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Colaboración: De guardia en el Nacional, Havana

por © NOTICINE.com
Jardines del hotel Nacional
Por Sergio Berrocal    

Durante toda la noche los cascos de los caballos habían sonado en el asfalto ya por fin seco del calor por la calle que conduce al mar. Como era el Mediterráneo, pacífico por naturaleza que solo se enfadaba cuando soplaba viento de levante, nadie se percató. Desde la sombra cerrada de los apartamentos que daban al mar mil cosas ocurrían. Sueños placenteros se chocaban con otros horrorosos, la cordura de un bebé se parapetaba con la locura del 5C que noche tras noche entraba y salía de los infiernos de la inquietud.

En la arena de la ancha playa, con dunas resbaladizas para la imaginación, una pareja esperaba que las olas cautas les llegaran para sonreír con el placer de los juegos de castillos de arena que se convierten espantosas fortalezas que hay que defender para que la vida pueda seguir viviendo.

María sonreía a su amante como Deborah Kerr lo había hecho con aquel musculoso Burt Lancaster (¿o sería otro?) en "De aquí a la eternidad".

Ya hacía tiempo que la trompeta del soldado Montgomery Clift, que tampoco era Harry James, se había apagado y que las lágrimas se secaron.

Deborah, con un traje de baño que en aquellos años cuarenta resultaba decentemente indecente, que ni Esther Williams se hubiese atrevido a ponerse ni siquiera rodeada de sus sirenas a las que Xavier Cugat siempre acompañaba con sus violines mágicos que aquella tarde habían desembarcado en la piscina del Hotel Nacional, en La Habana, donde Fidel Castro seguía apareciendo de improviso con su uniforme verde olivo pero sin el habano que durante años le acompañó.

María sabía que en cuanto amaneciese tendría que correr como Cenicienta para que el cuento no se transformase en pesadilla, con una bruja mala salida de las entrañas de una Revolución que atravesaba momentos amargos, mientras la gente se preguntaba si aquella mañana habría que tomarse una cosa aguada que con mucho cachondeo los cubanos llamaban café.

En los jardines del Nacional, que todavía no habían pisado las hordas invasoras llegadas del norte en aviones regulares y trasatlánticos espantosos y con dólares para gastar en vacaciones bendecidas por el Departamento de Estado, los cuatro amigos esperaban el amanecer con una botella de ron Havana Club. Era una delicia paladearlo mientras esperaban que el sol saliese, una vez más, una mañana más con la que muchos no sabrían qué hacer.

Al Este como al Oeste reinaba la calma de los desesperados. En París, las terrazas se preparaban ya para el almuerzo en mesitas pequeñas con manteles amarillos. Amarillo Van Gogh, él que no pudo sentarse nunca en ninguna de estas terrazas como triunfador. Se había apagado allá por el sur, después de haber pintado su Casa Amarilla y de haberse encerrado en su estrechísima habitación donde soñaba con la gloria.

Porque ya fuera en los jardines habaneros, en los bulevares parisienses o en aquella playa perdida del sur profundo de Europa, todos esperaban la resurrección de la carne, el perdón de los pecados y la posibilidad de volver a vivir con más esperanzas que miedo.

Los cuatro amigos del Nacional, todos periodistas extranjeros, esperaban en La Habana que algo cambiase, como tantas veces cambiaron cuando la esperanza corría en un jeep, con una sonrisa grandiosa en una barba profunda que volaba hasta la capital desde las estribaciones de Sierra Maestra.

Veinte años después, ya con más años pero con las mismas esperanzas que da la más insensata profesión del mundo, la que consiste en contar cosas vistas pero que ya no volverás a ver, alegrías de otros y penas tuyas, seguían dándole al Havana. Estaban de guardia en un punto del globo donde los más eruditos de los grafólogos de la actualidad decían que un día, después de aquella Revolución ya apagada que había ilusionado al mundo, vendrían tiempos diferentes, sin uniformes, sin palomas que se posarían en los hombros de Fidel (¿estaban amaestrados aquellos animalitos?), habría otra esperanza que relatar.

Porque aquellos cuentistas de lo que nunca pasaba, que se dormitaban días enteros enviando a sus periódicos en Montreal, Bruselas y París noticias de un frente que ellos trataban de mantener activo con la energía que siempre da un buen ron cuando ha roto las primeras piedras de nieve en un vaso ancho y comprensivo.

Ya asomaba el sol por el Malecón y los cuatro periodistas decidieron romper la guardiaa hasta la próxima noche.

En París, Ernest Hemingway se solazaba en la terraza del Flore pensando en la cita que tenía dentro de un rato en el Hotel Ritz con Marlene Dietrich, con la que luego otros periodistas dedicados cuerpo y otras indecencias pedazos anatómicos al chisme y sus consecuencias afirmarían que había bailado. Dijeron aquellos insensatos de la vida ajena que la actriz estaba desnuda debajo de su abrigo de visón mientras se movían, bien despacito, al son de la orquesta de Benny Goodman.

Cayó la noche y los corresponsales volvieron a su observatorio en las afueras del Nacional, frotándose las manos: “De esta noche no pasa, ya verás”. Y volvieron a la cura santificadora del ron que todo lo cura cuando ya la medicina ha decretado que no hay sanación posible. Y esperaron. Y Fidel sin aparecer. El corresponsal francés alzó de pronto su vaso repleto de esperanza y deletreó en voz alta y mirando al mar de Estados Unidos, más allá del mar cubano: “…me la llevé al río creyendo que era mozuela”.   

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