Crítica: "Tres tiempos", una liberadora danza patagónica

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"Tres tiempos"
"Tres tiempos"
Por Santiago Echeverría       

En un cine argentino donde el cuerpo suele narrar desde los márgenes del documental o la experimentación, "Tres tiempos", opera prima de Marlene Grinberg, emerge como un gesto audaz y necesario. No es una película sobre la danza; es una película que respira, sangra y recuerda a través de ella. Con una mención del jurado en el Festival de Mar del Plata bajo el brazo, este film que se atreve a tejer una fábula familiar donde los silencios se coreografían y los traumas heredados se desdoblan en movimientos, llega a los cines.

La historia se instala en una casa patagónica frente a un lago espejado, un escenario de aparente placidez que pronto revela su condición de espejo deformante. Allí, Emma cría a su nieta Alicia bajo la disciplina amorosa de la danza, hasta que la llegada de Bárbara, la hija ausente y madre de Alicia, fractura esa coreografía doméstica. La película no se apresura a develar secretos; prefiere que los personajes los arrastren como un peso corporal, en gestos, miradas evadezas y torsiones que hablan más que cualquier diálogo explícito.

Grinberg, formada en danza desde la infancia, traslada esa sensibilidad al encuadre. La cámara de Mariano Suárez no observa, acaricia los cuerpos: manos que tiemblan, espaldas que se arquean, respiraciones que se ahogan. No es casual que las coreografías de Diana Szeinblum –etéreas y a la vez cargadas de legado– funcionen como un lenguaje paralelo donde se negociar afectos, culpas y mandatos. Aquí la influencia de Pina Bausch se siente, pero tamizada por una rareza criolla que recuerda al extrañamiento de un Yorgos Lanthimos temprano, o a la fábula oscura y sin moraleja de un cuento de hadas patagónico.



El triunfo de "Tres tiempos" reside en su resistencia a lo anecdótico. La trama –un reencuentro familiar tensionado por una enfermedad psicológica, roles que se invierten, maternidades que se cuestionan– sirve apenas como armazón para un ejercicio de memoria corporal. La película se organiza como un espejo generacional invertido: abuela, hija y nieta no solo comparten sangre, sino una coreografía afectiva que repiten, rompen y reinventan. La danza es aquí liberación, pero también prisión; herencia que oprime y, a la vez, salva.

Técnicamente, el film es de una precisión hipnótica. El sonido de Federico Moreira construye un paisaje auditivo de susurros y rupturas; la música original de Guillermina Etkin bordea las emociones sin subrayarlas. El arte de escena y el vestuario colaboran en esta atmósfera de intimidad asfixiante y belleza cruda. Y en el centro, tres actrices –Mara Bestelli, Florencia Dyszel y Violeta Postolski– ofrecen interpretaciones magnetizantes, entregando sus cuerpos al servicio de una verdad que duele más cuando se calla.

Si hay un pero, acaso sea cierto hermetismo que puede distanciar a espectadores buscando narrativas más convencionales. Tres tiempos exige una mirada paciente, dispuesta a leer entre líneas corporales y a sumergirse en un ritmo contemplativo. Pero esa misma exigencia es su mayor virtud: Grinberg no dirige una película, orquesta una experiencia sensorial donde el cine y la danza dejan de ser artes separadas para fundirse en un solo latido.

Por todo lo anterior, "Tres tiempos" confirma a Marlene Grinberg como una voz original y necesaria en el cine argentino. Es una ópera prima que se atreve a narrar lo indecible, a bailar lo reprimido y a mirar –como a través de un espejo de agua– el lado más frágil y potente de los vínculos que nos definen. Un film que, sin estridencias, nos recuerda que a veces el cuerpo guarda memorias que la palabra nunca podrá nombrar.

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