Colaboración: París- Habana, ida y revuelta

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El Hotel Nacional, en La Habana
Por Sergio Berrocal   

Y yo soñando con una Habana que finalmente no ha existido más que en mi imaginación. Han sido muchos años de ensoñación para reconocerlo pero lo más probable es que ésta sea la única explicación. O tal vez la que yo vi por primera vez en 1985 ya no existe porque los mercaderes del templo la han arrasado o quizá se han llevado su esencia para venderla a un parque temático de EEUU.

Con los años, cuando crees que eres más sabio, te descubres gente a la que nunca has gustado y que ahora se atreven a insinuártelo. No les ha gustado tu manera de hablar claro sobre un país que amabas pero que no era el tuyo, lo cual tiene su gracia porque tú precisamente tú no has tenido nunca tierra alguna. Has vivido de prestado primero en París, que te acogió cuando más lo necesitabas, apenas un mocito salido de una aventura en Marruecos, sin experiencia y sin dinero. Luego creíste encontrar un refugio aleatorio, porque ibas allí solamente de vez en cuando, en La Habana, donde diste con gente que merecía la pena. Lo malo de la gente que llegamos a apreciar e incluso a querer es que un día desaparecen porque así está escrito.

Entretanto, Madrid me había ofrecido un refugio de cinco años. Fue magnífico, regresabas a un país que solo había conocido en mi infancia y tropezabas con gente que también valía la pena, o al menos así lo creías.

Pero finalmente todo había empezado y todo debería de haber terminado en París. Tu vida se hizo en esa ciudad en el momento más importante que atraviesa un hombre, cuando abandona la infancia-juventud-inmadurez y cree que va a plantar raíces.

Amigos, de los que ya no volverías a encontrar, una mujer y esos hijos que todo el mundo te decía que sería como una prolongación de ti mismo.

Ah, también fue en París donde descubriste un país que antes de que en París los estudiantes, ninguno pobre por cierto, todos niños acomodados en la vida, podía ser una meta.

Descubriste Cuba por la lectura de un semanario cubano, Bohemia (“con Bohemia aprendí a hablar cubano”), que un día cayó en tus manos en el quiosco que estaba en la Place de la Bourse, junto al Metro y al lado de la mole de la Agencia France Presse (AFP), donde aprendías de veras a ser periodista. Habías tenido la suerte, de vez en cuando ha surgido en tu vida, no lo niegues, pero no siempre has sabido verla, de entrar en una de las escuelas más completas del periodismo mundial. Empezaban los años 60 y se montaba un servicio para que América Latina, España y todos los rincones donde hubiese un periódico o una emisora en español pudiesen recibir el inmenso servicio mundial de ña AFP en su propia lengua. Un apuesta osada que tardamos un par de años en consolidar.

Pero París, de donde ya te han expulsado porque hay que ser perseverante con el paraíso y tú se mostraste bastante casquivano, fue la fiesta prometida por Ernest Hemingway con sus dineros en dólares y los editores que le corrían para publicar lo que él quisiera, cuándo y dónde le diera la gana. Es cierto, pero solo durante treinta o cuarenta años, bueno, ¿y te quejas? Te expulsaron con casi medio siglo de vivencias en lo que entonces era París, una ciudad llena de promesas, de Rastignac que querían llegar a lo más alto. Cierto, París también fue como decía Josephine Baker, que pretendía tener dos amores y uno de ellos era esta ciudad. Claro que ella no tenía problemas de identidad. Negra como un tizón conquistó París desde lo alto de un escenario cantando en francés y en inglés, gracias sobe todo a un vestuario conciso pero preciso que hizo mucho por su éxito: un cinturón de plátanos, aunque nunca supe si eran maduros o de plástico. Pero que tú no podría haber hecho.

París ha querido a todo el mundo. Es el país de los que no tienen adónde ir. Viví antes en Tánger internacional donde no se preguntaba nada y donde los refugiados de todas las guerras, las de a tiros y de militares y las íntimas, las personales, las que no acaban nunca.

También nos echaron. Marrueco reclamó el territorio y el oasis más bello y amante del mundo descolgó el cartel de Internacional y todo el mundo huyó de estampida.

