Colaboración: La Habana, algo más, algo menos
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Por Sergio Berrocal
No entiendo, no me cabe en la cabeza que La Habana haya sido elegida Ciudad Maravilla por una organización que tiene la seriedad de todo lo suizo. Todos los europeos hemos tenido en algún momento un reloj suizo y más de uno nos hemos vuelto algo majaretas por el chocolate suizo. Difícil calcular si el chocolate en la bella Suiza no es en lo absoluto más oneroso que un reloj.
Reconozco que ya se me acabaron las ilusiones y que ahora me contento con el chocolate que venden las tiendas chinas, y que sólo una vez cometí la extravagancia de adquirirlo en el aeropuerto de Zurich. Aunque, eso sí, con tarjeta de crédito que siempre es menos perturbadora que un pago al contado.
No sé a qué viene esta disquisición pero sigo sin poder comprender por qué haber designado a La Habana Ciudad Maravilla.
Amé profundamente la capital cubana, tanto que la habría amado igual si hubiese sido Capital del Imperio Romano o de Transilvania.
Amé La Habana como un primer amor virginal.
La amé desde que a comienzos de diciembre de 1985 llegué por primera vez al viejo aeropuerto José Martí tras hacer la obligada parada en el aeropuerto canadiense de Gander, donde aprecié, somnoliento y asombrado, el cinematográfico ballet de coches de policía que las autoridades locales solían organizar cada vez que un aparato de Cubana de Aviación tocaba la pista.
La primera vez quedé alucinado por la sinfonía de sirenas pero se notaba que la tenían muy ensayada.
Sí lamenté, y hondamente, que en lugar del estridente sonido de las sirenas no nos hubiese rodeado el murmullo de las herraduras de los caballos de la Policía Montada de Canadá, con esas guerreras rojas que nunca se manchaban.
Uno, que por algo es cinéfilo, tenía los más bonitos recuerdos de más de una película protagonizada por esa policía mítica. Siempre me lo hicieron pasar muy bien desde el fondo del telón de cualquier cine.
Una de las primeras películas que recuerdo haber visto en mi Tánger ayer internacional y hoy marroquí es “Policía Montada del Canadá / North West Mounted Police”. Gary Cooper y Paulette Godard estaban de un guapo subido a las órdenes de Cecil B. de Mille (1940).
La verdad es que ya no recuerdo muy bien la trama, seguramente porque entonces solían acompañar las imágenes en blanco y negro con el espantoso crujir de pipas de girasol bajo dentaduras jóvenes de jóvenes espectadores.
Solían masticarlas los que no tenía más remedio que ir a gallinero –las clases sociales eran entonces implacables—y luego nos las escupían con rabia anarquista mal contenida a los que estábamos en el patio de butacas.
A estas alturas, no tengo más remedio que repetir que La Habana nunca será una Ciudad Maravilla.
Porque La Habana no es una ciudad. La Habana es un sueño, una ensoñación. La Habana fue.
Lo notabas, porque ya se sabe que la distancia es el olvido, la primera vez que llegabas.
Un sueño del que nunca, pensabas, podrías deshacerte.
Mi primera entrada en ese sueño fue con un autobús que, como todos nosotros, había conocido días mejores pero ello no le impedía galopar hacia el hotel como si hubiese estado disputando las 24 Horas de Le Mans en una pista a oscuras.
Arropado por música de Roberto Carlos llegué al Hotel Capri donde el recepcionista me miró sonriente y como si me hubiese tocado la lotería.
Al entregarme la llave me anunció bajito y en tono confidencial que mi habitación la había ocupado Frank Sinatra.
Juro que el recepcionista ignoraba que el crooner era el único hombre que he amado en mi vida.
Luego fue el descubrimiento de muchedumbres dispuestas a todo por ver una película y aunque escuchaba a algunos espectadores contarse las dificultades del desayuno (en aquellos años la situación en Cuba era algo más que difícil), tuve la seguridad de que cada uno de aquellos sonrientes espectadores era capaz de regalarme lo que tuviera a mano.
En el cine Yara entendí por primera vez lo que pasión por el cine quería decir.
Una muchacha bonita me explicó que se ponía guapa no por coquetería sino porque así lo quería José Martí. Pura religión. Pasión por otro Jesús a más de treinta grados centígrados a la sombra.
Pasaron tantas cosas en solo unos días que cuando regresé a París supe que algo había cambiado en mi manera de ver la vida.
De La Habana me había llevado un montón de bellos recuerdos y dos toneladas de nostalgia activada.
La Habana es, o era, que uno ya no sabe porque Calderón tiene cosas malditas, Capital del Sueño, un lugar donde pensabas que las utopías podían realizarse, por más que los sueños no sean, al fin y al cabo, más que sueños traidores. Y aunque casi nunca se cumplan.
Pero durante un rato, una temporada, o quizá solo unas horas, tenías Ilusión, la que quizá ya no encontrabas en tu maravilloso país del primer mundo, del otro lado del sueño.
Es cierto que quizá tendrías que haberte despertado en el aeropuerto del regreso. Y meterte en la cabeza, de una vez para siempre, que los sueños, sueños son.
Y ser como esas orquídeas blancas de la playa, que ni sufren ni son capaces de hacer sufrir.
