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Colaboración: Palestinos como cubanos

por © NOTICINE.com
Una víctima de los disparos israelíes (AP)
Por Sergio Berrocal    

Enfrentamiento bestial el que hubo en plena Semana Santa en Israel entre fuerzas del poderoso ejército hebreo y palestinos que, por no se sabe qué aberrante romanticismo, ¿sabrán lo que es eso?, siguen combatiendo a los tiros con pedradas. Un montón de muertos y heridos. Qué más da cuántos, todo sube y todo baja.

Desde que el insigne Donald Trump, padre de todas las pendejadas que en el mundo son, tuvo la ingeniosa idea de decir que plantará su embajada de los Estados Unidos en Jerusalén, la Tierra Santa de las tres religiones monoteístas, el cotorro se ha agitado cada vez más, como si hiciera falta echarle más ramas de olivo al fuego.

Separados de Israel por un muro que le haría relamerse de gusto al Presidente de los Estados Unidos, los palestinos levantan la cabeza de vez en cuando para protestar por este encerramiento, este bloqueo infame que si le ocurriera a los israelíes se le llamaría en los foros internacionales odioso racismo y no sé cuántas cosas más. Pero los que los sufren llevan medio siglo de bloqueo, más o menos como Cuba, y nada cambia. Cada día construcciones israelíes merman sus tierras, cada vez están más encerrados en sus territorios, cada vez más Gaza es la ciudad a la que nadie quiere ir ni con receta médica.

Qué más da todo esto. Son crisis, salpullidos que se justifican por la primavera ardorosa que estamos teniendo y que desaparecerán, se callarán, los callarán, cuando el tiempo mejore. Tiempo de callar y tiempo de callarse. Nada de vino y rosas, no ha lugar. Cómo deberíamos ser todos palestinos, por simbólico que fuera. Pero estamos acobardados con nuestras pequeñas cosas, que si el colegio del niño, que si la universidad del mayor, ¿podremos pagarle la matrícula? ¿conseguirá una beca?, que si el tomate ha aumentado que es una pena.

En Jerusalén, como siempre bajo alta vigilancia de las fuerzas del orden, ¿por qué no llamarlas tropas de todos los desórdenes?, se ha celebrado Semana Santa. Vista por televisión parecía una mala película o una pésima representación teatral. Imagino que hace ya tiempo que Jesús vivirá en algún pueblo lejos de la guerra de guerrillas.

Mientras enterraban a Jesús en la simbología de las procesiones en España, imaginé desde mi terraza hasta donde me llegaba el zumbido de los tambores y el triste chillido de las trompetas. Imaginé que me llevaba a una de estas procesiones y que en el próximo rifirrafe de muertos y heridos en Israel haríamos pasar la procesión del Santo Sepulcro, la más solemne, entre los combatientes. Y todos se pondrían firmes, con una lagrimita en cualquier ojo.

Se desvaría casi siempre cuando el reloj no ha plantado todavía sus dardos en las 07 am, hora local de mi isla africana, donde las calles empiezan a enjaranarse para echarse a la vida.

Y decir que podría ser que el amarillo Van Gogh, ese amarillo mágico que el pintor holandés inventó y plantó en sus cuadros más bellos, de esa belleza que da la locura, solo la locura, la que empieza por el cerebro y termina por el paladar, fuese contagiosa. Bendito contagio.

Gente que sabe de cosas dicen que ese amarillo podría no ser natural, que quizá no fue solamente una genialidad si Van Gogh embadurnó sus más bellas telas hasta dejarlo como su marca, la inolvidable, la que nadie puede olvidar. Dicen que podría ser que el color chillón pero al mismo tiempo muerto de pánico y de terror de sus cuadros hubiese sido producido por el absinthe, esa bebida fuerte y locuela que en sus tiempos toda la gente de calle nocturna bebía con fruición y que fue responsable de más de una locura, de más de un delirium tremens permanente que a veces uno quisiera tener para escapar a la gris realidad de todos los días, de todas las mañanas y hasta de todas las noches. Teñir el mundo de amarillo Van Gogh, aunque fuese a costa de barriles de absento que nos llenaran todo el cuerpo, desde los intestinos hasta el último átomo sano de la cabeza. Qué gusto, mon Dieu.

Agregan los especialistas que la demencia que padecía a ratos el pintor también pudo ayudar para que esos ramalazos de amarillo inundasen el mundo y nos sigan haciendo felices el tiempo de una mirada, la eternidad de media hora pasado junto a un cuadro suyo en ese museo tan coqueto que tiene, a menos que se lo hayan llevado los ladrones, en Amsterdam.

Qué bien le pega Van Gogh a Amsterdam o qué requetebién le pega Amsterdam a Van Gogh. También es verdad que esa ciudad de los asquerosos canales en pleno verano, deliciosos fuera del calor, parecen campos elíseos plantados allí para que la gente, el turista tonto que busca la mijita de droga o el pelotazo de prostituta, rinda homenaje con cada uno de sus pasos, por chiquitos que sean, al pintor que dio color a la triste vida. A nuestras vidas de mierda.

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