Colaboración: Cuba, entre la emoción y la razón
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Por Sergio Berrocal
Cuando la Revolución cubana se materializó, la admiración de la sorpresa se focalizó en Europa en los que teníamos veinte años y veíamos en los barbudos justicieros salidos casi directamente de nuestras propias aventuras de cine. Pero ya intelectuales que rondaban los cuarenta años de edad, con formación y vivencias políticas analizaban lo que estaba pasando con más propiedad y, desde luego, sin confundir a Fidel Castro con un Zorro caribeño como hacíamos los jóvenes sin experiencia política.
Jean Daniel formaba parte de ese grupo de intelectuales ya formados en experiencias revolucionarias y políticas como las de Vietnam o Argelia.
Para los veinteañeros era un derroche de entusiasmo juvenil pero sin la menor consistencia y seguíamos todo lo que ocurría en Cuba como si hubiésemos estado visionando una serie de películas de aventuras, con buenos y malos, malditos y justicieros.
Con 94 años cumplidos, Jean Daniel sigue dando guerra desde las columnas del semanario francés Le Nouvel Observateur, desde donde recientemente ha examinado la Cuba que queda tras la desaparición de Fidel Castro.
Fue periodista de primera fila, a los que los grandes del universo confiaban reflexiones, quizá algún secreto.
En su artículo del primero de diciembre, habla largamente de la crisis de los misiles de 1962, cuando el mundo contuvo la respiración porque la entonces Unión Soviética había instalado cohetes en Cuba, a dos pasos de Miami, de la avanzadilla de Estados Unidos. Un tira y afloja entre John F. Kennedy, Kruschev y Fidel Castro, donde el mundo veía cómo se le venía encima una guerra nuclear.
El periodista francés recuerda esos momentos: “En los países latinoamericanos se llegó a pensar que sería imposible evitar un conflicto nuclear. Sobre este punto preciso, no estoy seguro de que ni Fidel Castro estuviese al tanto de todos los detalles. Es una tesis poco extendida. En todo caso, me hizo vivir una de las aventuras humanas y profesionales de lo más apasionante, de lo más rica y excitantes que puedan ocurrir a un reportero, un periodista, un novelista. ¡Qué suerte!”.
Daniel tuvo con Fidel una larguísima entrevista como entonces las preparaba el líder cubano, en cualquier lugar de La Habana o sus alrededores, rodeado del más impenetrable secreto. En una foto se ve al cubano haciendo un gran gesto con la mano derecha bajo su boina encasquetada, como si se dispusiese a hablar ante las multitudes. Hay tres personajes en lo que parece una habitación de hotel, probablemente el Habana Libre. Jean Daniel escucha con una sonrisa en los labios a la izquierda de la instantánea y a la derecha aparece un personaje no identificado que podría haber sido el traductor. Era noviembre de 1963 en La Habana, reza el pie de la foto.
Se dijo entonces que John Kennedy había encargado al periodista un mensaje para entregar o transmitir a Fidel Castro.
Era una de esas entrevistas largas, de varias horas, que en aquellos años el líder cubano concedía a contados periodistas, generalmente a altas horas de la noche y ya metidos en la madrugada. Fidel tenía 53 años y su entrevistador otros tantos.
Pocos periodistas internacionales tuvieron el privilegio de mantener una conversación con el hombre que desde Cuba, Habana, Caribe, copaba la actualidad mundial.
Muchos años después, durante la visita que hizo a La Habana para recibir un homenaje que le hizo llorar en el escenario del Teatro Carlos Marx, se cuenta que el actor norteamericano Jack Lemmon tuvo una de esas privilegiadas y maratonianas charlas con Fidel Castro en la que, al parecer, se decía en los mentideros de la capital, el protagonista de “Missing” contó a su interlocutor chistes que circulaban en Washington, en particular sobre Ronald Reagan.
No asistí, por supuesto, a lo que debió ser un desternillante diálogo –aunque nos contaron que Fidel esperaba a que el traductor tradujese el inglés de su invitado para echarse a reír---.
Era en 1985 y daba la casualidad de que yo también estrenaba viaje a La Habana, el primero desde que en la Place de la Bourse en París me tropecé en un quiosco con las primeras portadas de Fidel Castro entrando en La Habana a caballo de la revista Bohemia.
En ese mes de diciembre el líder cubano vistió el uniforme verde olivo para subir a la tribuna del Karl Marx y dirigir una arenga a los cineastas que copaban todo el aforo –estábamos en pleno Festival de Cine--.
Fue una lección magistral de la que muchos se acordarán todavía.
