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Colaboración: Perfiles inolvidables de La Habana

por © NOTICINE.com
El teatro Karl Marx, una de las sedes del Festival de La Habana
Por Sergio Berrocal    

En medio siglo, como el tiempo de un bloqueo, el cine ha conseguido convertirse en una carta de presentación prestigiosa para Cuba. Descubrí el cine cubano hace treinta años aunque ya habíamos aplaudido en Europa la primera película que nos llegaba desde allí, la Revolución que iba a trastocar al mundo. Comprendimos entonces que a ocho mil kilómetros de la Place de la Bourse de París, donde tiene su sede la Agencia de información mundial France Presse (AFP), existía la esperanza, un universo muy extraño para nosotros.

Era por lo visto un lugar en el que habían pasado y estaban pasando cosas muy importantes, quizá transcendentales, sin que en el viejo continente tuviésemos más eco que lo poco y mal que contaba la prensa.

Es cierto que el triunfo de la lucha de Fidel Castro contra el sargento Batista, como en cualquier película de Zorro, tuvo enorme campaneo en Europa.

Era una gesta romántica, una película más, que desde París se veía sin ver porque vivíamos hundidos en nuestra propia realidad, atravesada por la guerra de Indochina y por la de Argelia y seguidamente por la de Vietnam, que fue la Indochina de los norteamericanos, tan catastrófica para ellos como para los franceses. No estábamos para romanticismos descarriados.

Aunque desde la primera portada de la revista Bohemia con barbudos triunfantes la imaginación empezó a hacer de las suyas, teníamos nuestras propias preocupaciones y lo que se estaba cociendo en el laboratorio de la Isla de Cuba nos caía muy lejos, casi en la inopia.

Una vez más, como en todas las revoluciones, como la que supuso para Estados Unidos tener derecho a introducir sus producciones cinematográficas, producto comercial e ideológico de primera mano, en Europa gracias a un acuerdo comercial con Francia a raíz de la II Guerra Mundial (1945), el cine andaba por medio.

Y en los años sesenta, mientras esas cosas importantes tenían lugar en Cuba, nosotros bailábamos con la oleada de títulos cinematográficos made in Hollywood que quitaban el sentido y que ya se habían adueñado para siempre de las salas de todo el continente.

El cine cubano, la mayor parte de nosotros, salvo las ratas de cinemateca, lo ignorábamos y no digamos el cine latinoamericano, del que apenas conocíamos algo gracias a algunas genialidades mexicanas como María Felix y  a las películas de Luis Buñuel, abierto al mundo a través de México.

Era difícil imaginar entonces, pese a que los norteamericanos lo habían demostrado, que una película pudiera ser una tarjeta de visita que nadie ignoraba.

Tampoco teníamos la menor idea de que en Cuba, una de las primeras medidas que había tomado Fidel Castro cuando echó a Batista, fue poner en marcha un cine propio, porque sabía que sería la mejor manera de penetrar ideológicamente no solamente en el público nacional sino, a la larga, fuera de Cuba.

Para nosotros europeos, la Isla eran Fidel Castro y Che Guevara, con sus zafras que debían salvar a los cubanos una vez por todas y con aquellos discursos kilométricos pero a veces más poderosos y contundentes que los del mismísimo General Charles de Gaulle, el mejor orador de la plana mayor de la política francesa.

Un día, la AFP decidió que ya era hora de enviar a alguien de París para tomarle el pulso al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano cuya primera edición había tenido lugar en diciembre de 1979.

Nos parecía muy curioso que un país como Cuba, envuelto por auténticos problemas de pura supervivencia, tuviese humor no solamente para inventar un cine propio sino también para servir de trampolín al cine de toda América Latina.

La delegación de la AFP en La Habana nos ponía desde tiempos atrás los dientes largos cuando Chango, director adjunto local, empezaba a bombardearnos con crónica sobre aquella extraña muestra que se estaba desarrollando desde hacía ya tanto tiempo entre esperpentos económicos que en Europa hubiesen parecido insalvables.

