Colaboración: El Coronel ya tiene quien le escriba

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Por Sergio Berrocal   

En el Palacio de la Revolución se celebraba una recepción para coronar el Festival de cine de La Habana y la lección magistral que Fidel Castro había dado a cineastas de casi todos los países del cine sobre el cómo, el cuándo y por qué de una película. Había hablado con su particular temperamento desde un rincón del escenario del cine Carlos Marx.

Eran tiempos difíciles, a los que los cineastas cubanos plantaban cara con talento y no muchos medios.

Por el inmenso salón que se asemejaba a un jardín tropical discurrían personajes como el realizador cubano Pastor Vega y muchos otros. Nombres para la historia de un cine latinoamericana que los guardará en la historia fallida en pos de una filmografía de América Latina. El argentino Fernando Birri mordía una gigantesca gamba. El colombiano Víctor Nieto, fundador del Festival de Cine de Cartagena, no soltaba su sonrisa de siempre.

En una discreta sala aislada por la seguridad, Fidel Castro recibía a algunos participantes al Festival.

Una vez más no pudo evitar el olor del uniforme verde olivo, que le llevó a otros escenarios lejanos en la memoria. A otro hombre, también militar, cuyo uniforme desprendía un olor muy parecido.

Cuando estaba por tomar su segunda copa de ron, le presentaron a una actriz española de nombre artístico encantador que por lo demás se perdió en los murmullos que se elevaban por encima de la selva. Con una sonrisa, uno de sus amigos cubanos preciso que era una de las más grandes actrices de España que pisaban Cuba.

Descubrieron que estaban en el mismo hotel y a la mañana siguiente fueron a la playa, la que él llamaba La Playa del Pirata, donde por primera vez había visto un tiburón que por muy pequeñito que fuera le dio pánico y le recordó a aquel otro gigantesco de Steven Spielberg.

Ella parecía cuatro o cinco años mayor que él. Era pelirroja, o lo pretendía, con un cuerpo casi escultural.

- Víctor me habló de tu novela, la que le llevaste el año pasado a Cartagena. Dice que le gustó mucho tanto que se aprendió casi de memoria una parte que le parece esencial. Ya sabes como es.

“El Coronel ya tenía casi sesenta años y las fotos de esos tiempos lo muestran con uniforme impecable, fusta, botas y guantes y, siempre, pero siempre, una sonrisa que enamoraba a más de una. Nunca andaba solo, siempre con su guardia pretoriana y él sabría por qué.

Se desplazaba religiosamente en el mismo coche, un enorme y negro Studebaker norteamericano en cuyos guardabarros ondeaban un banderín de España y el distintivo del Estado Mayor. Todo de un relumbrón propio para conquistar a los catetos provincianos que vivían en aquella colonia medio mora.

El Coronel era un tipo alto y duro, de esos hombres que no bailan ni con el diablo. Podría decirse incluso que poseía cierta belleza bruta como la del olivo, resaltada por un rostro eternamente bronceado a fuego y unos ojos verdes profundos, de gato consentido, todo ello coronado por una frente altiva hasta donde se asomaban farragosos acantilados de pelo  negro. Sin uniforme, o con otro uniforme, podrían haberle confundido con un torero gitano de estirpe.

Solía decir que era “tripartito” y explicaba que muy jovencito ingresó en la Academia militar de Zaragoza, de donde salió primero de su promoción, luego en la de Coetquidan, Francia, donde dejó encandilados a sus profesores por su peculiar arte para el mando.

Concluyó su educación militar en una escuela de la selva que los británicos poseían entonces en un lugar perdido entre Birmania y Tailandia.

Se había convertido en un especializado militar en todo tipo de guerras y guerrillas al mismo tiempo que su paso por más de un Estado Mayor le había contagiado el gusto por la política, para la que tenía dotes excepcionales.

Sonreía poco pero bien. Con sus subalternos nunca. Con sus superiores apenas un rictus elegante y desdeñoso. La exhibición en technicolor y tres dimensiones de sus dientes blancos de estrella de cine la reservaba para las mujeres. Decía que después de una buena guerra, la mujer era lo que más apreciaba en el mundo”.

- Un poco machista tu héroe, pero muy cinematográfico, dijo ella con una voz entre risas y lágrimas.

- El Coronel era mi padre, aunque por poco tiempo. El tiempo de otro enamoramiento.

En la recepción del Hotel Capri ella se mostró mimosa pero consecuente. Se abrazaron como en una despedida. Cada uno se marchó a su habitación. La recepcionista suspiró, decepcionada. Era una pareja muy bonita.

A la mañana siguiente, apenas, el sol despertaba en el Malecón, ella tomó el avión para Madrid y horas después él salió para París.

Días después, un diario español le ensimismó con una enorme y ditirámbica biografía que consagraba a una actriz que acababa de perecer en un accidente de automóvil. Era ella, la bella pelirroja con la que había estado en la playa después de la recepción en el Palacio de la Revolución.

Investigó, investigaron por él y al final descubrieron algo insólito. La muerta era hija del mismo Coronel que a él le había dado la vida. Solo que ella había nacido de otra madre, antes de que el Coronel fuese destinado al infierno de la isla africana donde él nació.

Maldijo al coronel y pidió otro güisqui. Doble y con sonrisa agridulce.

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