Colaboración: Cuando inventé Tánger

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Pasado de cine en Tánger
Por Sergio Berrocal    

Quiero imaginarme y no puedo la cara de intriga que pondrán los 123 lectores que me leen en la taiga rusa –según estadísticas de la empresa que rige nuestras comunicaciones- cuando les hable de Tánger. Ya que en mi isla africana a mí me cuesta imaginar seriamente que Tánger es una ciudad del norte de África que un día fue internacional y que sus habitantes volábamos en alfombras mágicas inventadas en Bagdad.

No, amigos de la taiga, Tánger en realidad no existe. Es un invento mío. Fue un invento mío hace muchos años, cuando era un niño y necesitaba algo o alguien que me quisiera y que me protegiese. No es la criatura, la cosa que el mexicano Guillermo del Toro se sacó de un río de Brasil, pero casi.

Me cuentan que Tánger existió hasta 1957 más o menos, cuando se fundió geográfica y políticamente en el Reino de Marruecos.

Es curioso que todo el mundo hable de esa ciudad y que nadie la conozca. Porque Tánger fue una ilusión que se inventaron miles de españoles que se refugiaron en aquel punto de África huyendo de la Guerra Civil española (1936-1939). Y luego la magnificaron un puñado de intelectuales, españoles y de otros países, que encontraron en aquel punto del globo el lugar ideal para decir, escribir y soñar.

Porque Tánger es el sueño de la niñez de mucho de nosotros, que la conocimos cuando necesitábamos asirnos a algo agradable y acogedor.

Veo que se publican libros sobre ese punto del globo y no lo entiendo. Todo lo que se dice y se repite es que allí viviendo escritores como Paul Bowles, que  escribió su maravilloso “El cielo protector”, multimillonarias excéntricas como Barbara Hutton y un sinfín de gente sin nombre ni apellido.

Ahora me dicen que están poniendo de punta en blanco un Tánger que nosotros ya no conoceríamos, con multitud de cosas ricas y destrozonas, como hoteles, edificios, mil cosas que adora el turismo internacional.

En mis entonces no éramos turistas, éramos refugiados de algo. La mayoría huía de una doctrina política que le corroía la vida y otros de nosotros mismos. Incluso había esos paseantes de intelectuales que escribían y protagonizaban fiestas suntuosas. Pero de eso yo no sé nada.

Lo más que yo conocía era un cine, el Roxy, donde me nutría para contar películas a los lectores del semanario “Cosmópolis”, y de las playas que eran el sustento para los jovencitos reporteros que con una mijita de inglés, algo de francés y lo que cupiese de español entrevistaban a Robert Cumming, actor y productor norteamericano, Errol Flynn y su esposa Patricia Wymore, la folclórica española Estrellita Castro, el Príncipe Humberto de Saboya.

Los reporteros sólo tenían que llenarse los zapatos de arena para asegurarse reportajes y entrevistas que reflejadas en los periódicos locales, en francés o en español, les aseguraban la existencia, nada lujosa pero agradable. Era el reino de la versatilidad absoluta, de la vida fácil.

En los lugares elegantes de la medina, en Villa Harris y otros sitios de lujo asegurado oficiaban los artistas y millonarios de todo pelo que hacía tiempo se habían refugiado en aquel portaaviones del Mediterráneo, donde la vida era dulce, sin impuestos y sin las imposiciones de carácter moral o simplemente social que tenían riguroso vigor en la cercana España. Era el oasis, el refugio y hasta el escondite.

La multimillonaria Barbara Hutton decía sus misas particulares en un suntuoso (me parece que es necesario precisarlo) palacio de la medina, rodeada y protegida por el silencio de los laberintos de callejuelas estrechas y poco seguras. En el puerto, los contrabandistas de todo tipo, cigarrillos americanos, drogas, ejercían su actividad bajo el ojo vigilante de una policía que no vacilaba en convertir sus lanchas rápidas en coladores que como podían se arrastraban hasta los muelles y allí yacían con enormes agujeros en sus costados para regocijo de los paseantes domingueros.

En el cotizado Boulevard Pasteur, uno de los más grandes de la leyenda tremendista norteamericana de droga y metralleta Thompson, uno de los mayores capos de la época de Al Capone, Lucky Luciano tenía un despacho a la vista de todos con una reluciente placa en cobre donde se leía Import-Export.

