José Luis Garci escribe sobre "El crack cero"

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José Luis Garci
José Luis Garci
Por José Luis Garci *    

Aunque en 2012, tras la filmación de "Holmes & Watson. Madrid Days", tomé la decisión de no volver a dirigir ni a escribir guiones y sí, en cambio, dedicarme a mis pasiones literarias, musicales, radiofónicas, peripatéticas y deportivas, de pronto, me ocurrió lo que a Bond: "Never say never again".

¿Cuál fue el motivo de mi vuelta atrás? Una larga conversación con mi querida Maite Imaz, viuda de Areta, de Alfredo Landa Areta, que así se llamaba mi amigo. Maite -que lamentablemente tampoco está ya-  me animó a cerrar la trilogía de los "Cracks". "Sé que a Alfredo le habría gustado mucho, y a mí también". Le di vueltas al asunto, sobre todo cuando, dos años después de Fredi, falleció Maite.

Muy pronto intuí que habría que cerrar la trilogía desde su inicio. Y por ahí va "El crack cero". Sabía que, tras casi cuarenta años, reconstruir —resucitar— el universo, perdón, el mundillo de Germán Areta y su gente, no iba a ser fácil, ni siquiera apoyándome en los efectos especiales, que ahora se llaman digitales. Pero no, no he querido ninguna recreación digital. He intentado ser fiel a mi forma de hacer cine: basarme en personajes, en sus diálogos, su comportamiento y su deambular por este desbarajuste que llamamos vida. Acompañarles en su territorio "B" con una planificación sencilla, a poder ser invisible, mientras investigan, se sorprenden, resultan dañados o buscan antídotos para su soledad que, me parece, también es un poco la esencia del cine negro.

En la paleta del "Noir" clásico, incluso en la del estupendo "neo-Noir" coloreado de los años 60 y 70 (que trató de sacar la cabeza sobre el cine de catástrofes, el cine independiente a lo "Easy Rider", "David y Lisa" o "Hester Street", las obras sobreactuadas de la Contracultura y los pretenciosos films de autor); en las primitivas películas noir, decía, cohabitaban el misterio y el asesinato, la oscuridad y el rencor, la traición y la amnesia, el saxo y el sexo, las lámparas de mesa, los sombreros y las gabardinas, los trajes de chaqueta con hombreras de Lauren Bacall y los jerseys de angora de Barbara Stanwyck, la fatalidad y el destino cruel, la voz en off y el flashback, las rubias y las rubias oxigenadas, las morenitas que cantan calamitosamente en cabarets de cuarta y las pelirrojas de los night clubs del centro que, en shorts y con la bandeja colgada del cuello, venden Chester, Camel y ositos de peluche; y no olvidemos las petacas de plata con bourbon de garrafa ni los besos precipitados, tan fundacionales como los detectives privados o aquellos corruptos tenientes de Homicidios que siempre vestían trajes pasados de moda, o los todavía más corrompidos políticos, jueces y fiscales del Distrito, y mil cosas más, claro, todo ello envuelto en una luz cautiva, convaleciente, como la de las Meninas.

Siempre he creído que siendo, como lo es dentro del cine, un género destacado, privilegiado, sin límites, el Noir es, sobre todo, el estado anímico, el spleen, el mood, que atesoran algunas películas bendecidas, desde La mujer del cuadro a Perdición, o desde "Gilda" a "Detour".

A pesar de que Ryan Gosling en "Drive" (una agradable sorpresa) es, en teoría, el nuevo Sam Spade, no sé, pero os juraría por Chandler que aún le falta la poética mirada de los Bogart y Mitchum, bueno, nos falta a todos, herencia quizás de una época concreta, la de las posguerras desengañadas. Películas de "atmósfera", duras y suaves a la vez —igual que sus mujeres—, como improvisaciones de jazz, de camas deshechas y espejos rotos en el pequeño cuarto de baño. Con la esperanza siempre engañándonos. Algo así eran los films noir de los buenos tiempos.

Y ahí va la pregunta. ¿Se ven hoy las cosas como se veían antes de la llegada de las cámaras digitales? La ciudad, las calles, la noche, los neones; los interiores de las comisarías y de los hoteles; los muebles, la ropa, el humo de los cigarrillos, las pistolas... ¿surgen igual que lo hacían desde las ventanillas de las Súper Parvo?

Hace años, cuando yo miraba a través de la Mitchell, de verdad que veía otro mundo. No exagero. Cualquier cineasta lo sabe. Siempre que espiabas por una BL, percibías otro lado. Se accedía a una nueva vida, se entraba en una auténtica dimensión desconocida. Hoy, en cambio, fisgonear tras una cámara digital es lo más parecido a escudriñar desde un microscopio.

Lo digital es como Zelig, un cambio continuo, una renovación constante. Filmas un plano y lo ves. Antes había que enviarlo al laboratorio, lo revelaban y te lo mostraban en una salita junto con más planos. Ver las "rushes", lo llamaban en Hollywood. "Ir a proyección", decíamos aquí. Ahora, repito, filmas el plano, lo ves y, al segundo, puedes modificarlo a tu antojo. Le quitas luz, o se la añades; haces desaparecer casas, autobuses, personas, nubes, antenas, lo que quieras, e incluyes otros edificios y otros cielos, o logras que la boca de la protagonista sea más sensual aplicándole digitalmente un rouge devastador, incluso consigues que el día se vuelva noche, y nada de "noche americana", no, no, noche noche, como la de Lorca: "Noche que noche nochera...". Lo único que no se ha podido hacer, de momento, es que los intérpretes estén bien cuando no lo están.

