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Colaboración: La sonrisa infinita de una poetisa cubana

por © NOTICINE.com
James Stewart
Por Sergio Berrocal  

Ulises, el griego, el de la fiel Penélope, que la historia cuenta que se pasaba el día tejiendo, nunca estuvo navegando como un maldito por el Mediterráneo, demasiado vulgar, llena de bichos de la mitología griega. En realidad su barco lo gobernó por el Caribe, porque había nacido no en Ítaca sino en Puerto Príncipe, capital de Haití.

Pero Ulises era racista, no le gustaban los colores tan pronunciados de esa parte y se echó al mar. Porque llevaba años enamorándose por facebook, que había inventado Jupiter, harto de revolcarse fuera del tiesto y con pruritos culturales.

Ulises y Penélope se conocieron a través de muchos correos electrónicos que intercambiaban día y noche. Estaban enamoradísimos pero ella le decía que nunca se iría a vivir a Haití –“demasiados terremotos, demasiado voluntarios norteamericanos para hacerte la vida imposible”, proclamaba en sus cartas.

Y Ulises, loco de amor, puso rumbo a Cuba, un lagarto en el mar que le miraba con ojos poco apropiados porque él era descendiente de un griego que tuvo mucho que ver con Elena de Troya (juntaron tres hijos y dos elefantes).

La revolución de Fidel Castro había estallado cuando con su yate robado al rey de España, un tal Juan Carlos, Ulises echó anclas en el puerto de La Habana, una ciudad que le pareció un poco agitada pero él decía que tenía pasaporte diplomático y que nada podía asustarle. Efectivamente, en el puerto habanero le acogieron con ron y hielo a profusión. Todos se pusieron hasta las cejas.

Ulises viajó a sierra Maestra a caballo de una yegua bonita que le habían regalado en el Vedado y se entrevistó con Fidel Castro, con El Che, con Cienfuegos y con todo el que participaba en aquella revolución, que ya era hora, reflexionó Ulises, de que hubiese una en las Antillas.

Con todos estos desatinos, atraco una mañana más en el muelle de la revista de periódicos digitales. Y del diario oficial del Partido Comunista Cubano, Granma, a ocho mil kilómetros de distancia, me salta a la cara un rostro, que lo ilumina todo en esta mañana medio lluviosa, la sonrisa más bonita que he visto en los últimos años. Es el de una mujer pelirroja o rubia, o cualquier cosa, que con las señoras nunca se sabe, que conserva risueño y pícaro gesto que enamora, con ojos vivos que dicen cosas, vaya usted a saber cuáles, y que transmiten alegría, esa especie tan rara y cara en este siglo XXI, que navega dando tumbos y con todas las luces apagadas.

Me hace pensar en la Penélope caribeña que hace un rato me saqué de la manga del pobre inconformismo con el que uno querría arreglar el mundo a su manera y contarlo como una película feliz de los que supieron hacerlo. Se me viene al cerebelo la sonrisa de Robert Mitchum, el bandido de siempre, James Stewart, el adorable actor que para todos nosotros fue un símbolo de cierta felicidad, aunque llevase gorra de aviador de guerra injusta.

Esta señora que sigue sonriéndome con sus labios rojos y sus pendientes largos podría haber sido la Audrey Hepburn que durante muchos años llenó nuestras jóvenes e infantiles vidas, agarrada a la cintura de Gregory Peck a bordo de una Vespa del siglo XX, de cuando había cosas reales.

Pero alguien me advierte que debo de cambiar el rumbo de mis pensamientos. Que me equivoco. Que la señora de la foto no fue una de esas actrices que tanto admiramos los pobres de espíritu y ricos de esperanzas.

Se llama, me apuntan, Doña Carilda Oliver Labra, es una de las más grandes poetisas que haya parido Cuba y acaba de celebrar, ayer mismo, sus 95 años de edad. Feliz cumpleaños, Doña Carilda y que Dios, los dioses, todos los santos del calendario la bendigan por escribir o haber escrito como lo hace:

Muchacho loco: cuando me miras

con disimulo de arriba abajo

siento que arrancas tiras y tiras de mi refajo…

Muchacho cuerdo: cuando me tocas

como al descuido la mano, a veces,

siento que creces

y que en la carne te sobran bocas

Y yo: tan seria, tan formalita,

tan buena joven, tan señorita,

para ocultarte también mi sed

te hablo de libros que no leemos,

de cosas tristes, del mar con remos,

te digo: usted.  

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