Colaboración: La Habana, con visa y casi a lo loco

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Crucero entrando en el puerto havanero
Por Sergio Berrocal   

"La Habana fue nombrado el mejor destino y puerto de crucero en el Caribe occidental y la Riviera Maya…" (Juventud Rebelde). Hace ya años, en pleno fidelismo o quizá fuese castrismo simplemente, unos jueces de París, enamorados como yo hasta las trancas de La Habana decretaban que el nombre de esta ciudad no podría ser utilizado a la ligera, que era algo especial.

Todo porque unos publicitarios, creo recordar, habían usurpado ese nombre para bajos menesteres de propaganda imbécil.

Y probablemente pensaron aquellos maravillosos jueces que la capital cubana merecía protección como un lugar hecho para soñar o como cualquier objeto delicado en un mundo de mercachifles delirantes, donde los príncipes son los banqueros.

Se me cae el alma al suelo viendo que han designado a esa ciudad como "mejor destino y puerto…" Dios mío, a dónde hemos llegado. Y me temo que ya no haya jueces para revocar ese ominoso título. Y ya me imagino a esos monstruos de los mares creados por la codicia del hombre, con más pisos que un edificio de cualquier ciudad media, llegar vomitando gente, al menos lo parece, gente que casi ignora dónde está, y que más da, corriendo por el puerto con sus cámaras y no tantos maravedíes como pudieran pensar los mercaderes del templo que esperan risueños.

Antes, no hace tantos años, aunque sí una eternidad, había que ganarse el derecho de llegar a La Habana. Y en barco solo viajaban en tiempos pretéritos los García Lorca y otra gente de importancia. Los currantes recurríamos al avión. El vulgo nos apiñábamos en estrechas cabinas aéreas y pare usted de contar y hasta de cantar.

Ahora todo lo que me queda esperar es que los maravillosos vendedores de aquellas esperanzadoras pastillas de PPG sigan con su vocación y vendan muchas a los tristes visitantes de las balsas turísticas. Y entonces quizá les hagan recordar que en tiempos del PPG, Fidel subrayaba con esa voz que tanto hizo temblar a tanto maluco: "El Imperio…".

Fíjense, cabezudos del turismo, cabezudos de la vida que no viven, lo difícil que era en los años ochenta viajar como enviado especial cinematográfico a ese destino, pese a tener un visado expedido por la autoridad competente y con la invitación correspondiente sellada y rubricada.

A mí, andábamos por 1985, ¿recuerdan?, me tocó negociar mi salida de París en una minúscula agencia de viajes escondida en un rincón de la Rue du 4 Septembre, a dos pasos de la venerable Place de la Bourse. Dirigía aquel simpático chiringuito un lituano (entonces yo casi no sabía todavía que había un país llamado Lituania, que los nazis, que Stalingrado, y vaya usted a saber, porque la ignorancia es madre de todos los pecados). El hombre, tras verificar cuidadosamente no sé qué mirándome muy fijamente (como en una Misión Imposible de Tom Cruise) me entregó un pasaje para tomar Cubana de Aviación vía Gander, Canadá. Fui solo a la entrega como un conspirador porque entonces, al contrario de lo que ocurre ahora, no estaba nada bien visto hacer ese viaje a las entrañas del monstruo comunista caribeño, aunque fuese previa santificación en Gander.

Cuando en el Consulado de Cuba en París pusieron mi primer visado cubano en mi pasaporte comprendí que había atravesado una línea roja. Me dejaban viajar al país que tanta reflexión, tanta emoción y tanta esperanza provocaba en nuestros corazones de relativamente jóvenes europeos. Y eso que yo no era comunista sino más bien un antiguo miembro de las Juventudes Católicas.

Ya sé que a muchos de ustedes, me refiero a los que todavía me leen deletreando, les parece grotesco que les cuente todas estas cosas. Y estoy seguro también de que a más de un cubano puede molestarle. Que todos me perdonen. Y con todos los respetos añadiré que lo que todos ustedes piensen de mis cuentos guerreros me importa un soberano carajo.

Pero si no me creen traten de meterse en uno de esos odres flotantes que tienen la desfachatez de usurpar el título de trasatlánticos y déjenme que les desembarque en el puerto de La Habana sin que siquiera hayan sido descontaminados. Vamos, como sacos de cemento. Si sienten una emoción, cualquier emoción aunque la hayan ayudado con alguna pastillita, me llaman por favor para que ya entierre las dieciséis ilusiones que me quedan.

Pero cuando desembarquen, me lo tienen que prometer, compren un ejemplar del diario Granma. Cuando con el calor la tinta roja se les quede en las manos estoy seguro de que comprenderán que en ese país, en esa ciudad que ustedes patean impunemente, ha existido la más bella Revolución del mundo.

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