Aquella misma noche, cuando la oscuridad y los apagones se apoderaron de la capital, tuve mi primero y único encuentro con el hombre que durante veintitantos años había llenado de ilusión liberadora nuestras imaginaciones, a más de 8.000 kilómetros de distancia y con una escala obligada en territorio canadiense para repostar, ya que los norteamericanos lo ordenaban así.
El Jefe del Estado cubano tenía entonces 59 años y ya se le notaba cansado cuando me condujeron a un saloncito del Palacio de la Revolución donde conversamos unos minutos, y desde luego nada que ver con las largas horas que Jean Daniel pudo pasar con él cuando apenas se había acabado la crisis de los cohetes.
En ese 1986, Fidel Castro no habló en el Karl Marx de guerra pero sí del imperialismo cultural que no había que consentir de ningún modo.
Con mis 46 años de inexperiencia viví ese gran momento, el encuentro con una leyenda que nunca olvidé aunque mis amores fidelistas me costarían alguna represalia en Europa, como un libro prohibido simplemente, me explicó en una lapidaria carta el editor de aquella editorial, porque “no queremos tener entre nuestros colaboradores a amigos de la dictadura castrista”. O algo parecido.
Tardé veinticinco años en dar el salto de París a La Habana, a la que llegué por primera vez con todos los miedos que los que como el editor no veían con buenos ojos aquellos acercamientos nos habían metido en el cerebro.
Llegué esperando ser vigilado constantemente, filmado en la habitación el hotel, seguido por las calles y quién sabe cuántas cosas más.
Me fui de La Habana convencido de que había tenido la posibilidad de conocer de un poquito más cerca la Revolución que tanto nos había ilusionado cuando en París nos tropezábamos con otra portada de Bohemia.
La aventura de Jean Daniel fue la de la razón, la que se impone con la experiencia de luchas anteriores en pos de la paz y de la concordia, según la frase consagrada.
La mía no fue al comienzo más que una chiquillada, la ilusión de la gente joven europea asqueada de un sistema político donde si no tenías un bonito traje y una corbata de seda no eras nadie.
La Revolución que se jugó en La Habana la podían haber reivindicado Victor Hugo y sus miserables.
Entonces yo ni lo sabía. Como ignoraba que buena parte de los jóvenes cubanos habían leído a Hugo cuando yo todavía le conocía solo de oídas.
¿Qué habría escrito Víctor Hugo de la Revolución cubana?
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Cuando la Revolución cubana se materializó, la admiración de la sorpresa se focalizó en Europa en los que teníamos veinte años y veíamos en los barbudos justicieros salidos casi directamente de nuestras propias aventuras de cine. Pero ya intelectuales que rondaban los cuarenta años de edad, con formación y vivencias políticas analizaban lo que estaba pasando con más propiedad y, desde luego, sin confundir a Fidel Castro con un Zorro caribeño como hacíamos los jóvenes sin experiencia política.
Jean Daniel formaba parte de ese grupo de intelectuales ya formados en experiencias revolucionarias y políticas como las de Vietnam o Argelia.
Para los veinteañeros era un derroche de entusiasmo juvenil pero sin la menor consistencia y seguíamos todo lo que ocurría en Cuba como si hubiésemos estado visionando una serie de películas de aventuras, con buenos y malos, malditos y justicieros.
Con 94 años cumplidos, Jean Daniel sigue dando guerra desde las columnas del semanario francés Le Nouvel Observateur, desde donde recientemente ha examinado la Cuba que queda tras la desaparición de Fidel Castro.
Fue periodista de primera fila, a los que los grandes del universo confiaban reflexiones, quizá algún secreto.
En su artículo del primero de diciembre, habla largamente de la crisis de los misiles de 1962, cuando el mundo contuvo la respiración porque la entonces Unión Soviética había instalado cohetes en Cuba, a dos pasos de Miami, de la avanzadilla de Estados Unidos. Un tira y afloja entre John F. Kennedy, Kruschev y Fidel Castro, donde el mundo veía cómo se le venía encima una guerra nuclear.
El periodista francés recuerda esos momentos: “En los países latinoamericanos se llegó a pensar que sería imposible evitar un conflicto nuclear. Sobre este punto preciso, no estoy seguro de que ni Fidel Castro estuviese al tanto de todos los detalles. Es una tesis poco extendida. En todo caso, me hizo vivir una de las aventuras humanas y profesionales de lo más apasionante, de lo más rica y excitantes que puedan ocurrir a un reportero, un periodista, un novelista. ¡Qué suerte!”.
