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Crítica: "Madres paralelas", un abrazo para contener las lágrimas

por © NOTICINE.com
Penélope Cruz, en "Madres paralelas"
Penélope Cruz, en "Madres paralelas"
Por Eva Ramos   

Su título ya nos persigue desde "Los abrazos rotos", en ese guion que asomó de las manos del ciego Harry Caine. Pensamos en historias paralelas, en madres que siguen su línea de vida sin llegar a tocarse; pero "Madres paralelas" es justo lo contrario, son líneas que siguen una dirección muy diferente, pero que se tocan en un punto y ya no vuelven a separarse. Se cruzan en ese abrazo que vemos en el cartel de la película, donde se funden en algo que les unirá durante toda la historia: el amor y la sororidad.

Porque esta lección de vida no va solo de memoria, histórica e intrafamiliar, va de familias, las que heredamos y las que creamos, de las madres que nos dan la vida y las que ganamos por el camino, hermanas, amantes, amigas.
 
Una comunidad que necesita conocer sus raíces, dar sepultura a sus muertos, a sus desaparecidos, cerrar una herida abierta para poder dar la bienvenida a los que vienen. Almodóvar nos hace un retrato de esa España sin sanar a través de una mujer libre, valiente, honesta consigo misma y con los que la rodean, que lucha por recuperar los restos de su abuelo asesinado.

Penélope Cruz, bellísima en su madurez interpretativa, es esa mujer, Janis, cuya madre le puso el nombre por Janis Joplin y, como ella, murió joven de una sobredosis. Pero el poco tiempo que pasaron juntas le sirvió para darle el mayor de los regalos: la libertad. De ahí nace su equilibrio, su contención, el valor para ser sincera incluso cuando, después de no serlo para protegerse a sí misma, tiene el valor de reconocerlo y enfrentar las consecuencias.

Milena Smit, Ana, es todo lo contrario, es la mujer que ha vivido a la sombra del patriarcado, que ha sufrido el abuso y el silencio, la vergüenza y el rechazo. La niña abandonada, pero al mismo tiempo fuerte y decidida, que encuentra en esa comunidad de mujeres, encabezada por Janis, la figura maternal que sustituye a la que no puede serlo. Una madre, Aitana Sánchez Gijón, que pagó con el ultraje a su dignidad y con la violencia vicaria el no ser la madre que la sociedad le exigía que fuera. El querer ser algo más que una madre, ser una mujer con sueños, con deseos.

Aquí, el director manchego une magistralmente las dos líneas de la obra, a través del teatro lorquiano, de "Doña Rosita, la soltera". Sánchez Gijón interpreta en este metateatro el papel que le da la fama, con tanto éxito porque el sentimiento de ambos personajes es el mismo, y nos introduce aquí a uno de los asesinados del franquismo que sigue, para vergüenza del país, desaparecido.
 
A pesar de todo lo que le ocurre, estas mujeres no dramatizan, se alejan completamente del histrionismo que les asigna una sociedad que las oprime, para mostrar una resiliencia tan real como sorprendente. Esa puerta física y simbólica que Janis cierra siempre que lo necesita para controlar sus emociones, para vivirlas sin que la atrapen, es la misma cuyos colores se reflejan en el espejo para mostrarnos una bandera. La de tantas mujeres con su dolor contenido que han sabido seguir adelante.

Nos nos deja, sin embargo, a pesar de los golpes que estas mujeres reciben de la vida, un regusto amargo. Muy al contrario, nos enseña, como en esa imagen de Janis al otro lado de la puerta, con un largo y vacío pasillo de fondo por recorrer, que todo puede superarse con el apoyo de las madres, de las amigas, de las amantes. Con la sinceridad, la honestidad, la verdad y el saber dejar ir a las personas para que algún día puedan regresar.

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