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Colaboración: Esperanza vuelve a bailar el cha cha cha

por © NOTICINE.com
Antonio Machín
Por Sergio Berrocal    

Había aquel mambo sobre la Esperanza, con mayúscula o minúscula, que nadie parece saberlo, una mujer o una idea de felicidad. Se cantó y sobre todo se bailó y hasta crees ver al catalán prodigioso Xavier Cugat marcar el ritmo con el chihuahua de turno a cuestas. Aquella Esperanza que solo sabía bailar el cha cha cha y que te daba ánimos por Navidad, por el asomo de un año. Y que cantaba el cubano Antonio Machin.

Todos y todas hemos bailado con Esperanza, la hemos amado, nos hemos aferrado a ella porque finalmente es lo único que te dejan tener más allá de toda esperanza.

Los que nos hemos criado, mamado, con la idea de que en el cine se encontraban todas las soluciones, para la amistad, para el amor incluso, para cómo ser como los vaqueros buenos e inocentones que con un dólar te hacían millonario de ilusiones.

Los que hemos creído en las ilusiones de la película en 35mm, y hasta en la de 16 y si me apuras mucho hasta en la magia del 8mm, pensábamos que teníamos salvación. Que cuando peores fueran las cosas nunca serían definitivas. El 7º de Caballería, con uniforme azul, con la cruz roja de la Cruz Roja o con la varita mágica del Hada madrina, siempre habría una esperanza para ti, para mí, para nosotros, vosotros y así hasta recobrar el equilibrio.

Otros tiempos siempre fueron peores, proclaman los psicólogos de la escuela del quiero pero no puedo para que sus pobres pacientes, víctimas propiciatorias, dejen de agarrarse a lo único que tenían, la esperanza de lo que fue, de lo que fueron, de lo que amaron, de lo que sufrieron pero que con el tiempo encubrieron de felicidad.

Ay, Esperanza, dónde estarás Esperanza. Pero, hija, es que ya hasta has dejado de bailar el cha cha cha y ahora me dicen que andas por Miami convertida en una promotora de propiedades de éxito colosal.

Esperanza ya no baila más el acha cha cha porque ha visto que llegaba una nueva era, el año de Donald Trump, recién encumbrado a la Casa Blanca. 2017 será su año, el año de todos los peligros, como aquella película de periodistas buenos intentando informar en países alejados del mundo, por Asia o eso, allí donde el nuevo Presidente de los Estados Unidos, que no quiere gastarse más dinero en un nuevo avioncito para creerse en el cielo como en la Casa Blanca, por los siglos de los siglos amén.

Esperanza no tiene miedo. Dice que las cosas irán viento en popa. Recobraremos nuestra dignidad nacional y nos dejaremos de coches asiáticos, de ropa asiática y de comida asiática. Volveremos a comer sanas hamburguesas fabricadas en Oklahoma sin condimentos llegados de Pekín. Volveremos a la dulce vida de la mantequilla de cacahuetes de Alabama y no la traída de Singapur.

Volverán las oscuras golondrinas, volverán más oscuras que nunca.

Pero Esperanza, que ya no baila más el cha cha cha, está más que optimista. Pero si ya no hay bombas atómicas que tirar—dice la muchacha con verdadero optimismo—ni japoneses que encerrar en campos de concentración. Eso fue cuando los japoneses malos, que no son los de ahora, se empeñaron en hundir la flota norteamericana en Pearl Harbour.

Esperanza empezó a recorrer el mundo como una paloma mensajera de la paz. Christian Delacroix le prestó su magia de los colores y cuan Shirley Temple de bondad fue cantando la buena nueva, la nueva era que se anunciaba, con la orquesta sinfónica de Manaus compuesta por rusos exiliados del exilio anterior al otro exilio.

La recibieron con banderines multiestrellados y barras por el vasto mundo.

Los cubanos improvisaron un nuevo desfile de Chanel en La Habana, pero esta vez los modistas eran de la fauna local, que ya en los años ochenta, cuando Cuba era una isla a la que solo podía accederse con escala en Canadá, se hacían desfiles de moda en un local al aire libre de la calle 23.

Nunca había sido tan feliz Esperanza, ay mi Esperanza. Todo el mundo la amaba. Donald Trump la llamaba baby embajadora y ella se moría de placer como en aquella película francesa en la que Marlon Brando usaba mantequilla porque la farmacia estaba cerrada.

Cuando llegaron las Navidades de 2017, doce meses después de que el republicano Donald Trump hubiese enviado a las labores propias de su sexo a la senadora demócrata Hillary Clinton, el mundo era feliz. Una auténtica película de Tim Barton recuperada por un disidente de la Walt Disney.

Y Esperanza seguía pregonando paz, negocios y buenos alimentos.

Hasta Xavier Cugat, que había decidido morirse hacía ya un montón de años, volvió a verse por la piscina preferida de Esther William de los Estudios Paramount en Hollywood. Pero como los asiáticos se habían comido para entonces todos los chihuahuas del mundo, Cugat tuvo que apañarse con feroces pitbull que un día le tragaron el Stradivarius violín con el que quería epatar a los nórdicos rebeldes a la doctrina de paz de Washington D.C.

Una noche, la Fox dio la noticia. Esperanza había desaparecido. Había abandonado el avión presidencial. Hasta que se supo que había aterrizado en Corea del Norte, donde el dictador de turno, un sobrino nieto segundo del anterior, le pidió matrimonio. Y entonces, desde aquel entonces, desde aquella marcha nupcial tocada por doscientas violinistas núbiles de las canteras del Amo, el himno nacional cambió. Y todos los coreanos lo contaron con la desesperación que solo da la esperanza.

La radio nacional de Pyonyang no sabía más que decir:

"Esperanza, Esperanza, sólo sabes bailar cha cha cha".

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