Y aquellos constantes cortes de luz, los famosos apagones, que te sorprendían cuando en un microbús acudías a cualquier proyección en los varios cines habaneros donde se desarrollaba la muestra, única en el mundo.

En 1986, por no sé qué regla de tres, se decidió que yo fuese a echar un vistazo a aquella ceremonia casi iniciática de todos los meses de diciembre en la capital de esa particular isla socialista, comunista o como quisiera llamarse, que celebraba Navidades con treinta grados centígrados a la sombra.

Para un europeo era difícil entender que el continente latinoamericano tuviese un cine, y tan propio y tan diferente que gracias al Festival de La Habana correría al cabo de muchos años por el mundo entero, llegando a dar incluso dentelladas en Hollywood con los talentos surgidos al calor del Festival cubano.

Mamado en el cine norteamericano y francés, ese cine iba a ser para mí una revelación apasionante.

Pero ignoraba que lo más interesante de aquella primera experiencia en tierra cubana en busca de películas desconocidas, que hablaban otro lenguaje, que tenían otras problemática, iba a ser la gente que te encontrabas en las calles.

Te asaltaban gentilmente vendedores de PPG, fenomenales cápsulas para paliar la falta de deseo sexual y para cualquier otra enfermedad, o casi, se extasiaban ellos con una sonrisa muy farmacéutica. Ni lo creías, aunque mucho más años después se probó que ese fármaco salido de dios sabe dónde tenía realmente cierta eficacia para ciertas cosas.

Llegar a La Habana por primera vez, con la cabeza llena de prejuicios de los más diversos y enamorarme fue todo una, pese a que no estaba ni mucho menos preparado para una inmersión tan brutal en una capital donde entonces se veían carteles multicolores como los de los cines de la Gran Vía de Madrid pero a la gloria de Fidel, del Che y de la Revolución. No era descubrir una nueva ciudad. Era zambullirse en un mundo del que nadie te había hablado.

La gente, siempre o casi siempre con la sonrisa en los labios, te cantaba las virtudes de la Revolución (agentes comunistas, sin duda, pensabas, advertido de todas las trampas que podía poner a tu paso el régimen…) y parecían felices dentro de las mil infinitas dificultades, desde el desayuno a la adquisición de tomates para el almuerzo, que tenían que soportar y que, de hecho, siguen soportando desde hace más de cincuenta años.

A las pocas mañanas, cuando me refocilaba andaba por primera vez por la Rambla, desde el cine Chaplin hasta el hotel bajo un sol atronador en aquel mi primer diciembre caribeño, un muchacho moreno, elegante y guapo, se me acercó para pedirme con mil caricias de bienvenida en la voz que fuese a tomar el té con él y unos amigos. Eran las tres de la tarde y meterse una bebida caliente en el cuerpo, por muy sofisticada que fuese, daba escalofríos. Luego lo lamenté…

Aquel gesto era de puro cine, pero el chiquillo probablemente no lo sabía aunque no ignoraba que a los que como él eran de la otra acera, les podían caer todos los rayos del cielo y del infierno.

En aquel año de 1986, la homosexualidad era en Cuba un delito que podía pagarse con cárcel y, por lo menos, con algunas bofetadas uniformadas. Todavía quedaban años para que en 1993 estallase el manifiesto de la película "Fresa y chocolate", que es el más bello alegato en favor de la libertad de amar.

En el Hotel Capri de mi primer café local, casi una iniciación, una camarera enorme y negra, que no tenía precisamente la sonrisa en los labios, fue mi segundo gran personaje cuando al pedirle yo, atrevido, una Coca Cola me replicó con altanería y a punto de tocarme el himno nacional que allí, en su bar, sólo había la cubanísima Tropicola, que preferir tragarme sin rechistar y con una sonrisa. Creo recordar que aquello sabía a rayos. Pero esta fue mi segunda lección de patriotismo.