En el Antiguo Testamento, filmar "El crack" o "Volver a empezar", era, no sé si servirá la metáfora, parecido a mirar "Los fusilamientos del 3 de Mayo" en el Prado, pero mi sensación ahora ha sido la de curiosear en el dramático cuadro de Goya como a través de su reproducción en un buen libro de arte.

Por lo demás, la hipocresía, las estafas, la maldad y los crímenes que prevalecen en nuestra sociedad, son los mismos que había cuando Walter y Phyllis planeaban matar al señor Dietrichson en aquel apartamento californiano que olía a madreselva, y la gente —ciudadanía, la llaman estas temporadas— perdida y fracasada es idéntica a la que James Cain recogía en sus libros y Lang o Preminger en sus películas, igual de solitaria y frágil. Y es que los llamados universales cambian poco.

Lo único que tuve claro desde que comencé a aporrear mi Olympia —y le pasó lo mismo a Javier Muñoz tecleando su portátil-, es que "El crack cero" sería en blanco y negro. Hace veinte años (de todo hace ya veinte años, como decía Gil de Biedma), tuve una experiencia jubilosa con el blanco y negro en "You're the one". Aquella también fue una grisura de posguerra, como la de los "Noir Classic". En este "Crack" de ahora, el blanco y negro es igualmente el reflejo de otro tiempo especial, concretamente aquel remoto entonces de 1975, cuando todo terminaba y empezaba, y que yo recuerdo con la tonalidad de la borra y el No-Do: los periódicos, los escaparates, la televisión, la radio, el largo de las faldas, el Metro, los coches, las ilusiones, los proyectos, los bares, las librerías, el entresuelo de los cines, la ropa interior, los veranos y, claro, las personas. Creo que el color habría dotado al "primer" Crack -una "B-Noir movie"— de cierta nostalgia en rebajas, de un quiero y no puedo, y seguro que nos habría alejado del negro territorio "B", repito, que perseguíamos, aunque la verdad es que hoy — dónde hay que firmar — me conformaría con un gris marengo.

Areta es Carlos Santos, un magnífico actor dotado con la intensidad de mi inolvidable Landa: acero y plastilina, eso atesoran los dos. Si esta nueva aparición de Areta distrae, o emociona, se le deberá en gran parte a Carlos, que nos ofrece el detective que duerme poco y lo que ve no le gusta nada, con la fuerza, la técnica y la personalidad de las grandes estrellas de Hollywood. Carlos siempre parece relajado y, a la vez, como Cagney o Joe Pesci, a punto de explotar, en la misma escena, en el mismo plano.

Por supuesto que he echado de menos durante las cinco semanas y dos días de filmación a Horacio, Alfredo, Manolo Rojas, Miguel Sinde, Richard Navarrete, Gil, Lourdes, Julián Mateos..., a los que tanto debo, pero, y a Edward G. Robinson pongo por testigo, sin Luis Ángel Pérez, Javi Crespo, Roberto Fernández, Virginia y Alicia, Noelia, Sebas, Josito, Elsa Díaz, Sandra, Óscar Gómez..., no hubiera podido enhebrar una secuencia tras otra. Todos ellos se han comportado como lo que son, gentuza de la buena, y tan jóvenes, o más, a como yo lo era cuando filmé "Asignatura pendiente".

En fin, "El crack cero" es una película pequeña, sin pretensiones, en la que he intentado buscar algo de aquel "tono" que tenían los Noir "B". Cine analógico, como yo. Por ahí viene la acusación de que mis películas no son visuales, y es verdad, porque en todas se nota la huella de la Underwood. Fueron más de diez años, tap tap tap, los que pasé escribiendo guiones antes de decirle a los actores: "Tómate la acción". Pero que conste que mis "antecedentes literarios" nunca me han acomplejado. Aunque siempre se me ha podido oír comentar lo que me habría gustado acudir a aquella legendaria Escuela Oficial de Cinematografía de la calle Génova esquina Monte Esquinza, a dos pasos de Ventaiga, la no menos mítica cafetería donde Berlanga y compañía impartían sus clases en épocas de huelgas y cierres de aulas. De todas formas, a los que no somos cazadores de imágenes, tipo Godard o Lelouch, nos tranquiliza saber que los grandes momentos de la puesta en escena de Lubitsch o Wilder, de Mankiewicz o Hawks, no son decididamente visuales, sino más bien respetuosamente funcionales.

Querría, por último, destacar la totalidad del extenso reparto, porque todos los intérpretes han materializado, como buenos magos que son, los tipos imaginados en el papel, gesto a gesto, adjetivo a adjetivo. Sólo en una ocasión anterior he tenido parecida experiencia coral, en "Tiovivo c. 1950", mira por dónde otra aventura multitudinaria y de... "clima".

Por lo demás, sigo sin saber qué me gusta más: si ir al cine, hacer cine o hablar de cine. Así están las cosas. Un abrazo.

(*): Primer español en ganar un Oscar a mejor film en lengua extranjera, con "Volver a empezar", José Luis Garci ha vuelto tras "retirarse" del cine para recuperar su saga "Crack" con una precuela, que se estrena este viernes en España. A contracorriente de modas y modos, el cineasta culmina así una de las carreras más personales e irrepetibles del cine español a caballo de dos siglos.

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