A medida que avanzaba el momento de la independencia aumentaban sucesos poco en consonancia con la habitual paz. Secuestros y, tiroteos y ya no exclusivamente en las aguas tangerinas donde el bien y el mal se enfrentaban desde casi siempre por un puñado de cajetillas de tabaco. También había enfrentamientos mafiosos en tierra, como si de pronto se hubiese abierto la veda de la sinrazón.

Otra tarde, cuando caía la sombra del olvido sobre la terraza del casino judío, un griterío interrumpió el nirvana de varios de los que charlaban confiadamente. Volaron sillas, cayeron ruidosamente al suelo algunas mesas. Cuando los camareros volvieron a asomar la cabeza, los notables judíos que hasta ese momento departían con la tranquilidad del justo habían desaparecido. No se sabía exactamente cuántos eran. Nunca más se supo de ellos.

Visto desde la lejanía del infinito tiempo, Tánger aparece difuso en la memoria de muchos de los que vivieron aquellos últimos años de paraíso.

Luis tenía 16 años cuando el Rey de Marruecos decidió que el cuento había terminado, como una Sheherazade despechada a la que empezaban a fastidiarle las mil atenciones del sultán. Era de los menos afectados por el desastre del regreso de Tánger a la geografía y al pensamiento marroquí. Dos años antes había salido del Instituto con la peregrina idea de ser periodista. Y cuando comprendió que su decisión sería de las que duran toda una muerte, arregló una carpetita azul con elásticos en la que introdujo cosas que él llevaba años escribiendo, artículos sobre todo y sobre nada y cuentos.

Como sólo hablaba y escribía español se decidió por el semanario “Cosmópolis”, que tenía la redacción en uno de los más rancios edificios del Boulevard Pasteur. El diario “España”, que también se publicaba en la hasta ese momento ciudad internacional, se le antojó demasiado serio para sus pretensiones. Tambien descartó “La Dépêche de Tanger” por estar editado en francés. Y sin pensárselo más se puso el único traje que tenía, la corbata de seda amarilla que alguien debía de haberle regalado en algún cumpleaños y tomó el ascensor.

Le recibió una secretaria joven y rubia como la de las películas que luego vería en el Roxy, con enormes gafas azules que con acento británico de Gibraltar le preguntó muy sonriente qué quería.

Quería ver al director. La señora, metida en las carnes de la soltería inminente a falta de macho cabrío, sonrió buscando qué decir.

Pero el muchacho era tan ricamente inocente…

Pensó que quizá luego podría sugerirle que tomasen juntos un café.

El director era un tipo enorme con simpática calva. Debía de pesar todo lo pesable. Su corbata roja se destacaba sobre un chaleco de raya diplomática encorsetado por una americana frondosa donde nadaban las carnes sobrantes. Un pañuelo amarillo, probablemente de seda, anclado a la altura del corazón daba a la imponente humanidad una pinta de bondad sin límites.

El hombre, que hablaba español con un deje gibraltareño, cerró por unos momentos unos ojillos perdidos en un inmenso culito de bebé y en la boca de más abajo dos labios muy finos volvieron a preguntarle con mucho cariño el motivo de su visita.

— Quiero ser periodista.

El director encendió pausadamente un habano tan enorme como él y cuando el humo empezó a circular por el dilatado despacho, deteniéndose en una pila de carpetas que ocultaban casi la mesa, el gigante sonrió con sorpresa y cierta cordialidad.

A Mr. Anthony Taylor ya no le sorprendía casi nada. Había llegado a Tánger veinte años atrás, tan cargado de ilusiones como el chiquillo que tenía enfrente. Su padre, hombre de pasado un tanto turbio, había recorrido Marruecos de cabo a rabo en los años más difíciles, Guerras y conflictos habían sido sus habituales desafíos. Y los negocios su regla de vida, los legales y los menos refinados legalmente.

Junto a su padre, la madre se había quedado en Gibraltar probablemente ya con el estatuto de divorciada, el niño Anthony empezaba a conocer la vida en el Tánger de la prehistoria, cuando en los años veinte balbuceaba aún el estatuto internacional que protegería a la ciudad hasta los años cincuenta.

