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Colaboración: Coca Cola venció a la Tropicola revolucionaria

por © NOTICINE.com
Tropicola, la primera cola revolucionaria
Por Sergio Berrocal   

Hubo un día, hace siglos en La Habana –Barack Obama ni siquiera era presidente y las chicas de Chanel no habían desfilado todavía por el Paseo del Prado— en que tuve la alegría de ver cómo una camarera, era en el Hotel Capri, se puso brava conmigo cuando le pedí una Coca Cola.

Aquella bella mujer, bella en su indignación pese a su corpulencia más bien de luchadora, soltó la sonrisa que no le había abandonado en todo el día y me espetó con rabia: "¡Señor, aquí no servimos más que Tropicola!", en ese tono que tienen los cubanos, y no digamos ellas, cuando quieren ponerte en tu sitio, de donde no debiste moverte. La Tropicola no estaba tan mala, debo reconocerlo. Pero lo que me gustó, a mí que buscaba desesperadamente autenticidad cubana, fue el gesto valiente hacia un cliente extranjero, porque comprobé que subsistía un espíritu de resistencia en aquella ciudad donde se carecía de muchas cosas salvo de puros y ron.

Creo que aquella mañana-mediodía, Jack Lemmon y su familia desayunaban unas mesas más allá de donde yo recibía la lección. Me puse tan rojo de vergüenza, no por el sabor de la pobre Tropicola, que no me atreví a mirarlos. Había tanto provocador suelto por las calles…

Ahora, en 2018, lo que no hay es Tropicola, por lo menos la que a mí me sirvieron. Y como entretanto el Capri cerró para reformarse, ya no sé…

Me da vergüenza contar esta anécdota, lo que no me ha impedido hacerlo doscientas veces, porque me acordé de todos los relatos de amigos cubanos, entonces tenía algunos, diluidos o no en cine, sobre la recogida del café, una labor muy difícil en la que participaban hasta infantes de 15 años. De las terribles zafras, por ejemplo, a las que no se iba cantando.

Era entonces cuando se decía que el maldito dólar había dividido Cuba en dos, los que poseían esa moneda y los que tenían que contentarse, pocos seguramente, con arreglarse con pesos, ni siquiera convertibles. Eso ya es otro cuento.

La picaresca, que siempre existió en Cuba, incluso cuando los españoles se hacían los señoritos, se agudizó porque una parte de la población tenía que comer con sus escasas cartillas de racionamiento y sueldos ridículos, que al parecer no han cambiado demasiado.

Las propinas de los turistas, que entonces no eran los cientos de miles que hoy son, ni llegaban en espantosos pero enormes trasatlánticos ni en tantos aviones de compañías norteamericanas o no que ya ni se conocen, eran esenciales para una parte de la población.

Se decía que la prostitución se había agudizado –entonces no se hablaba más que de las jineteras que daban un caché a esta práctica que hoy se va perdiendo, Porque, curiosamente, desde que Cuba y Estados Unidos firmaron la paz, los anuncios, cortometrajes y todo tipo de documentales sobre la prostitución que circulan por Internet en el mundo entero, ya no hablan de jineteras, que en mi inmadurez siempre comparé a las geishas de tantas películas. Se habla crudamente de prostitutas. Hasta entran ganas de preguntarse si algún listo de los que se han apuntado a las ventajas de la "nueva Cuba" no tendrán cualquier día la idea de organizar viajes teniendo como única temática la frecuentación de cubanas y la ingesta de alcohol. La verdad es que no sé si esta práctica no estará ya en vigor con otro nombre, por ejemplo "circuito cultural, gastronómico y de conocimiento de los indígenas". Cosas más cínicas se han visto. En España han existido hasta hace poco vuelos directos desde Inglaterra tomados exclusivamente por jovencitos británicos de los dos sexos que por una suma módica podían pasar unos días en una playa española en la que le garantizaban bebida al por mayor, en cubos de plástico si lo preferían, incluido en el precio del billete. Cuando se sabe lo que cuesta el alcohol en Gran Bretaña… El sexo estaba sobreentendido e incluso imbecilidades como la de saltar desde el tercer, cuarto o quinto piso del hotel a la piscina. Hubo muertos y machucados, pero tan borrachos que es dudoso que se diesen cuenta de que quizá quedaría en un sillón de ruedas para toda la vida.

En nuestra mentalidad de europeos con problemas que nunca son insolubles, problemillas de niños ricos y consentidos nunca comprenderemos que una periodista cubana que ocupa en La Habana un puesto importante esté todo el día con su isla en la boca. Mujer cultísima, excelente pluma y mejor amiga, lleva dentro el demonio del patriotismo que incluso en la descreída Europa forjó heroínas. Tiene madera de líder pero ella, que siempre ha sido fidelista, fidelista y nada más, sin desviaciones más o menos comestibles, se sonríe. Creo que para ella la lucha no se ha acabado ni mucho menos. Cada vez que la veo, cada vez que la oigo, cada vez que la leo, me la imagino con el fusil en la mano. Y mi confianza en los demás aumenta.

Ni yo he podido ser más expresivo, más virulento que ella, cuando creí que Cuba sería la solución para mis mil miedos y diez mil angustias.

Todavía no éramos amigos de verdad, de los que son capaces de pelearse por imponerse, cuando en un librito mío, creo que fue "Cuba, Revolución y dólares", lo cito de memoria, apareció María, un personaje casi real. Porque la mujer siempre ha tenido en Cuba mucho protagonismo.

"Maria, una cubana de ojos verdes profundos y morena, hija de un francés de los que habían venido a cortar caña en el entusiasmo de los tiempos gloriosos y de una mulata de Matanzas que le había ayudado a reponerse liquidando muchas botellas de ron. Del padre nada más sabía desde que, encorajinado por lo que consideró una traición de la

Revolución – la devota y unilateral alianza con el comunismo ateo — había decidido regresar a Europa. A la muchacha los recuerdos le fastidiaban y solía decir que cada día trae su buena tanda de vivencias como para no necesitar refugiarse en el desván de los desvaríos de tiempos pasados que siempre fueron mejores, al menos en esa imaginación nuestra enfermiza y llena de barro.

Aunque no era nada castrista y criticaba de vez en cuando los "logros marxistas" de una Revolución que en aquellos momentos había convertido cualquier producto alimenticio

en una pesadilla para sus compatriotas, reconocía que gracias a esa misma Revolución había llegado a doctorarse en Medicina, actividad de la que se beneficiaban sobre todo sus amigos, a los que atendía como una Madre Teresa cualquiera. Por lo demás, cumplía su "cuota de patriotismo" como decía burlonamente en un dispensario donde tenía una consulta de pediatría.

Jean-Louis sintió la presencia de María. De reojo, como siempre, la miró mientras ella aparcaba el largo automóvil con una cómica precaución. Sus ojos centelleaban de cachondeo en la noche un poco negra pero bastaba con un vistazo para

percatarse de que no era lo único bonito que Dios le había dado. Tenía cara de una virgen del Renacimiento italiano y cuando la vista se perdía más allá de sus pechos repletos y orgullosos de sus veintisiete años daba paso a un cuerpo tan espectacular como el Cadillac que Jean-Louis le dejaba conducir de vez en cuando".

Estas eran mis ilusiones, un tanto de novelita rosa Corín Tellado. Pero era sincero. Infinitamente más que hoy con la realidad a cuestas.

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