París me acogió como yo no tenía ni idea que pudiese ser. Llegaba con un pasaporte español, sin saber francés –cosa que reviente a los nativos—y con una chaquetilla y una gabardina que en el paraíso tangerino nunca había usado. Ah, olvidaba mis mocasines baratos que iban a trotar por los pavés de París durante dos o tres años, con alguna soldadura en un zapatero refugiado español y caritativo.

En la capital francesa las cosas no eran tan fáciles como en Tánger. Los franceses estaban acostumbrados a acoger a trabajadores emigrantes que les veía como un guante para el desarrollo de su industria y a los cientos de miles de morenos y negros que salían de la que fuera el África francesa en busca de una vida más sostenible.

Yo era un outsider que no sabía siquiera donde estaba de pie. Pero el desconocimiento y la juventud hacían que me sintiera como si toda la vida hubiese vivido en París. Mis dieciocho años y mi descaro me abrían todas las puertas. Hasta las de la presidencia, donde estuve acreditado como corresponsal de prensa extranjero, con una tarjeta adornada con la bandera tricolor que imponía respeto hasta a los gendarmes antidisturbios. Viví lo que nunca imaginé, aunque pasé alguna que otra necesidad estomacal hasta que descubrí que los huevos duros eran muy baratos y nutritivos, capaces de hacerte aguantar todo un día sin sentarte a una mesa decente.

El paraíso de París duró muchos, muchos años. Mi vida de periodista estaba asentada, reconocida y agradecida. Hasta que ocurrió aquello y entonces sentí la necesidad de salir corriendo sin saber hacia dónde.

Anduve un tiempo vagando, buscando la menor ocasión para quitarme de en medio, como un criminal, porque se tire por donde se tire las desgracias pueden ser el resultado de nuestra cobardía, de nuestra dejadez.

En un primer tiempo descubrí el exotismo de Cuba y llegué a decirme que ese era el refugio que necesitaba. La gente era cariñosa, la vida amable y barata, era mucho antes de Obama, de Trump, de todas esas desgracias.

Estaba dispuesto a abandonarlo todo por una quimera como diría aquel argentino adorable y cariñoso como el dulce de leche que cantaba tangos en mi casa del Lago Sul de Brasilia, Humberto Giannini, experimentado corresponsal de muchas guerras, cuando el sábado por la tarde los ministros brasileños se habían marchado de juerga a Sao Paulo o a Río de Janeiro y los corresponsales extranjeros estábamos más o menos seguros de poder emborracharnos durante dos días.

Poca gente sabe que estuve a punto de permanecer en La Habana, donde me fascinaba el juego de los periodistas con la realidad en nombre de la Revolución que Fidel Castro animaba como Cugat guiaba con su batuta a los cuarenta músicos de su orquesta.

Teníamos incluso la piscina, la del Hotel Nacional o la aérea del Hotel Capri. Solo faltaba Esther Williams.

Confieso que en esos momentos saqué toda la cobardía de que era capaz, y nadie sabe cuánta se tiene en reserva, para renunciar a todo el pasado y empezar de nuevo. Porque, pobre de mí, creía que con esa nueva vida en la que yo me recreaba, todo se borraría, habría un hombre nuevo, como en el comunismo europeo que creía poder crear un hombre de mármol, indestructible.

Lo malo es que yo no era ni comunista, ni tenía nada de nuevo y menos de indestructible.

Varios viajes París-La Habana me convencieron de que me había contado cuentos chinos. Y entretanto uno de los personajes de la isla con el que yo más contaba para mi locura, pero nunca le dije nada, ya no estaba.

Iba quedándome solo, irremediablemente aislado.

Quizá fuera por aquel entonces cuando descubrí que huir, esconderse de la realidad no servía absolutamente de nada. Había que afrontarla con la misma cara dura con la que había sido capaz de sobrevivir y hacerme un hombrecito en el París de los años sesenta. Y entonces recordé que sabía escribir, que era lo único que había hecho toda mi vida y que podría seguir haciéndolo.

Casi medio siglo después de aquellos vaivenes entre la cobardía y la espantada sigo escribiendo, aunque sea a trancazos, empujado por la necesidad de seguir vivo.

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