Cuentan que el padre era un hábil negociante y que tenía manos que lo convertían todo en oro, o casi. Nada más llegar compró por cuatro cuartos una serie de casas medio derruidas, que en seis meses convirtió en residencias de lujo a las que incluyó en un campo de golf construido en un enorme terreno que le habían cedido unos pastores hartos de que el agua y la hierba que pudieran servir a sus ovejas procediese del mar. Todavía no se había descubierto la exquisitez del cordero criado con hierbas bañadas por el mar. Desde los áticos de las nuevas construcciones de lujo y mal gusto hollywoodense se gozaba de unas vistas impresionantes sobre parte de la Gruta de Hércules. Y pronto surgió un restaurante, el más lujoso de Tánger, donde la especialidad era ese cordero de sabor de hierba marina inolvidable que el listo del gibraltareño había puesto a la moda. El tráfico de divisas le sirvió también a aquel emprendedor hombre para asegurarse un capital importante que posteriormente emplearía en la compra de un banco familiar judío, cuyos propietarios querían vender a cualquier precio para alejarse de Tánger.

Hijo único, Anthony Taylor ni siquiera tuvo que agacharse para recoger la fortuna que su padre ponía a su disposición. En los años cuarenta para los cincuenta, su banco se había transformado en el más importante de la zona norte de Marruecos. Dicen que la ocupación de la ciudad internacional por Franco ayudó mucho a los dos hombres para asentar su influencia y que cuando volvió a imperar el estatuto internacional, hacia 1945, los grandes ejes de la actividad económica de la región estaban ampliamente dominadas por el padre.

Más de letras que de ciencias, Taylor Jr. importó maquinaria alemana de imprenta y montó la infraestructura esencial que permitía funcionar a fondo a los varios periódicos que ya se editaban en la zona internacional y, de paso, poner en marcha una impresionante editorial consagrada a la fabricación de libros escolares en tres lenguas que eran importados apenas empaquetados en las modernísimas instalaciones de la imprenta Cosmópolis.

El imperio familiar cobró una notable importancia con la adquisición de las tres primeras emisoras de radio locales. No faltaba más que un periódico para cerrar el círculo y así nació el semanario “Cosmópolis”.

Con gran vista, el viejo Taylor extendió sus negocios por todas las ramas de actividad posible, ocupando posiciones preferentes tanto en el negocio de supermercados como de escuelas privadas, redes de bares algunos de los cuales no lucían precisamente por su virtud y fábricas de todo tipo.

Anthony Taylor había sentado sus inmensas posaderas en una parte de la mesa de reuniones que parecía más bien destinada a acoger a los representantes del Consejo de Seguridad de la ONU y a sus invitados. Hablaron un rato o, más bien, el muchacho dio respuesta a las preguntas que se le hacían. Finalmente le dijo que tenían una vacanteen local y que, si pasaba las pruebas que el redactor jefe le iba a plantear, podía ser suya por un período de tres meses, prorrogable si la prueba les satisfacía.

Don Luis, huido de la guerra de España, como muchos otros tangerinos a los que Franco había obligado al exilio, estaba en Tánger desde 1939. Había llegado sin soltar en ningún momento la esperanza de que aquel viaje sería corto. Que las cosas en España volverían a su cauce antes de que pasara mucho tiempo.

Don Luis había abandonado la dirección de uno de los grandes diarios de Madrid cuando las tropas nacionales estaban a punto de ajustar cuentas de una vez para siempre con los que no comulgaban con ellos. Sin pensárselo demasiado había atravesado el estrecho en compañía de su esposa, una señora de muy buen ver, y un muchachito de pocos años.

En el tiempo que trabajarían juntos, Don Luis nunca referiría a su joven aprendiz nada de lo que había sido su vida anterior. Era como si al llegar a esta parte del comienzo de África, su documentación de residente en la Zona Internacional le hubiese conferido otra vida.

Pasó el resto del día sometiéndose a las pruebas redaccionales y conociendo al personal del periódico, cuatro redactores, la secretaria que ya había saludado, un recadero y un fotógrafo marroquí, que luego se revelaría como un extraordinario tomador de imágenes.

Cuando cayó la noche, el muchacho tomó de nuevo el ascensor con la misma satisfacción que debía de tener D’Artagnan después de su primera entrevista con el Cardenal Richelieu.

