Colaboración: Y Hemingway nunca volvió a La Habana

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Ernest Hemingway
Por Sergio Berrocal  

En el desorden de los adioses que sin embargo habían sido preparados como un ballet de Roland Petit, en la brumosa mañana de un día en el que tienes la impresión de que se ha cerrado una etapa de tu vida. Que no habrá más reencuentros. Que este adiós es para siempre, sin lágrimas ni achuchones desesperados porque la vida es así de traidora y no hay más remedio que aceptarlo.


Pensó en aquellos personajes de "Hill Street Blues" con los que había vivido tantas penas, tantas alegrías, cuando París era una fiesta y que Ernest Hemingway quería decirnos que su personaje, el interpretado por Errol Flynn tal vez, a menos que fuese el de Tyrone Power, había dejado su virilidad en el frente italiano de la I Guerra Mundial.

Era en 1957 cuando “The Sun Also Rises” aparecía en las carteleras, al mismo tiempo que tú desembarcabas en París con la cabecita loca llena de ilusiones y de aprensiones, pero sobre todo de alegrías. El mundo iba a saber quién era aquel tangerino adoptivo que llegaba a la capital del mundo dispuesto a someterla, a doblegarla, como Ava Gardner se dejaba doblegar por el machito de turno.

Eran tiempos de alegrías. Todas las dificultades que ofrecía alegremente, sin maldad, la capital de Francia al recién llegado con intenciones conquistadoras, desfilaban bajo los mocasines comprados en la calurosa Tánger, que resultaban demasiado ligeros para el rudo clima de la ciudad donde, además, el Sena te los empapaba de humedad. Pero no temías nada, incluso sabiendo que en los bolsillos, en todos los bolsillos, solo llevabas francos para aguantar unos días.

Eran también tiempos de ilusiones, y tú las tenías todas. Estabas dispuesto a derrocharlas con esa sonrisa que aquella mujer bella y morena de ojos sin color, liguero de seda y piernas largas como las de Cyd Charisse, te había enseñado a ponerte en la boca, con la insolencia de los poquísimos años, de la juventud que está para reclamarlo todo, exigirlo todo, aunque los demás pensasen que no te merecías el paraíso en el que Hemingway había sido el dios adorado.

Después de la despedida espantosa, de aquella rotura de vida, trataste de leer el nuevo cuento que el norteamericano había escondido y que algún editor pesetero había descubierto.

Hablaba de París, de qué si no se puede hablar cuando has tenido la suerte de que allí te amaran, te veneraran, aunque fuese en la mañana de invierno desapacible, porque esta ciudad nunca había sido tierna con el invierno, con las manos alrededor de un tazón lleno de café fuerte, para partir todas las penas, y regado con una leche exquisita que el camarero aseguraba que había llegado aquella misma mañana de Normandía, el país donde las vacas son las más felices del mundo.

Ay, Hemingway, merecerías alguno de los llantos o quizá de las coplas triunfantes que ese ser infinito de belleza oculta por la pelambrera de una guerra civil llamado Federico García Lorca te hubiese dedicado de haberte conocido. Le gustaban los hombres hechos y derechos, y hasta chulos, como tú, aunque luego fuese el más fino poeta de la mujer, a la que se llevaba al río creyendo que era mocita.

Cuánta palabrería vana, y todo porque sabes que ese fue el último adiós. Porque el corazón o lo que te queda te asegura que nunca más volverás a pisar el pavé de París, que ya no está hecho para ti.

Eran tiempos de vinos, rosas y lágrimas. No hacía falta que Hemingway te refiriera sus medias verdades por su conquista de París, cuando al acabar la II Guerra Mundial, allá por el caluroso verano de 1944, reclutaba a unos cuantos soldados españoles que habían huido de la guerra civil española y se subían a los tanques del General Leclerc para entrar en París. Pero tú, el viejo trovador de la vida que desde Oak Park, Estado de Illinois, Estados Unidos de América, había llegado a Europa como el triunfador que eras, te adelantaste al ilustre militar francés y con tus desesperados harapientos que te cantaban por bulerías habíais llegado en un jeep hasta las puertas del Hotel Ritz, en el corazón desierto de París. Y como buen sibarita habías ordenado a tus mercenarios que te siguiesen hasta el bar, para “liberarlo” de la vergonzosa presencia de aquellos siniestros alemanes vestidos de gris calavera.

Eran tiempos tuyos, eran tiempos del Hemingway, que con sus 46 años ya llenos de gloria, de editores que pagaban en aquellos dólares que valían como lingotes de oro, y chuleaba a la autoridad militar de Francia, ese país que tanto amó. Pero también él, el poderoso, el mago de las palabras, tuvo su exilio parisiense. Un día París no le quiso más, como a ti, y entonces te fuiste a Cuba, como tú, para perderte y que no te encontraran más.

Nadie sabía, ni los que la amaron con la desesperación que solo conoce la pasión, que París podía ser arisca, porque París es una hembra, aunque a ti te parece enrevesada porque dices que arroja lejos a sus amantes cuando ya se ha satisfecho de ellos, como aquella reina del reino de Alejandro Dumas que durante el día mandaba a sus criados en busca de los más bellos muchachos de París y a la mañana siguiente, después de una noche larga de disfrute cuyos quejidos subían al cielo de París, la bella reina, la más bella mujer que nunca el paraíso parió, los mandaba decapitar y arrojarlos llenos de lujuriosas marcas al Sena. Nadie más que ella los disfrutaría. Ella los había desvirgado y ahora los enterraba.

Ay, Hemingway que te fuiste muy pronto y nos dejaste perdidos en la mediocridad infinita de un mundo que apenas te conoce, porque la ignorancia es el mayor de los pecados.

Tú quizá vuelvas a París, pero ya nadie te reconocerá. Porque París es como la reina del cuento de Dumas, apasionada y cruel. Y volver a Cuba, para darte de bruces con tus compatriotas turistas que ya pueden entrar incluso para venerar a la Virgen de la Caridad del cobre, que nunca me quiso escuchar, es un poco arriesgado. Creerán que eres uno de los autores de esos malditos Vengadores o como diablos se llamen esos muñecos cinematográficos que llenan las pantallas y vacían las mentes.

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