Colaboración: Cuba en una mijita de ron

por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal    

Me pregunto qué habrá quedado de la película que me rodé a la chita callando en los años de la Cuba de gritos revolucionarios y discursos de Fidel Castro.
Ya imaginan que mi rodaje fue muy íntimo. Ni siquiera usé una cámara de aficionado. Mis ojos fueron los que filmaron desde que en 1985 conocí la Cuba de Fidel Castro, eso sí, dando un rodeo por Canadá, obligación del embargo norteamericano.

Ahora me cuentan que Cuba hoy día es como si llovieran aviones de compañías norteamericanas, las del que fue el Imperio, tan detestado durante cincuenta años, cargados a rebozar de turistas que no sé qué van a ver, porque para ver hay que saber. Pero supongo que para ellos Varadero y la catedral les bastará. Y como tienen en general un gusto pésimo para comer, pues eso, ni siquiera los más risueños frijoles les alegrarán el alma.

Lluvia de turistas por mar y aire porque a los aeroplanos hay que agregar, me dicen, me juran, me perjuran, los monstruosos paquebotes que de vez en cuando dejan toneladas de mierda de fuel en la bahía de La Habana. Es el modernismo, lo entiendo, pero qué aburrido debe de ser verse rodeado de turistas tan vulgares… Estoy convencido de que los viejos vendedores de PPG, la droga milagrosa de la farmacopea popular cubana de los años ochenta, y los que proponían en la Vieja Habana puros de lo mejorcito, bueno, eso decían ellos, echaran de menos aquella castidad turística de antaño.

Porque como no éramos montañas de visitantes, teníamos tiempo de entablar conversaciones en la calle con habaneros, muchos de los cuales se acercaban con una sonrisa y bastante intrigados por nuestra facha. Y nos enterábamos de algunas cosas, o por lo menos así lo creíamos. Simpatizábamos, porque nosotros veníamos a ver qué era esa Cuba llena de carteles del Che y de Fidel y con proclamas tan revolucionarias que nos parecía estar haciendo algo prohibido.

No entiendo muy bien cómo ni por qué los padres de los Estados Unidos de Donald Trump dejan que sus hijos, sus mujeres y sus novias viajen a esa isla del Caribe de la que ellos siempre conocieron oficialmente como un lugar de atrocidades marxistas que las autoridades de Washington y Miami atribuían a esos piratas comunistas.

Hacen tantos años, más de treinta, casi una generación, o por lo menos media y media. Cómo hemos cambiado…

Me estaba preguntando si la peliculilla que grabé durante todos esos años en mi estrecho cerebro de visitante anonadado por los niños con sus pulcros uniformes de pioneros, por la belleza de las jineteras y por la amabilidad de todo el mundo, servirá para algo, aunque quizá para un antropólogo y pare usted de contar.

No sé si los cubanos creen que todo va como siempre, si se han dado cuenta realmente de que el personaje Fidel Castro, que no faltaba nunca en las conversaciones (“Espérate que se entere el Comandante. Él lo arreglará”), ya se fue. Uno que es muy inocente creía que el Comandante podía mandar parar.
Pero, en fin, se marchó para siempre dejando a Cuba al borde del peligro, cuando hacía poco había aparecido por La Habana, con pocas sonrisas y muchas pretensiones, la comitiva del presidente Barack Obama, al que, por cierto, habían concedido un Premio Nobel de la Paz por cerrar el penal de Guantánamo que todavía sigue abierto. Me dicen que nunca se le ocurrió devolver el premio o hacerse el harakiri por incumplimiento de palabra. Pero es cierto que el hombre no es japonés y menos samurái.

Todavía recuerdo el último comentario de Fidel refiriéndose a la visita del presidente norteamericano, un tanto despectivo, o al menos así me lo pareció a mí.

Me estrené en La Habana un primero de diciembre de la primera vez. Llegué como bebedor convencido de güisqui y regresé a París como bebedor de ron cubano, que ni jamaicano ni el que fabrican en las Antillas francesas, o en otros lugares de América Latina

Me habían contado como una leyenda de filibusteros mentirosos, que en un momento dado muchos jóvenes europeos, tipo hipis con la guitarra a cuestas, habían acudido a Cuba en los primeros años “para ayudar a la Revolución cortando caña de azúcar”.

Tuve ocasión de conversar con algunos de ellos, en los que no quedaba recuerdo de la dura faena de la zafra pero que ponían los ojos en blanco y entraban en trance cuando me revelaban su descubrimiento del ron cubano con mucho hielo y si posible en grandes vasos. Aunque sospecho que más de uno lo bebía directamente de la botella. Es, desde luego, más higiénico.

La bebida, la conexión geométrica y social que se establece a través de ella es fundamental para entender a un país. Cualquier nación tiene un orgullo vinícola que defiende a capa y bandera.

Finalmente, mis universidades roneras las hice en el despacho del Presidente de Prensa Latina, en una suite muy discreta del Hotel Nacional y en el Palacio Presidencial.

El Presidente de PL de aquel entonces tuvo la gentileza de acogerme en un despacho que yo siempre he asociado con una pequeña capilla y no me pregunten más. No era por su carácter excesivamente religioso sino más bien por la impresión de recogimiento que se tenía en aquel lugar. Mi amiga de siempre, cubana, periodista y excesivamente inteligente, demasiado para aquel pobre extranjero, lo recordará. Allí cayeron los dos primeros rones a la cubana de mi vida y fue una iniciación inolvidable.

Años después creo que me concedieron un doctorado honoris causa ronero en una fiesta que no muy lejos de Cuba tenía como protagonistas a dos Presidentes, Fidel Castro, y Alfredo Guevara, gran patrón del cine cubano.

Luego, hacia 1993, el mismo Guevara me acogía en su suite del Hotel Nacional donde el ron me fue servido como si se tratase de diplomarme como catador.

Y finalmente, aquel mismo mes de diciembre de aquel año, tras el triunfo de la película “Fresa y chocolate” en el Palacio de la Revolución se ofreció la tradicional recepción para los participantes del Festival del Cine Latinoamericano. Nos bañamos al menos interiormente en Havana Club (¿por qué diablos esa uve?).

He tenido que volver al güisqui porque en Europa es imposible beber ese ron de Cuba. Unos dirán que es el particular clima de La Habana pero yo creo que lo que lo hace único es el hielo a cachos, probablemente producido por algún arte de magia en el Malecón.

Pero seguro que ahora, con los nuevos tiempos post-Obama, ya no sabe igual ni siquiera en La bodeguita del medio. Lo mismo han reemplazado el cacho de hielo (nieve oí decir algunas vez) por elegantes cubitos de hielo muy bien cortaditos. Espantoso.

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