gente que no come y que los cubanos en general lo pasan mal económicamente.

Aunque llevo años estudiando a fondo la manipulación de la información, nunca había podido imaginar que los manipuladores del gobierno de Estados Unidos me pudiesen incluir en lo que yo llamaría una lista de “terroristas intelectuales o culturales” simplemente por haber escrito un artículo sobre los encantos de La Habana.

Mi error cuando dije que la capital cubana sigue haciendo soñar a los europeos fue olvidarme de que es la capital de Cuba y Cuba el país que quitaba el sueño a George Bush, sobre todo desde que aparentemente se le escapaban las posibilidades de distraerse empleando sus super aviones para aplastar Irak lo mismo que hizo con Afganistán.

Pasando por alto que lo mío era una evocación romántica de una de las capitales que pese a los esfuerzos del gobierno de Estados Unidos sigue siendo propia para despertar la imaginación como Casablanca o París, el autor del panfleto decía que “la visión del crítico cultural español (un servidor) es, sin duda la que se observa desde los hoteles lujosos y otros centros turísticos reservados a los extranjeros, en los que los cubanos sólo pueden tener un lugar de servidores”. En los grandes hoteles de Londres y París suelen alojarse extranjeros en su mayoría y quienes les sirven son ingleses o franceses.

Yo juro por mi fe que el gobierno cubano nunca me ha invitado a visitar esos “centros turísticos reservados”. Ya me hubiese gustado, agrego veinte años después para que queden las cosas claras.

 
Sé que estas cosas deberían sonar a broma, porque si mi artículo hubiese sido un panegírico del Señor Fidel Castro habría entendido que me puteasen debidamente. Pero en los tiempos que vivimos meterse con la Potencia del Mal, aunque sea como yo lo he hecho, evocando la belleza de una capital que los norteamericanos de los años cuarenta disfrutaron como locos, no es una bobería.

Por si acaso pienso depositar una copia de este artículo ante mi notario.

Y digo yo, en mi locura mediática, ahora que aparentemente se hace más difícil arrasar otro país, al menos en las dos próximas semanas, ¿no podría ocurrírsele a algunas de las lumbreras de ese organismo cultural que me ha tratado de terrorista intelectual sin escribirlo que es más fácil desembarcar en la playa de Fuengirola, raptarme y meterme en Guantánamo con todos los “terroristas” sobre los que las organizaciones internacionales de derechos humanos predican en el desierto? Por si acaso, mi descafeinado de la mañana ya no lo tomo en el mismo chiringuito de la playa.

Treinta y dos años después sigo esperando a los matones. Y he jurado entretanto ir a pasar una noche en el Hotel Ambos Mundos donde Hemingway escribió. Pero tiene unos precios tan demenciales que prefiero pedirle a un amigo habanero que cumpla mi promesa poniendo una vela en la puerta de ese establecimiento hoy convertido en santuario solo para muy ricos. Que Hemingway me perdone.

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