Daniel tuvo con Fidel una larguísima entrevista como entonces las preparaba el líder cubano, en cualquier lugar de La Habana o sus alrededores, rodeado del más impenetrable secreto. En una foto se ve al cubano haciendo un gran gesto con la mano derecha bajo su boina encasquetada, como si se dispusiese a hablar ante las multitudes. Hay tres personajes en lo que parece una habitación de hotel, probablemente el Habana Libre. Jean Daniel escucha con una sonrisa en los labios a la izquierda de la instantánea y a la derecha aparece un personaje no identificado que podría haber sido el traductor. Era noviembre de 1963 en La Habana, reza el pie de la foto.
Se dijo entonces que John Kennedy había encargado al periodista un mensaje para entregar o transmitir a Fidel Castro.
Era una de esas entrevistas largas, de varias horas, que en aquellos años el líder cubano concedía a contados periodistas, generalmente a altas horas de la noche y ya metidos en la madrugada. Fidel tenía 53 años y su entrevistador otros tantos.
Pocos periodistas internacionales tuvieron el privilegio de mantener una conversación con el hombre que desde Cuba, Habana, Caribe, copaba la actualidad mundial.
Muchos años después, durante la visita que hizo a La Habana para recibir un homenaje que le hizo llorar en el escenario del Teatro Carlos Marx, se cuenta que el actor norteamericano Jack Lemmon tuvo una de esas privilegiadas y maratonianas charlas con Fidel Castro en la que, al parecer, se decía en los mentideros de la capital, el protagonista de “Missing” contó a su interlocutor chistes que circulaban en Washington, en particular sobre Ronald Reagan.
No asistí, por supuesto, a lo que debió ser un desternillante diálogo –aunque nos contaron que Fidel esperaba a que el traductor tradujese el inglés de su invitado para echarse a reír---.
Era en 1985 y daba la casualidad de que yo también estrenaba viaje a La Habana, el primero desde que en la Place de la Bourse en París me tropecé en un quiosco con las primeras portadas de Fidel Castro entrando en La Habana a caballo de la revista Bohemia.
En ese mes de diciembre el líder cubano vistió el uniforme verde olivo para subir a la tribuna del Karl Marx y dirigir una arenga a los cineastas que copaban todo el aforo –estábamos en pleno Festival de Cine--.
Fue una lección magistral de la que muchos se acordarán todavía.
Aquella misma noche, cuando la oscuridad y los apagones se apoderaron de la capital, tuve mi primero y único encuentro con el hombre que durante veintitantos años había llenado de ilusión liberadora nuestras imaginaciones, a más de 8.000 kilómetros de distancia y con una escala obligada en territorio canadiense para repostar, ya que los norteamericanos lo ordenaban así.
El Jefe del Estado cubano tenía entonces 59 años y ya se le notaba cansado cuando me condujeron a un saloncito del Palacio de la Revolución donde conversamos unos minutos, y desde luego nada que ver con las largas horas que Jean Daniel pudo pasar con él cuando apenas se había acabado la crisis de los cohetes.
En ese 1986, Fidel Castro no habló en el Karl Marx de guerra pero sí del imperialismo cultural que no había que consentir de ningún modo.
Con mis 46 años de inexperiencia viví ese gran momento, el encuentro con una leyenda que nunca olvidé aunque mis amores fidelistas me costarían alguna represalia en Europa, como un libro prohibido simplemente, me explicó en una lapidaria carta el editor de aquella editorial, porque “no queremos tener entre nuestros colaboradores a amigos de la dictadura castrista”. O algo parecido.
Tardé veinticinco años en dar el salto de París a La Habana, a la que llegué por primera vez con todos los miedos que los que como el editor no veían con buenos ojos aquellos acercamientos nos habían metido en el cerebro.
Llegué esperando ser vigilado constantemente, filmado en la habitación el hotel, seguido por las calles y quién sabe cuántas cosas más.
Me fui de La Habana convencido de que había tenido la posibilidad de conocer de un poquito más cerca la Revolución que tanto nos había ilusionado cuando en París nos tropezábamos con otra portada de Bohemia.
La aventura de Jean Daniel fue la de la razón, la que se impone con la experiencia de luchas anteriores en pos de la paz y de la concordia, según la frase consagrada.
La mía no fue al comienzo más que una chiquillada, la ilusión de la gente joven europea asqueada de un sistema político donde si no tenías un bonito traje y una corbata de seda no eras nadie.
La Revolución que se jugó en La Habana la podían haber reivindicado Victor Hugo y sus miserables.
Entonces yo ni lo sabía. Como ignoraba que buena parte de los jóvenes cubanos habían leído a Hugo cuando yo todavía le conocía solo de oídas.
¿Qué habría escrito Víctor Hugo de la Revolución cubana?
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