Don Luis fue neto y preciso con él. “No se trata de que salgas a la calle y luego vengas a contarnos lo que has creído o imaginado ver. Tu misión consiste en mirar, indagar si es posible, enterarte por lo menos, de las características de algo que te haya llamado la atención y que creas que merece ser relatado en nuestras columnas. Mira y cuenta, mira y cuenta, sin más, sin comentarios, sin ningún añadido de tu cosecha. A lo más, cuando se trate de personas involucradas en un hecho preciso, procura interrogarlas para verificar lo que te puedan decir”.

Tánger estaba plagado de rufianes, exiliados políticos, refugiados económicos y sencillos padres de familia que lo único que pretendían es tener la fiesta en paz.

Un mundo que yo no alcanzaba a descubrir porque estaba fuera de mi órbita, de mis preocupaciones, se justificaría más tarde cuando por fin supe de la importancia que representaban aquellos tangerinos variopintos.

Pintores malditos, escritores musulmanes que veinte años después se convertirían en personajes de la literatura nacional. Había sobre todo en aquellos momentos en la ciudad Andrés Vázquez, un español, escritor homosexual de gran casta y borracho de por vida que había hallado en aquella ciudad sin prejuicios el lugar ideal para su vida.

Por supuesto que yo no le conocía ni había oído hablar nunca de él. No le conocí realmente hasta muchos años después, cuando Tánger había dejado de ser para mi un recuerdo y se transformaba en una añoranza mal vivida.

Le viví una tarde de exilio lejano, muy lejano de Tánger, al otro lado del Mediterráneo, adonde ya empezaban a llegar los pateros desesperados con el tesón y la valentía desesperada que sólo da el hambre.

Un amigo editor me había recomendado que leyese “La vida perra de Juanita Narboni”, una novela de las que se escriben una vez en la vida. Fue un descubrimiento y durante semanas no pude quitarme de la cabeza la desgracia de no haber sido lo suficientemente inteligente para conocer el Tánger que compartían a aquel Vázquez marginado pero comprendido por amigos que, afortunadamente, era gente importante.

Leí aquel libro que sólo podía compararse con  “El Quijote” siglos después, cuando el autor llevaba años fuera del mundo.

Es cierto que los intelectuales y yo, el reportero sin causa, vivíamos en dos ciudades distintas aunque en un mismo universo y probablemente oíamos los mismos gritos procedentes de los zocos, el mismo bullicio del Boulevard Pasteur y las bocanadas de charlas que se escapaban de bodegas clandestinas donde los marroquíes daban la impresión de tomar botellas de Coca-Cola, en realidad vino tinto primerizo salido de las bodegas de cualquier español.

Entonces yo ya era un reportero de tebeo, lo mismo servía para cubrir una conferencia de prensa política donde actores de la de la primera línea de los independientes del Partido Istiqlal esbozaban planes para el futuro de Tánger, que me arrodillaba en la playa delante de una estrellita de cine de paso para recoger sus confidencias. Otro de mis puntos preferidos para recoger información era el Hotel Minzah, donde todos los días aterrizaban personajes de muchas madres, desde productores de cine de Hollywood, emperrados en convertir Tánger en una importante zona de rodaje, a reyes por vocación como Emmanuel de Saboya y su recién estrenada esposa. Ambos pasearían su palmito sin que jamás accedieran al trono de Italia.

Los verdaderos magos de la vida tangerina eran ricos cosmopolitas: Paul Bowles y Jane Bowles, Jimi Hemdrix, y el gran pintor Matisse. Barbara Hutton y un montón de personajes protegidos por pasaportes de riqueza.

Cuando el día pintaba en bastos, el reportero pasaba unas horas en el cine Roxy, magnífico palacio dedicado al séptimo arte, de donde sacaba la documentación necesaria para componer su columna cinematográfica hecha a base de retazos de documentación de las productoras.

Porque durante mucho tiempo sólo entendía de las películas que le servían la emoción que transmitían, sobre todo a los más sensibles y débiles. Sin embargo, poco a poco, empecé a distinguir entre lo bueno y lo malo aunque fuese todavía muy artesanalmente. Estaba haciendo mi aprendizaje cinematográfico. El Roxy era mi cinemateca.

Hasta que un día se fue dando cuenta de que aquellas cintas que él veía únicamente para poder cubrir media página del periódico estaban cambiando su vida.

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