Colaboración: Años prodigiosos

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"Gilda"
Por Sergio Berrocal     

La de los sesenta fue una década prodigiosa, la Revolución cubana, maremotos que acabarían con el Imperio Soviético, y todo ello de una forma tan sencilla como la bofetada que Gilda, la revolucionaria del sexo tan lejos de Mayo del 68, le propinaba al mariposón de Glenn Ford.


Década de personajes que dejan impronta, como el Che Guevara, el mismo Fidel Castro, que con su uniforme verde olivo fue una figura en un tiempo de gente guapa. Como Ernest Hemingway que había corrido por todas las guerras del globo, desde la más clásica, la primera guerra mundial (1914-1918) a la matanza de Armenia, con el polvo seco que se escapaba de sus crónicas.

Hemingway se apartó muy pronto de estos diez años que marcaron al mundo como los vaqueros a las vacas con sello de fuego y cuero. El 2 de julio de 1961 ya había tirado su reverencia, había hecho mutis por el foro de un mundo en el que él había escrito todo lo que decentemente podía escribirse para que un tiempo fuese literario.

Como símbolo quizá nos dejó al pescador cubano de la playa de Cojímar que tiene que conformarse con los despojos de un pez gigantesco. Ha perdido pero es su triunfo, el que perseguía durante años, meses y días.

Así caería Europa con el Imperio Comunista que enfrentaba a las dos potencias, el Este y el Oeste en un mundo de espías creados para el cine, luego, mucho luego después vendrían los James Bond y el vermut seco ultra elegante.

Elegancia tenía poca esta década. Mientras en Cuba unos desconocidos guerrilleros, un tiempo apoyados por la opinión pública norteamericana y mirada de reojo por la Casa Blanca, sensible a todo lo que podía oler a comunismo, como si el comunismo amén de una doctrina fuese una enfermedad venérea, unos y otros ajustaban sus cuentas.

En mayo de 1968, cuando en París empezaba una revolución que no llegó a tener el reconocimiento de calidad de la erre doble, el Presidente John Fitzgerald Kennedy era asesinado (1963) en el más atroz magnicidio jamás rodado en directo por las cámaras de televisión, en una ciudad llamada Dallas, que todavía no conocíamos por ser el feudo de un tal J.R., barón del petróleo en un serial televisado de enorme caudal de éxito del que entonces dependía más que nunca nuestro mundo.

Los elegidos de la década prodigiosa éramos jóvenes periodistas que no habíamos aprendido todavía a comprender ese mundo que nos ponían en las manos para observarlo, entenderlo y hasta juzgarlo. Jóvenes que nos tuvimos que curtir en ese cruce de disparates.

¿Quién no recuerda a Jackie Kennedy, vestida del más exquisito modista de París, arrastrarse por el capot del coche hirviendo para tratar de asistir a su marido, John. F. Kennedy, la leyenda del siglo que luego construiríamos los periodistas, con mucho tacto como si no quisiera ensuciarse? Aquel sombrero primoroso. Aquel abrigo de primavera.

Empezaba el fin de una época que nosotros, los elegidos, observábamos desde la Redacción de la Agencia France Presse (AFP) en París, en el ángulo de la plaza de la Bolsa, donde mientras los inversores intentaban arruinarse el mundo, el de ellos, el que había inventado Emile Zola, y los periodistas que a la hora de comer, entre vino tinto y unos vol au vent deliciosamente cocinados en el restaurante Vaudeville.

Ya se formaba la leyenda en Brasilia, la ciudad desconocida que todo el mundo decía admirar pero que nadie vería en su salsa, con el templo de la Boa Vontade donde precisamente retratos de Kennedy, de Perón, de Evita Perón, del Che Guevara, asomaban como actores mudos de una religión por nadie inventada.

Octubre de 1967, con fondo de guerra de Vietnam, el Che, que se quiso misionero del marxismo por tierras áridas de Bolivia, era capturado, vilmente asesinado por unos militares bolivianos supervisados por la CIA.

Un tiempo después, en La Habana, un documental del argentino Fernando Birri, retrataba el dolor del padre del Che, un viejito de Rosario, que hubiese querido vengar él solo la muerte del hijo, que era su hijo, que a él poco le importaba que fuese un guerrillero, un revolucionario peligroso para el mundo que se dictaba desde Washington.

Revolución cultural en China. Luego, mucho más tarde, se descubrirían las atrocidades cometidas por Mao Tse Tung, el padre del Libro Rojo que todos tuvimos y casi ninguno leyó, también los gulags de Stalin, el monstruoso padre del pueblo soviético que asesinaba a sus hijos sin que le temblase el bigote.

Y desde la AFP en París asistimos una tarde europea al anuncio de la muerte del Che, que anunció en exclusividad mundial esta agencia que dio a luz a algunos de los más grandes periodistas, incluso a un Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, peruano de origen.

Ese era el privilegio del periodista de entonces de una agencia mundial. tener que lidiar con todos aquellos personajes y acontecimientos aunque fuese desde la distancia de los teletipos que día y noche (estábamos a años luz del correo electrónico) marcaban con su apresurado crepitar el ritmo del mundo en un papel que una mano febril cortaba la última noticia de un periodista que desde cualquier lugar del mundo, a veces los más insólitos, los menos desconocidos, Mururoa, ¿les suena aquella explosión nuclear francesa de 1995 que cambió el equilibrio del mundo?.

Aquel septiembre de 1973 cuando Salvador Allende caía en su empeño de implantar el socialismo en Chile.

Una vez más, Estados Unidos había ganado.

En Cuba seguía la Revolución.

¿Qué queda de todo aquello? Pues quizá la escena en la que Rita Haywort abofetea a su triste marido Glenn Ford, en el primer strip-tease más sofisticado de la historia del cine, que es como decir la historia del mundo.

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