Colaboración: De cómo Hemingway no se casó con Marilyn

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Ernest Hemingway y Marilyn Monroe
Por Sergio Berrocal    

De pronto te das cuenta de cuanta majadería ha rodeado tu vida en un momento dado, cuando creías que ya lo sabías todo y que incluso podías dar lecciones. Cuando fallecieron Ernest Hemingway y Marilyn Monroe, no se paró nada en tu vida. Corrías demasiado tratando informaciones del mundo entero en el Desk Español de la Agencia France Presse de París (AFP) y sabías que tenías que aprender las bases de un oficio peliagudo, el de la noticia mundial, donde el análisis y el calibrado eran tan importantes como la comprensión de la cosa. No había tiempo para ponerse el velo de macarena y llorar muertes y otras desgracias. Era el pan cotidiano.

Querías tragarlo todo, aprender a ser el que cargaba las columnas de los cientos de diarios y radios que confiaban en el buen hacer de la AFP para informar. Y había que matar al padre si era necesario. Probablemente fue en una de esas crisis en las que maté al que luego resultó ser el padre de todo lo que yo perseguía con la escritura. Y maté poco después a la imagen de la belleza.

Hemingway y Marilyn deberían de haber corrido por la vida emparejados. El viejo y el mar hubiesen entendido mejor las angustias de una mujer que siempre había sido solo un cuerpo y al que los hombres solo querían por ser ese cuerpo de sueño. La Marilyn leyendo, tomando notas, tratando de escribir, queriendo tener un hijo, pertenece a la época de la rebelión cuando ella se niega a seguir el consejo del titulo de una película francesa “sois belle et tais-toi” (sé bella y cállate). La mujer independiente había resucitado en el cuerpo que había cantado el estribillo más sensual al “puritano” Kennedy y había terminado por colmar la insensatez lógica de los servicios secretos.

En la segunda parte, Marilyn con gafas de lectora y lápiz que muerden sus labios, estuvo emparejada a un intelectual, es cierto, el dramaturgo Arthur Miller, quien probablemente veía en ella lo mismo que otros hombres, célebres o anónimos, habían visto, el sexo. Los ojos cegatos de la actriz se aliaban con una boca de Silvana Mangano desmelenada y el resultado es que nadie la quería por lo que pensaba.

¿Le respondió siquiera el Presidente de los Estados Unidos cuando ella se atrevió a meterse en la Casa Blanca y embutida en un vestido que dejaba su cuerpo más al desnudo que al natural cantó aquello de “Happy Birthday, Mr. President”.

Temblaba, la emperadora del cine, la mujer que había dado otro sentido a la belleza, la muchacha (murió con 36 años), probablemente por la tensión, por lo que quizá tuvo que ingerir para que no le fallara la voz ni la sonrisa que fascinó al mundo cuando las imágenes corrieron por todas las televisiones.

Pero yo estaba cociéndome en los teletipos, con tanto entusiasmo que ni siquiera caí en que aquel 2 de julio de 1961 había desaparecido un genio de la escritura. Probablemente estuviese de vacaciones en Le Touquet, una playa hacia el norte de Francia donde se puede soñar sin vergüenza porque la arena desértica lo borra siempre todo. Al año siguiente, en el calenturiento agosto, que en París siempre ha sido mes de vacaciones multitudinarias desde que el Front Populaire, aquella alianza de izquierda, instauró el derecho de los trabajadores franceses a disfrutar vacaciones. El 5 de agosto y de ese mismo 1962 amaneció Marilyn Monroe muerta en una cama inmensa y blanca, sin que nadie pudiese detectar las gotas de Chanel que la publicidad decía que se ponía en lugar de camisón. O no se dijo, que de todo hay. Algunos pretendieron que la CIA, tan generosa ella, probablemente le había ayudado a marcharse y así algunos todopoderosos, desde la Casa Blanca a Las Vegas, quedaban en paz y sin miedo. Tampoco recuerdo haberme inmutado. No quería conocerlos, no quería llorar a nadie, estaba demasiado ocupado en mirarme cuidadosamente el ombligo.

Poco después me percaté de que los hechos no se han producido hasta que un periodista los adopta. Yo no estaba entonces para adopciones, cabalgaba solo en busca del reconocimiento y era demasiado joven para que un par de muertos me alterara. Porque entonces todos mis esfuerzos habían ido en una misma dirección, que no era precisamente profundizar en la obra de Hemingway ni interesarme por lo que realmente podría haber detrás del fenómeno de la Monroe.

Creía que vivía feliz con mi reciente y humilde conquista de París, pero reconozco que en mi obsesión por llegar lejos y alto no había sitio para lamentar nada. O quizá es que había llegado hasta donde estaba habiendo lamentado más de lo que mi juventud me permitía. Ni me importaba ni me preocupaba

En este mes de cumpleaños fallidos, todos muertos, caigo en que Ernest Hemingway falleció en 1961 con solo 61 años y Marilyn Monroe un año más tarde con solo 36. Un verdadero magnicidio y sin que nadie se queje ni quiera colgar a los culpables.

¿Cómo se puede morir con apenas sesenta años cuando se tiene un talento sin parangón, cuando se ha escrito algunos de los libros más auténticos de la literatura mundial?

Dicen que se suicidó harto de vivir. Que tenía metido en la cabeza que el FBI, la maravillosa policía norteamericana que en sus tiempos fue una especie de policía moral para los célebres, le perseguía, y probablemente fuese verdad

Era un muchacho cuando cogió su extraordinario rifle y se descerrajó un tiro en la cabeza o donde quiera que fuera porque yo no estaba ni nadie estaba ni nadie lo vio. Igual que con Marilyn, que los más sensatos dicen que la suicidaron, gente buena de esa que ahora constituye la fuerza de choque oculta de un país que dirige un señor llamado Donald Trump, Donald Trump el Magnífico.

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