Colaboración: Cannes sin austeridad cubana

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Mujeres elegantes... y reivindicativas, en Cannes
Por Sergio Berrocal    

Pena, penita, pena da ver que el principal festival de cine del mundo se ha convertido en una pasarela a donde el pueblo acude, ya sea en directo en Cannes o por la televisión, a ver desfilar modelitos más o menos acertados. Es como si en plena revolución de las mujeres liberadas, y con mucha razón, del yugo machista, allá en la quema de Hollywood, donde se colgaron a unos cuantos para dar un ejemplo, algunas se hubiesen echado atrás y quisieran volver a exhibir su belleza más que su intelecto.

El fantasma de Marilyn Monroe vuela sobre el nido de cuco que es el festival y redoblan los tambores cuando los más bellos modistos presentan sus creaciones, a veces monótonas, a veces arriesgadas o simplemente de buen gusto, usando los cuerpos de las actrices que tienen algo que hacer en Cannes.

Entonces te preguntas si no estarán dando marcha atrás o si algunas féminas no se habrán cansado de vestirse de negro, de hacerle ascos a la belleza que llevan en sus cuerpos y sienten ganas de seguir siendo solamente mujeres.

En los años que pasé encerrado en el bunker del Palacio de Festivales de Cannes -en el sótano estábamos los periodistas más acreditados, los demás tenían que buscarse la vida fuera-, nunca pude ver la llegada a la alfombra de las beldades que siempre ha sabido reunir Cannes. Las veíamos en foto, las comentábamos en fotos y poco más. Porque cuando teníamos acceso a las guapas estrellas iban de traje de faena y solo podíamos admirar los ojos, el cabello, todo de medio cuerpo para arriba. Un Fotomatón. Totalmente acorde, por lo demás, con las normas de la más estricta moralidad.

Ahora me han echado a una playa medio africana donde no hay pasarela ni perrito guasón que te baile por bulerías. Y veo las llegadas por televisión como todo el mundo. Y lo disfruto y me doy cuenta de que durante años fui un prisionero de Zenda, un Conde de Montecristo antes de que hubiese descubierto el tesoro del abate Faria en una isla casi napoleónica.

Porque no vayan ustedes a creerse que las mocitas y menos mocitas que pasean sus galas carísimas de la muerte por la alfombra roja se van luego a tomar copas al bar de enfrente, o al italiano de la esquina vestiditas con los modelitos prestados por los modistas a la moda. Qué va. Con mucha suerte, te las encuentras, si no se han encerrado ya en sus cuartos de hotel con guarda pretoriana, con vaqueros y poco más. Y a algunas las he visto sin maquillaje, con lo cual estaban medio irreconocible.

Soy de los retrasados mentales que piensan que un festival de cine es algo muy serio, hecho para garantizar buenas películas, como para que me pueda parecer bien que parte de su recorrido se vaya en presentar modelitos, sonreír más o menos estúpidamente, y luego soltar algunas patadas a las preguntas del periodista que se ponga a tiro. Claro, que esos actores y actrices que creen que porque estén en Cannes ya les van a dar la Palma de Oro, no se dan cuenta de que los reporteros que les asedian a distancia y les preguntan es porque tienen que justificar el escaso sueldo que les dan. Si fuera por ellos, se irían a la playa, al ladito del Palacio, y las grandes mentes del cine que han masticado durante dos o tres meses las frases con las que van a deslumbrar a la prensa mundial se quedarían muy solos en las salas de conferencias de prensa.

Pero el cine es espectáculo y siempre hay algún periodista con poca graduación y que cree que un día tendrá la acreditación máxima, la VIP, para decir babosadas que alegran la inteligencia corta casi siempre de actores, productores y otros subproductos cinematográficos.

En todos esos años de festival solo fui testigo de un auténtico y apasionante momento de verdad entre una actriz, deliciosa ella, y un periodista, encantador él. Formaba parte de nuestro equipo y al repartirnos el trabajo del día le tocó buscar a Zelda, llamémosla así, una actriz que había vivido un espantoso idilio con su director en el rodaje de una película que ya antes de salir causaba mucha curiosidad. Se decía que había sido un rodaje infernal.

Nuestro guapo, que no se apeaba del blazer ni para comer los deliciosos y pringosos espaguetis que nos preparaban en el bar de enfrente –Cannes, sepan ustedes, es la capital de la pasta, donde mejor cocina italiana se puede comer—encontró a Zelda en un rincón playero, muy seria y compungida. Pero como nuestro hombre era un tipo elegante le dejó acercarse. Se sentaron y empezaron a hablar. Rápida conversación porque cuando el reportero puso un dedo en la llaga Zelda se envolvió en un descomunal llanto que acabó con algo así como una lipotimia que necesitó asistencia médica.

Nuestro hombre en la arena regreso al subsuelo del palacio con el rostro demudado. Estaba a punto de llorar. Pero había conseguido una bonita historia y Zelda a su vez resultó gratificada con un artículo que toda la prensa publicó al día siguiente y un enorme ramo de flores que le secaron las lágrimas y los jipíos.

Tuve que asistir al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana para darme cuenta de que se podía ver el mejor cine, a los mejores actores, mantener conversaciones interesantes sobre cine sin tener que soportar grandes escotes de modista de París ni grandes exhibiciones de carnes y ni siquiera pisar la repetitiva alfombra roja.

Advierto que de esto hace más de treinta años. Y que en Cuba algunas cosas cambian rápido.

Cuando Estados Unidos firmó la paz con Cuba con la visita del presidente Barack Obama a La Habana, en marzo de 2016, lo cual ya era asombroso, aparecieron poco después por el elegante Paseo del Prado (otra sorpresa) una troupe de chicas de Chanel vestidas primorosamente, que pusieron los dientes largos a las cubanas, acostumbradas y resignadas a la sobriedad de la austeridad.

Poco a poco, la capital cubana se enriquece con un hotel de lujo de Golfo Pérsico, proyectos de edificios de película… Cosas de cine, claro. Y cualquier día la alfombra se extenderá para acoger a esos turistas norteamericanos que acuden para ver de cerca la Cuba comunista con la que tanto susto sus padres les metieron en el cuerpo. Vivir para ver.

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