Colaboración: A ninguna parte, Benedetti
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La noche se había zampado el día de aquella primavera húmeda y le pareció que cuando la noche se caía en Montevideo era como entrar en otra dimensión y que las luces de Buenos Aires no estaban al otro lado del río de la Plata sino en cualquier sitio, quizá por Ushuaia. Era como, si de pronto, la ciudad hubiese cerrado las puertas que nunca tuvo y que la playa se hubiese convertido en un desierto de arena roja.
A ella no le cogió de sorpresa porque era casi su ciudad, donde había querido, donde tal vez la quisieron y donde ya nunca más querría.
A él le pareció realmente que les estaban echando porque las calles ya habían cerrado y ahora estaban atiborradas de oscuridad. Por eso hablaban más alto. Al menos se tenía uno al otro y contra ellos nada podrían.
El ventanal de un bar violentamente iluminado surgió a la vuelta de la esquina. En la puerta, por donde se filtraba una música tenue que podría haber sido de Count Basie, un tipo estirado con esmoquin negro parecía esperar la resurrección de la Princesa Diana para conducirla a su mesa, llena de flores del Caribe donde aguardaba una orquestina gitana prestada por Kusturica, recién salido de cualquier festival de cine.
Ella se rió y le recordó a aquel personaje de "La tregua" de Mario Benedetti. Era un borracho que ve pasar al personaje principal, Martín Santomé, jefe en una oficina siniestra de cualquier rincón de Montevideo. Y entonces le dice: "Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte:"
Hacia un rato que habían salido de una pequeña sala de cine en la que se proyectaba la película adaptada de "La tregua" por un valiente director de cine mexicano, Alfonso Rosas Priego hijo, que en 2003 había tenido la osadía de meterse con la novela de Benedetti, ya antes adaptada en Argentina por Sergio Renán en 1974.
Una locura más de las muchas que comete el cine en nombre de la imagen animada. Intentar reducir a imágenes más o menos animadas por diálogos un libro del uruguayo es como escupir en el mar.
Ya no se acordaban de la película. Recordaban por encima de afeites y posturas el texto tan íntimo e intimista en el que Benedetti habla de sus cosas, de cosas que normalmente no deberían interesar más que a él pero que el lector descubre como propias porque, en definitiva, nadie va a ninguna parte por mucho que corran los autos, por mucho que los aviones digan que te llevan a un país de las mil y una noches mientras duermes en una cómoda poltrona arrumado por los motores de keroseno.
En realidad nadie sabe adónde va ni siquiera si tiene ganas de ir adonde no va. Llega un momento en que ya te prohíben tomar el avión porque cuando el agente con gorra de mariscal del Imperio Romano te ha preguntado adónde ibas, a punto de embarcar en el avión rodeado del vocerío inaudible de una azafata que tampoco nunca volará más que en vacaciones, no has sabido o no has podido contestar. En realidad no sabes adónde vas y tienes que quedarte en tierra. Se te han acabado los visados de vida.
Lo demás son sueños y Benedetti, que exponía sus sentimientos como si fueran los de todos, sabía que los sueños, sueños son y que no está permitido a todo el mundo tenerlos.
Pertenecía a una generación que pagó sus preferencias de vida con la crueldad que ejerce el más débil cuando se cree fuerte.
La gente hablaba de la crueldad de Stalin para con sus compatriotas a los que encerraba en campos de concentración muy literariamente llamados gulags pero las dictadoras latinoamericanos tenían la suprema crueldad, nada rusa ni siquiera soviética, de prohibir la esperanza para siempre. El pasado servía de futuro cuando tenías suerte.
Mientras se sentaban arrimados al mostrador de caoba reluciente, de impecable línea y de silencioso discurrir, un camarero más callado que las polillas de los muebles les sirvió algo en un vaso vacío.
Ella le recordó que Benedetti decía que cuando miraba las piernas de su mujer creía en la existencia de dios. Porque una mujer no es guapa ni fea, es simplemente un ser vivo diferente del hombre, al que le inspira ganas de seguir luchando para vivir que de todo hubo con aquellos tupamaros que luchaban por sus convicciones, aunque pudiesen ser falsas, en un Montevideo arrebatado por la ley marcial o simplemente por la ley del más fuerte, que era el que solía mandar a los buenos a la cárcel o al paredón.
Otros tenían tiempo de meditar sobre el tiempo del arrepentimiento que se les había acabado hacía ya rato.
Ella se acercó a él y le musitó: "Esta noche necesito que me quieran un poco". La besó y ni se acordó que unas horas antes, poco antes de ver la película de Benedetti, le habían defenestrado desde un décimo piso, eso sí en una medio orgía de champán Taittinger brut llegado por valija diplomática de París.
"No te preocupes –dijo ella- ahora serás pianista y darás conciertos por el mundo entero. Y un día volveremos a Montevideo como triunfadores. Y entonces sabremos adónde vamos".
