Imprimir

Colaboración: Adiós, mi vida

por © NOTICINE.com
Don Víctor Nieto
Por Sergio Berrocal   

Por muchos remilgos que se quieran anteponer a los sueños que parecen realidades como puños, por mucho pero que se quiera meter en el guiso, el cine seguirá siendo un mundo tan mágico que, sólo o con un buchito de güisqui, te permite no olvidar lo que siempre deberías recordar, en color y Cinemascope.

Y aunque no soy muy de muertos, porque he enterrado a unos pocos que preferiría ver vivos, el proyector se me ha parado esta noche en el recuerdo de Víctor Nieto, creador del festival de cine de Cartagena de Indias.

Se murió con 92 doce meses y teniendo la suerte sin nombre de morir en esa ciudad, bueno, en esa nube, que debe ser como resucitar para otra vida. Porque la Cartagena de mis vivencias y de mis añoranzas posee la herrumbre de los ángeles, majestuosa, con un aire cálido y tortuosamente húmedo que embriaga el alma, que en lugar de oxidar da a las cosas la patina del deseo indefinible.

Era una inmensa habitación de un hotel que no había visto nunca ni veré nunca más,  indescriptible, con encajes antiguos desparramados por un inmenso ventanal que caía en picado en un parque adonde llegaba un mar aterciopelado en medio de bambis pintados por Walt Disney. Por deferencia especial de la dirección se me había prestado una enorme máquina negra de escribir Underwood (¿adónde ibas sin municiones, reporterillo?) que ya había tenido amoríos desenfrenados con más de mil periodistas desarmados. Cada una de sus infinitas piezas montadas por un oscuro mecánico en algún lugar de Estados Unidos, quizá el de la Depresión, o tal vez el hombre del mono no pensaba más que en terminar para besar unos labios llenos de carmín de esos supermercado baratos que inventaron los norteamericanos como atenuante al “you can” de las emociones, estaba oxidada, salvo las teclas engarzadas en trocitos de cristal transparente. Entonces, los periodistas no teníamos más remedio que saber leer y escribir y no se carcajeen. Componer una crónica aporreando las letras de aquella antigualla con preservativo era casi una proeza física y una no menos proeza intelectual.

En aquellos tiempos de máquinas de escribir con largas y finas piernas de aluminio que pegaban regularmente letras al papel blanco de grano, salvo en noche de media borrachera, cuando el reportero olvidaba una tecla para llorar con alcohol de 45 grados, era difícil rectificar y uno a veces se contentaba con una palabra mal venida con tal de no tener que volver a empezar o corregir, siempre difícil. Y hasta había que saber ortografía porque aquellas prolongaciones del pensamiento del escribiente no sabían de errores como saben ahora los ordenadores silenciosos e impersonales, como Lana Turner mecánica disfrazada de secretaria.

En la sala de espera de un médico cartaginés – ¿o sería de Pakistán?, que me aconsejó no volver a bañarme mientras estuviese allí, como si me prohibiese un cachito de paraíso –, todos los muebles estaban herrumbrosos. Quizá hasta el bisturí que me clavó en una pierna para parar una infección de piscina. El olor de la herrumbre salada por el aire del mar me vuelve de vez en cuando, como para recordarme que no todos merecemos la manzana de Eva, la del paraíso, no la Bette Davis, ni siquiera la Jeanne Moreau.

La última vez que me tropecé con Víctor Nieto fue en uno de mis primeros festivales de La Habana. Yo tenía el entendimiento absorto por el perfume jinetero del Havana Club. Nos saludamos en una recepción en el Palacio de la Revolución y nos dijimos esas cosas banales que no tienen la menor identidad en la soledad de la sonriente muchedumbre que atesta cualquier cóctel. No sé si fue antes, después o ese mismo día cuando hablamos de muertes jóvenes. Los dos sabíamos de qué iba la cosa porque todavía nos sangraban las pestañas de llorar.

Cuando me viene a la mente, ya casi le tenía metido en el laberinto de las direcciones perdidas, me acuerdo de aquella mujer transparente que me presentó nada más llegar yo a Cartagena. Me deslumbró como siempre me han deslumbrado los amores fantasiosos que intuyes terminarán como la manzana de Adán y durante por lo menos seis meses no me la pude quitar del hígado. Mucho tiempo después, como quinientas mareas más tarde, estuve a punto de cruzarme en Madrid con este amor de Casablanca.

A Víctor Nieto siempre le vi con una sonrisa en los labios. Por momentos de puro cachondeo y otras llenas de ese escepticismo tristón que transmiten ojos que han visto hasta más allá de la tierra de nadie. Como al cubano Pastor Vega, que solía pasear sus sonrisas alegres por los jardines del Hotel Nacional habanero que desembocan en el malecón. Pastor fue un gran tipo, uno de esos personajes que cuando los conoces quieres repetir. En París o en La Habana tenía siempre el humor inteligente en los labios. Tal vez el pelo rizado le procurase ese disfraz que todos buscamos cuando queremos ser mejores sin que la repelente muchedumbre de los agnósticos de la cultura nos apalee.

En una sola noche de vigilia en un patio de La Habana por donde ha pasado todo lo que de gente fina cuenta Cuba, Pastor Vega me enseñó más sobre cine cubano que todos los libros que hasta entonces había leído. Era una noche de esas que nunca olvidarás por muchas muertes que tengas, de las que conocí más de una, con un güisqui con cine en la mano, rodeado de rostros de gente inteligente y mecido por conversaciones como para poner en una lápida del adiós para siempre.

Llegado al punto final, Armando Manzanero me dice que parece que fue ayer y Bola de nieve pretende que no puede ser feliz. Tal vez esa sea la diferencia entre la vida y la muerte o la muerte y la vida. Que de todo hay en el calvario de Jesucristo.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.