Crítica Cannes: "La misteriosa mirada del flamenco", un western trans entre el mito y la resistencia
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Por Santiago Echeverría
El desierto de Atacama, con su luz cruda y horizontes infinitos, no es solo un escenario en el debut de Diego Céspedes, "La misteriosa mirada del flamenco", presentada en el apartado Un Certain Regard del Festival de Cannes. Es un espejo de la desolación y la belleza que envuelve a una comunidad transgénero en el Chile de los 80, mientras el estigma del VIH y la ignorancia tejen una leyenda mortífera. La cinta, mezcla audaz de western, melodrama y realismo mágico, navega entre la celebración de la resistencia LGTB y la sombra de un apocalipsis íntimo.
Céspedes construye un universo donde Alaska House —un cabaret remoto regentado por mujeres trans— funciona como fortaleza y trampa. Las protagonistas, bautizadas con nombres de animales (Boa, Flamenco, Piraña), encarnan un microcosmos de supervivencia: entre shows glamurosos al ritmo de Rocío Jurado y enfrentamientos con mineros hostiles, su existencia es un acto de rebelión. La fotografía de Angello Faccini captura este contraste con planos que oscilan entre lo onírico (trajes brillantes contra la arena) y lo desgarrador (cuerpos marcados por la violencia), mientras la banda sonora de Florencia di Concilio fusiona trompetas melancólicas con un pulso épico.
El rumor de que la enfermedad se transmite a través de la mirada sirve como metáfora potente: en un mundo que las deshumaniza, el acto de ser vistas equivale a un riesgo mortal. La relación entre Flamenco (Matías Catalán), estrella del cabaret, y Yovani (Pedro Muñoz), un minero atrapado entre el deseo y el odio, encapsula esta paradoja. Su romance, cargado de pasión y tragedia, refleja cómo el amor puede mutar en violencia cuando choca con el miedo y la culpa. Por otro lado, la joven Lidia (Tamara Cortés), criada en este entorno, ofrece una mirada inocente que contrasta con la crudeza de su realidad, aunque su arco narrativo pierde fuerza tras un giro dramático temprano, dejando que el liderazgo emotivo recaiga en la carismática Boa (Paula Dinamarca).
La película brilla en su capacidad para equilibrar el humor añejo y la denuncia social. Escenas como un concurso de talentos entre explosiones de purpurina o la venganza surrealista de Lidia —convertida en pistolera al estilo spaghetti western— destacan por su originalidad. Sin embargo, el guion no siempre logra sostener este equilibrio: ciertos diálogos tienden a lo didáctico, subrayando mensajes que la narrativa ya había transmitido con sutileza. Además, el enfoque en Boa y Flamenco deja a personajes secundarios en el limbo, reducidos a caricaturas pintorescas sin profundidad.
Aunque la cinta celebra la fraternidad como antídoto contra la opresión, su aproximación al drama del sida —si bien valiente— peca de ambivalencia. La alegoría, inspirada en mitos reales sobre el contagio, pierde fuerza cuando el simbolismo (como los ojos vendados) se repite sin evolucionar. No obstante, el elenco, compuesto por actores trans y gays, aporta autenticidad y vigor. Dinamarca, en particular, roba la pantalla con una actuación que mezcla ferocidad y vulnerabilidad, recordando que la resistencia no siempre es elegante, pero sí inquebrantable.
"La misteriosa mirada del flamenco" es un debut prometedor que arriesga al mezclar géneros y tonos con una puesta en escena desbordante. Aunque tropieza en su ritmo y en el desarrollo de sus personajes, su mayor acierto es humanizar a quienes históricamente fueron reducidos a víctimas o villanos. Céspedes no ofrece respuestas fáciles, pero sí un retrato conmovedor de cómo, incluso en los paisajes más áridos, el amor y la comunidad pueden florecer entre grietas.
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El desierto de Atacama, con su luz cruda y horizontes infinitos, no es solo un escenario en el debut de Diego Céspedes, "La misteriosa mirada del flamenco", presentada en el apartado Un Certain Regard del Festival de Cannes. Es un espejo de la desolación y la belleza que envuelve a una comunidad transgénero en el Chile de los 80, mientras el estigma del VIH y la ignorancia tejen una leyenda mortífera. La cinta, mezcla audaz de western, melodrama y realismo mágico, navega entre la celebración de la resistencia LGTB y la sombra de un apocalipsis íntimo.
Céspedes construye un universo donde Alaska House —un cabaret remoto regentado por mujeres trans— funciona como fortaleza y trampa. Las protagonistas, bautizadas con nombres de animales (Boa, Flamenco, Piraña), encarnan un microcosmos de supervivencia: entre shows glamurosos al ritmo de Rocío Jurado y enfrentamientos con mineros hostiles, su existencia es un acto de rebelión. La fotografía de Angello Faccini captura este contraste con planos que oscilan entre lo onírico (trajes brillantes contra la arena) y lo desgarrador (cuerpos marcados por la violencia), mientras la banda sonora de Florencia di Concilio fusiona trompetas melancólicas con un pulso épico.
El rumor de que la enfermedad se transmite a través de la mirada sirve como metáfora potente: en un mundo que las deshumaniza, el acto de ser vistas equivale a un riesgo mortal. La relación entre Flamenco (Matías Catalán), estrella del cabaret, y Yovani (Pedro Muñoz), un minero atrapado entre el deseo y el odio, encapsula esta paradoja. Su romance, cargado de pasión y tragedia, refleja cómo el amor puede mutar en violencia cuando choca con el miedo y la culpa. Por otro lado, la joven Lidia (Tamara Cortés), criada en este entorno, ofrece una mirada inocente que contrasta con la crudeza de su realidad, aunque su arco narrativo pierde fuerza tras un giro dramático temprano, dejando que el liderazgo emotivo recaiga en la carismática Boa (Paula Dinamarca).
La película brilla en su capacidad para equilibrar el humor añejo y la denuncia social. Escenas como un concurso de talentos entre explosiones de purpurina o la venganza surrealista de Lidia —convertida en pistolera al estilo spaghetti western— destacan por su originalidad. Sin embargo, el guion no siempre logra sostener este equilibrio: ciertos diálogos tienden a lo didáctico, subrayando mensajes que la narrativa ya había transmitido con sutileza. Además, el enfoque en Boa y Flamenco deja a personajes secundarios en el limbo, reducidos a caricaturas pintorescas sin profundidad.
Aunque la cinta celebra la fraternidad como antídoto contra la opresión, su aproximación al drama del sida —si bien valiente— peca de ambivalencia. La alegoría, inspirada en mitos reales sobre el contagio, pierde fuerza cuando el simbolismo (como los ojos vendados) se repite sin evolucionar. No obstante, el elenco, compuesto por actores trans y gays, aporta autenticidad y vigor. Dinamarca, en particular, roba la pantalla con una actuación que mezcla ferocidad y vulnerabilidad, recordando que la resistencia no siempre es elegante, pero sí inquebrantable.
"La misteriosa mirada del flamenco" es un debut prometedor que arriesga al mezclar géneros y tonos con una puesta en escena desbordante. Aunque tropieza en su ritmo y en el desarrollo de sus personajes, su mayor acierto es humanizar a quienes históricamente fueron reducidos a víctimas o villanos. Céspedes no ofrece respuestas fáciles, pero sí un retrato conmovedor de cómo, incluso en los paisajes más áridos, el amor y la comunidad pueden florecer entre grietas.
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