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La noche se había zampado el día de aquella primavera húmeda y le pareció que cuando la noche se caía en Montevideo era como entrar en otra dimensión y que las luces de Buenos Aires no estaban al otro lado del río de la Plata sino en cualquier sitio, quizá por Ushuaia. Era como, si de pronto, la ciudad hubiese cerrado las puertas que nunca tuvo y que la playa se hubiese convertido en un desierto de arena roja.
A ella no le cogió de sorpresa porque era casi su ciudad, donde había querido, donde tal vez la quisieron y donde ya nunca más querría.
A él le pareció realmente que les estaban echando porque las calles ya habían cerrado y ahora estaban atiborradas de oscuridad. Por eso hablaban más alto. Al menos se tenía uno al otro y contra ellos nada podrían.
El ventanal de un bar violentamente iluminado surgió a la vuelta de la esquina. En la puerta, por donde se filtraba una música tenue que podría haber sido de Count Basie, un tipo estirado con esmoquin negro parecía esperar la resurrección de la Princesa Diana para conducirla a su mesa, llena de flores del Caribe donde aguardaba una orquestina gitana prestada por Kusturica, recién salido de cualquier festival de cine.
Ella se rió y le recordó a aquel personaje de "La tregua" de Mario Benedetti. Era un borracho que ve pasar al personaje principal, Martín Santomé, jefe en una oficina siniestra de cualquier rincón de Montevideo. Y entonces le dice: "Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte:"
Hacia un rato que habían salido de una pequeña sala de cine en la que se proyectaba la película adaptada de "La tregua" por un valiente director de cine mexicano, Alfonso Rosas Priego hijo, que en 2003 había tenido la osadía de meterse con la novela de Benedetti, ya antes adaptada en Argentina por Sergio Renán en 1974.
Una locura más de las muchas que comete el cine en nombre de la imagen animada. Intentar reducir a imágenes más o menos animadas por diálogos un libro del uruguayo es como escupir en el mar.
Ya no se acordaban de la película. Recordaban por encima de afeites y posturas el texto tan íntimo e intimista en el que Benedetti habla de sus cosas, de cosas que normalmente no deberían interesar más que a él pero que el lector descubre como propias porque, en definitiva, nadie va a ninguna parte por mucho que corran los autos, por mucho que los aviones digan que te llevan a un país de las mil y una noches mientras duermes en una cómoda poltrona arrumado por los motores de keroseno.
En realidad nadie sabe adónde va ni siquiera si tiene ganas de ir adonde no va. Llega un momento en que ya te prohíben tomar el avión porque cuando el agente con gorra de mariscal del Imperio Romano te ha preguntado adónde ibas, a punto de embarcar en el avión rodeado del vocerío inaudible de una azafata que tampoco nunca volará más que en vacaciones, no has sabido o no has podido contestar. En realidad no sabes adónde vas y tienes que quedarte en tierra. Se te han acabado los visados de vida.
Lo demás son sueños y Benedetti, que exponía sus sentimientos como si fueran los de todos, sabía que los sueños, sueños son y que no está permitido a todo el mundo tenerlos.
Pertenecía a una generación que pagó sus preferencias de vida con la crueldad que ejerce el más débil cuando se cree fuerte.
La gente hablaba de la crueldad de Stalin para con sus compatriotas a los que encerraba en campos de concentración muy literariamente llamados gulags pero las dictadoras latinoamericanos tenían la suprema crueldad, nada rusa ni siquiera soviética, de prohibir la esperanza para siempre. El pasado servía de futuro cuando tenías suerte.
Mientras se sentaban arrimados al mostrador de caoba reluciente, de impecable línea y de silencioso discurrir, un camarero más callado que las polillas de los muebles les sirvió algo en un vaso vacío.
Ella le recordó que Benedetti decía que cuando miraba las piernas de su mujer creía en la existencia de dios. Porque una mujer no es guapa ni fea, es simplemente un ser vivo diferente del hombre, al que le inspira ganas de seguir luchando para vivir que de todo hubo con aquellos tupamaros que luchaban por sus convicciones, aunque pudiesen ser falsas, en un Montevideo arrebatado por la ley marcial o simplemente por la ley del más fuerte, que era el que solía mandar a los buenos a la cárcel o al paredón.
Otros tenían tiempo de meditar sobre el tiempo del arrepentimiento que se les había acabado hacía ya rato.
Ella se acercó a él y le musitó: "Esta noche necesito que me quieran un poco". La besó y ni se acordó que unas horas antes, poco antes de ver la película de Benedetti, le habían defenestrado desde un décimo piso, eso sí en una medio orgía de champán Taittinger brut llegado por valija diplomática de París.
"No te preocupes –dijo ella- ahora serás pianista y darás conciertos por el mundo entero. Y un día volveremos a Montevideo como triunfadores. Y entonces sabremos adónde vamos".
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