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No entiendo, no me cabe en la cabeza que La Habana haya sido elegida Ciudad Maravilla por una organización que tiene la seriedad de todo lo suizo. Todos los europeos hemos tenido en algún momento un reloj suizo y más de uno nos hemos vuelto algo majaretas por el chocolate suizo. Difícil calcular si el chocolate en la bella Suiza no es en lo absoluto más oneroso que un reloj.
Reconozco que ya se me acabaron las ilusiones y que ahora me contento con el chocolate que venden las tiendas chinas, y que sólo una vez cometí la extravagancia de adquirirlo en el aeropuerto de Zurich. Aunque, eso sí, con tarjeta de crédito que siempre es menos perturbadora que un pago al contado.
No sé a qué viene esta disquisición pero sigo sin poder comprender por qué haber designado a La Habana Ciudad Maravilla.
Amé profundamente la capital cubana, tanto que la habría amado igual si hubiese sido Capital del Imperio Romano o de Transilvania.
Amé La Habana como un primer amor virginal.
La amé desde que a comienzos de diciembre de 1985 llegué por primera vez al viejo aeropuerto José Martí tras hacer la obligada parada en el aeropuerto canadiense de Gander, donde aprecié, somnoliento y asombrado, el cinematográfico ballet de coches de policía que las autoridades locales solían organizar cada vez que un aparato de Cubana de Aviación tocaba la pista.
La primera vez quedé alucinado por la sinfonía de sirenas pero se notaba que la tenían muy ensayada.
Sí lamenté, y hondamente, que en lugar del estridente sonido de las sirenas no nos hubiese rodeado el murmullo de las herraduras de los caballos de la Policía Montada de Canadá, con esas guerreras rojas que nunca se manchaban.
Uno, que por algo es cinéfilo, tenía los más bonitos recuerdos de más de una película protagonizada por esa policía mítica. Siempre me lo hicieron pasar muy bien desde el fondo del telón de cualquier cine.
Una de las primeras películas que recuerdo haber visto en mi Tánger ayer internacional y hoy marroquí es “Policía Montada del Canadá / North West Mounted Police”. Gary Cooper y Paulette Godard estaban de un guapo subido a las órdenes de Cecil B. de Mille (1940).
La verdad es que ya no recuerdo muy bien la trama, seguramente porque entonces solían acompañar las imágenes en blanco y negro con el espantoso crujir de pipas de girasol bajo dentaduras jóvenes de jóvenes espectadores.
Solían masticarlas los que no tenía más remedio que ir a gallinero –las clases sociales eran entonces implacables—y luego nos las escupían con rabia anarquista mal contenida a los que estábamos en el patio de butacas.
A estas alturas, no tengo más remedio que repetir que La Habana nunca será una Ciudad Maravilla.
Porque La Habana no es una ciudad. La Habana es un sueño, una ensoñación. La Habana fue.
Lo notabas, porque ya se sabe que la distancia es el olvido, la primera vez que llegabas.
Un sueño del que nunca, pensabas, podrías deshacerte.
Mi primera entrada en ese sueño fue con un autobús que, como todos nosotros, había conocido días mejores pero ello no le impedía galopar hacia el hotel como si hubiese estado disputando las 24 Horas de Le Mans en una pista a oscuras.
Arropado por música de Roberto Carlos llegué al Hotel Capri donde el recepcionista me miró sonriente y como si me hubiese tocado la lotería.
Al entregarme la llave me anunció bajito y en tono confidencial que mi habitación la había ocupado Frank Sinatra.
Juro que el recepcionista ignoraba que el crooner era el único hombre que he amado en mi vida.
Luego fue el descubrimiento de muchedumbres dispuestas a todo por ver una película y aunque escuchaba a algunos espectadores contarse las dificultades del desayuno (en aquellos años la situación en Cuba era algo más que difícil), tuve la seguridad de que cada uno de aquellos sonrientes espectadores era capaz de regalarme lo que tuviera a mano.
En el cine Yara entendí por primera vez lo que pasión por el cine quería decir.
Una muchacha bonita me explicó que se ponía guapa no por coquetería sino porque así lo quería José Martí. Pura religión. Pasión por otro Jesús a más de treinta grados centígrados a la sombra.
Pasaron tantas cosas en solo unos días que cuando regresé a París supe que algo había cambiado en mi manera de ver la vida.
De La Habana me había llevado un montón de bellos recuerdos y dos toneladas de nostalgia activada.
La Habana es, o era, que uno ya no sabe porque Calderón tiene cosas malditas, Capital del Sueño, un lugar donde pensabas que las utopías podían realizarse, por más que los sueños no sean, al fin y al cabo, más que sueños traidores. Y aunque casi nunca se cumplan.
Pero durante un rato, una temporada, o quizá solo unas horas, tenías Ilusión, la que quizá ya no encontrabas en tu maravilloso país del primer mundo, del otro lado del sueño.
Es cierto que quizá tendrías que haberte despertado en el aeropuerto del regreso. Y meterte en la cabeza, de una vez para siempre, que los sueños, sueños son.
Y ser como esas orquídeas blancas de la playa, que ni sufren ni son capaces de hacer sufrir.
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