Colaboración: El penúltimo mojito

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Por Sergio Berrocal    

Rosa se había puesto de cuclillas para hablarle. Él seguía sentado en su silla blanca y ella se agarró a sus rodillas para no caerse. La seda de las medias chirriaban como una llamada y los focos de la fiesta entraban hasta lo más profundo de la falda amplia de seda salvaje negra que envolvían sus nalgas.

- Juan acaba de marcharse en el último autobús. Había empezado a beber antes de hora.

En un seto del fondo del campo de golf, Rosa había escondido una enorme jarra de mojitos envueltos en millones de cubos de hielo.

Se sentaron en el césped. Rosa se sacudió la melena negra azabache y se puso de rodillas como para rezar. Cuando él se lo dijo, ella contestó que era lo mismo preparar un mojito que “no empalagase el alma”.

- Tu y yo deberíamos estar juntos.

- Quizá, pro ya sabes que yo no estoy enamorada más que de tu escritura. Cuando leo algo tuyo podría hacer cualquier locura. Pero luego se me pasa.

No les dio tiempo a terminar el primer mojito. Ella se reclinó para atrás, dulcemente, como si fuese a dormirse. El la siguió entre sus faldas. Ni se había quitado las medias, que tenía cogidas por un ligero.

Cuando salieron del fin del mundo, alcanzaron a escuchar las últimas estrofas de una canción de Manzanero que tocaba la orquesta, muy lejos.

- Yo viví otra vida antes de esta noche, que quizá sea el comienzo de otra más. Fue en una isla que entonces estaba muy lejos por los prejuicios y los miedos. Llegué para hacer un reportaje y dos días antes de mi regreso, conocí en una fiesta que quizá fue esta misma, a una mujer que andaba repartiendo mojitos con una impresionante sonrisa. Le acepté uno, luego otro y al tercero nos sentamos, como ahora tú y yo, y hablamos. Al rato entendí que mi vida estaba allí en aquella isla comunista en medio del Mar Caribe.

- ¿Era una cubana?

- En realidad descendía de una familia alemana que se había instalado en la isla cuando empezó la Revolución de Fidel Castro. Ella se crió allí.

Elsa, así se llamaba, había llegado a Cuba recién nacida, cuando sus padres, europeos convencidos antes de la fecha y antinazis furibundos habían respondido presentes a la necesidad que había en Cuba de brazos para la zafra. Los cronistas de la época dicen que la mayoría de todos aquellos románticos voluntarios no cortaron nada en comparación con lo que bebieron. Pero algunos, como los padres de Elsa, de adorables ojos mar, se habían afincado en Cuba. Después de estudiar en una universidad cubana, Elsa se decidió por la moda y abrió la primera escuela de maniquís de la isla, con lo cual los primeros desfiles de modas todavía en tiempos difíciles fueron los suyos.

Habla Elsa: A Luis, el periodista francés enviado especial y no sé cuántas cosas más, le conocí en una fiesta y en seguida nos enamoramos como locos. Pasó más tiempo en mi cama que redactando sus crónicas.

- ¿Era bella?

- Tan bella como cualquier mujer enamorada, como tú. Por primera vez entendí que mi sitio estaba allí aunque me aterrorizaban las dificultades que la gente tenía que vencer para cualquier cosa, desde encontrar algo de comer que no estuviese en la libreta a conseguir clavos para una estantería. Pero estaba tan enamorado. Bueno, es lo que creía.

- ¿Y no te quedaste?

- Me hubiese quedado. La noche anterior –ella había jurado que se vendría primero conmigo a París y luego regresaríamos para siempre— no estaba en la despedida que unos amigos me habían organizado en una azotea de La Habana. Pero me mandó un mensaje. Tenía un problema familiar pero nos encontraríamos en el aeropuerto.

- Cuando llegué al viejo aeropuerto José Martí, me encontré solo. Llegó la hora del embarque y ella no apareció. Cuando despegó el avión de Cubana de Aviación, una azafata se me acercó con una sonrisa que le partía la cara de bonita: Ya hemos despegado. Permítame que le ofrezca su último mojito cubano… Y los que luego quiera, porque el camino es largo.

La muchacha tenía ese encanto que no tienen más que las cubanas, exceptuando los ojos verdes de las matanceras, pero eso era otro cantar.

Durante el regreso a París, Luis estaba decidido a no volver a Cuba ni en un jet presidencial después del plantón de Elsa. Durante su vuelta, había consumido todo el material apto para fabricar mojito que había a bordo con la complicidad de la jefa de las azafatas, morena esplendorosa, que no hizo el menor caso al resto del pasaje durante todo el vuelo.

Bajó del avión con las precipitaciones innecesarias que siempre tienen los pasajeros en los aeropuertos. Habían llegado a Charles de Gaulle, aeropuerto que odiaba con toda su alma.

Cuando hubo atravesado la aduana sin que nadie le señalase como posible mula –es cierto que el muchacho era demasiado elegante para eso—se dio de bruces con un ramo de rosas rojas de Baccara, sus preferidas. Y detrás, el rostro sonriente de Elsa. La besó como si de aquel beso dependiese la supervivencia de siete generaciones futuras.

Salieron mareados y llegaron al bar. En la barra había un barman sonriente, especie muy rara en Francia, que les puso inmediatamente en la mano un mojito.

- No pude decirte adiós en La Habana pero ahora te doy la bienvenida en París. Brindo por ti, por nuestros hijos…

- ¿Cómo?

- Estoy en pleno embarazo tuyo. Eres infame.

Le tendió un mojito fresco y de mil perfumes.

- Brindemos por el penúltimo mojito que vamos a vivir juntos.

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