Imprimir

Colaboración: Thelma sin Louise

por © P.L.-NOTICINE.com
Sarandon y Davis, en 'Thelma y Louise'
Sarandon y Davis, en 'Thelma y Louise'
Por Sergio Berrocal *

En un bar cavernoso de un apacible pueblo de la Andalucía de las sierras, en el profundo y religioso sur de España, un cinéfilo me recuerda a la pareja de la película " Thelma y Louise ", historia de dos mujeres capaces de resistir a lo peor. Era en 1991 cuando Ridley Scott dio a las actrices Geena Davis y Susan Sarandon los papeles que las harían célebres en una interminable carretera hacia el caos.

"Tu tía Isabel hubiese dido una perfecta Thelma", musitó mi amigo el amante de cine, porque estábamos allí donde ella vivió su aventura, en un pueblo llamado Archidona, repleto de leyendas de amores imposibles desde que los árabes lo fundaron y se afincaron en medio de sus olivos.

Isabelita era una mujer muy bella. Cuando estalló la Guerra Civil Española (1936-1939), allá por el año grande de la desmedida y el disparate,  tenía veintipocos años y se distinguía por una elegancia natural, un rostro de facciones clásicas que recordaban a Carole Lombard.

Isabelita, capaz de enamorar con una sola de sus sonrisas, era también conocida como temperamental y muy echada palante. No se mordía la lengua ni cuando en ello podía irle la vida. Era lo que en estos años tontos del siglo XXI se llama una mujer comprometida con la política, algo que entonces podía llevar directamente al paredón o al exilio. Estaba prometida a Manolito, el alcalde del pueblo, un socialista de raza.

Aunque la belleza de Isabelita era seguramente un parapeto para los oficiales franquistas que en aquel comienzo de la Guerra Civil ocuparon Archidona, pronto estuvo en la mira de las nuevas autoridades por Dios y por España. Hay quienes dicen todavía que le hicieron pasar más de un disgusto entre interrogatorios e insinuaciones de roja pero que nadie se atrevía a darle el paseillo (forma corriente de asesinato en aquellas fechas) ni siquiera a enviarla a la cercana y terrible prisión de Málaga donde reconocidos republicanos empezaban a padecer en espera de que Franco terminase su Cruzada.

Los militares de derechas querían saber dónde estaba su novio rojo, que había huído a Francia dejándola a ella sola ante el peligro.

Cuentan que aquel bellezón helénico escapó en más de una ocasión a la maquinilla de rapar la cabeza y al depurador aceite de ricino que aquellos bárbaros repartían entre sus enemigos para desteñir sus almas rojizas. Y probablemente burló también más de una vez a la muerte .

Por fin Manolito ha dado señales de vida. Confirma que está en Francia y propone a Isabelita casarse cuanto antes por poderes. Ella acepta encantada.

Ha llegado por fin el día de la boda. Isabelita está radiante como la novia del bolero que va a desposar al amor de su vida, aunque sea con miles de kilómetros por medio.

En las primeras horas de aquella extraña mañana nupcial, una noticia cabalga y por fin se filtra hasta la casa de la novia, donde se prepara una fiesta íntima y el viaje inminente de la futura esposa a tierras extranjeras. Es una de esas nuevas malas que te agarran por sorpresa y te revuelcan el corazón. Un empleado del juzgado, a menos que fuese un militar, o tal vez el telegrafista, rompe el encanto de la esperanza a muy corto plazo que reina. La frontera entre Francia y España ha sido cerrada a cal y canto, como hacen las cosas los militares, con el fervor de la total inutilidad. No puede celebrarse la boda por poderes.

Isabelita, blanca por fuera y por dentro, sabe que hay que seguir adelante, que la película no ha terminado. Es mujer de carácter indomable, dicen que tiene genio, el genio de resistir, de no agachar la cabeza, de ponerse una escandalosa permanente rubia cuando militares amargados o tal vez enamorados quieren dejarla al cero por subversiva. Se arremanga porque sabe que se queda de novia medio casada y una vez más virgen en una iglesia imaginaria y lejos, muy lejos del tren, burro o caballo que hubiese podido llevarla al lado de Manolito.

Isabelita la bella ha encontrado refugio en Ceuta donde tiene hermana muy bien situada y, sobre todo, un cuñado poderoso, cuyas estrellas en la bocamanga del uniforme del ejército franquista son garantía de impunidad para todos los que estén bajo su protección.

Pasan los años, despacito, con sus meses, sus semanas, sus festivos, sus días laborables, sus inviernos, sus veranos, sus otoños. Hasta la Guerra Civil termina por acabarse, prueba de que todo termina, quizá por aburrimiento o porque quienes impulsan esos movimientos criminales han llegado a la conclusión de que hay que pasar a otra cosa más dura, más perversa.

Como la novia de blanco y sin novio que algún día interpretó Jeanne Moreau, Isabelita se resigna como puede y como le han enseñado que hay que resignarse.

Mientras, Manolito ha encontrado una mujer en Francia, pese a lo cual no deja de escribir a Isabelita todos los días largas cartas que ella no recibe jamás.

Y cuando menos se espera, como cuando Louise acelera hacia el precipicio, porque ya no hay razón para vivir, Isabelita toma un barco y se casa por fin, aunque es en Buenos Aires, Argentina, y el prometido no es el alcalde rebelde sino un argentino con bigote de pampa de película en technicolor. ¿Y este cuento se ha acabado ? Ni hablar, porque ya les he dicho que nunca se acaba nada, cuanto más se alarga, continúa, prosigue. Todo vuelve a empezar. El filósofo Cole Porter es canela en rama de estrasperlo.

Corren los años setenta.

La boda bonaerense de Isabelita ha acabado. Ha enviudado y decide volver a su pueblo.

Poco después, mucho después, Manolito, el alcalde fugitivo de Archidona, viaja también a Archidona cuando entiende por qué Isabelita nunca contestó a sus cartas repletas de amor y de futuros proyectos comunes. La otra, claro, la otra, la francesita, la que vivía con él, se encargaba de interceptar las misivas.

Los novios de la guerra vuelven a encontrarse en la misma Archidona en la que se habían prometido amor eterno. ¿Que si ya era tarde ? Tardísimo de la muerte, milord.

Es tarde porque el amor se acaba con el tiempo, como se acaban las inundaciones feroces y mortales cuando el agua se retira. El tiempo no respeta nada. Lo mata todo. No deja sentimiento de pie. Cuanto más, si acaso, un escozor que hasta puede ser molesto. Pero de volver a empezar, nada de nada. El tiempo, inexorable y vengativo. El tiempo al que no le gusta que le olviden.

Isabelita y Manolito eran viejos conocidos de Don Tiempo, el que no perdona nada ni a nadie.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).