Otro cafecito, un buchito, me volvió a decir que estaba en un lugar extraño donde la gente era sonriente pese a todas las dificultades, las mil dificultades como el pan nuestro de cada día. Una muchacha esbelta y bella como otra chiquilla que me había cruzado en el aeropuerto José Martí, me ofreció una taza deliciosamente perfumada cuando me metí despistadamente en un negocio con facha de grandes almacenes pero que no tenía en sus escaparates casi de nada, aparte aquella alegría y cariño totalmente gratuitos.

Faltaban casi siglos para que las chicas de Chanel se paseasen por La Habana luciendo vestidos de un lujo insolente que vendidos en un mercado persa hubiesen dado de comer a unos cuantos miles de personas durante muchos meses.

Una de aquellas primeras tardes de borrachera cubana, porque los europeos digerimos mal la belleza de las islas, le pregunté a una secretaria que me había servido otro café si se había puesto tan guapa para mí. Me sonrió con su boca acarminada y me replicó con una voz de sirena: "Me arreglo porque así nos los mandó Martí". Entonces, en mi infinito analfabetismo, odié a ese novio suyo que luego resultó ser el héroe nacional del que los cubanos no hablan más que con el alma repleta de auténtica admiración.

Cuando se me ha ocurrido trazar estos recuerdos de mi primera vez en La Habana, que fue algo más que mi iniciación, había pensado en contar cosas de algunos personajes que entonces conocí, entre ellos, y el primero, Fidel Castro.

Pero finalmente decido ignorar a todos esos héroes rutilantes de la política, del cine o del periodismo. Porque de pronto, con un infinito cabreo por mí mismo, he resuelto no citar más que a gente sin nombre, menos Chango, porque fueron ellos –la camarera del Capri, la muchacha del arruinado supermercado del Chaplin o el homosexual de la Rambla--, los que me dieron ganas de amar a un país que no era el mío pero que me había hecho sentirme feliz.

Ahora, en 2016, las cosas han cambiado tanto que creo que nadie se merece que lo meta en unos perfiles de esa Habana que me embrujó hasta que llegó el desamor, que siempre aparece a bofetada limpia sin que tú creas que te lo mereces.

Prefiero a aquel vendedor de PPG que a cualquiera de los nombres prestigiosos que todavía siguen en mi agenda.

¡Ah!, ya casi me olvidaba de dos de mis héroes habaneros preferidos que se agregaron a mi personal galería de gente sin nombre con el paso de los años y de otros festivales.

La noche de locura del estreno y del triunfo de las tesis de "Fresa y chocolate" (1993) contra todos los viejos carcas del Partido Comunista cubano que no soñaban más que con meter a los homosexuales en campo de concentración, el ascensor de mi hotel se trabó nada más despegar. A bordo, el piloto que manejaba aquel aparato de la época colonial norteamericana, y un servidor de ustedes y de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Eran casi horas de madrugada y quedarse encerrado entre cielo y tierra en aquella jaula era poco divertido. El muchacho ascensorista, que parecía salido de "Fresa y chocolate", me sonrió y empezamos a tomar Cuba libres o mojitos, en todo caso aquello estaba muy rico y era más delicioso que la Tropicola, que un par de camareros compasivos nos vehiculaban a través de las rejas. Fue un rato inolvidable.

Y qué podría decir de dos señoras maravillosas que cada vez que aparezco por el festival me hablan que acarician…

Tampoco me olvidaré nunca, aunque se me olviden todos aquellos sonrientes personajillos que me rodeaban con su importancia, de la pianista que descubrí atónito una mañana a la entrada del comedor donde decenas de bullangueros y maleducados turistas europeos y de otros horizontes desayunaban. Era como haberse colado en una nube de fantasía.

Ella, artista bella cuarentona de pelo largo y sonrisa ancha y natural, tocaba desde boleros, y no solamente el de Ravel, hasta lo más íntimo de Mozart. Le sonreí pero no me atreví a preguntarle su nombre.

Temí que me dijese que no tocaba por mí ni para mí sino para José Martí, aquel rival que me había salido en La Habana.

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