William González escribe sobre "La Sargento Matacho"

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William González
Por William González *    

Años cincuenta en Colombia, el mal llamado período de La Violencia. Mercenarios, bandoleros y guerrilleros. Iglesia, fuerzas armadas y partidos políticos. Ciudad y campo. Ricos y pobres. Ese es el marco y por lo tanto "La Sargento Matacho" es también una película violenta. ¿Cómo no? ¿Pudo haber sido de otra manera? No quise bombardear al espectador con sangre, pero tampoco se la pude ocultar. No quise hacer de los excesos, las mutilaciones, los desplazamientos y los atropellos de toda clase, los protagonistas; pero no pude prescindir de ellos porque entonces, hubiera desvirtuado la historia y la existencia misma de "La Sargento Matacho".

La vida de Rosalba Velasco fue un absurdo, el producto de una sociedad que por momentos pareciera no tener otra forma de relacionarse. Pero quise que esta película se inscribiera más que en la cultura de la violencia –si es que tal cosa existe- en la estética de la violencia, que sí que existe. No me interesaba plantear preguntas ni ofrecer respuestas. Quise que la historia de Matacho produjera asombro y desconcierto y para ello debía contar la historia, bien contada. No me interesaba la anécdota ni los hechos en sí mismos, sino la dimensión humana de sus protagonistas y de la tragedia que representan.

Sigo pensando, a pesar del escepticismo, que si de esta manera, con la realización de un largometraje, el espectador se vincula a la reflexión general que requiere y vive el país en la actualidad sobre la valoración de la vida y de la muerte, sobre la violencia, la guerra y la paz; sobre el odio, la venganza, el perdón, el olvido y el resarcimiento; sobre las salidas que van más allá de las posturas partidistas o ideológicas, creo que se estará aportando, desde la cinematografía, al proceso histórico nacional.
 
En un documento que circula por ahí, yo decía que el cine fue bautizado como la fábrica de sueños. Qué bonito título. Y sí, a mí me gusta soñar, incluso soñar despierto como la canción de Héctor Lavoe, a quién no… pero en el cine yo prefiero las pesadillas.

"La Sargento Matacho" es la representación de una pesadilla, digo representación en un doble sentido, el de la puesta en escena y el de la repetición: el ejercicio de la violencia que, y quizás eso sea uno de los elementos que se encuentran en la raíz del problema, ejerce sobre nosotros, por lo menos sobre mí, una extraña fascinación. Sé que es un poco arriesgado afirmar, por ejemplo, que las formas de matar en los años cincuenta no han sido superadas, en cuanto a su creatividad (no en cuanto a su crueldad), se refiere. Porque no había mediación de la tecnología. Ni las motosierras, ni las torturas, ni las casas de pique, superan un corte de franela o un corte de corbata. Es atroz por supuesto. Pero lo atroz no es que yo me atreva a hacer tan temeraria afirmación, lo atroz es que el ejercicio de la violencia invada incluso los espacios de nuestra creatividad e imaginación. Pensemos solamente en los sobrenombres: Sangrenegra, Desquite, Matacho…Y eso tiene que ver, por supuesto, con nuestro quehacer cinematográfico.

Es por eso que "La Sargento Matacho" revela en imágenes el rastro de un pasado que perdura en el presente. Trazos de una tragedia cuyo futuro dependerá en gran medida de la disposición y capacidad para interpretar los signos y recordar y tener presente el pasado.

En el terreno de la creación cinematográfica todo debe volverse ¨verdad¨, verosímil. Los sentimientos deben ser verdaderos, no importa si son en tono de comedia o de tragedia, allá cada quién, y no una caricatura de ellos, como en cierto tipo de televisión. Todos los elementos cinematográficos deben estar supeditados a una dramaturgia, (o una anti dramaturgia, o neo dramaturgia, tendencia que parece estar en boga ahora), a una elaboración de personajes –seres- sólidamente diseñados que nos permitan vislumbrar un lugar en el mundo, una forma de verlo, la exploración de una obsesión –la violencia en este caso- en fin, un punto de vista.

"La Sargento Matacho" muy pocas veces habla. Esto planteó un gran reto a la dramaturgia, a los actores y por supuesto a la realización. Siempre fue claro que así debía ser. Matacho no podía hablar. Alienada, perdió toda capacidad de comunicación, su dimensión social; fracturada en su propia identidad y en su ser social, aislada de sí misma y de los demás.  Así lo hicimos y así lo prefiero porque ayuda a que el espectador no sepa a qué atenerse con ella, como tampoco sabemos a qué atenernos con la violencia. Matacho no reflexiona sobre sí misma, como tampoco el ejercicio de la violencia se explica por sí mismo.

Quise que Matacho, como personaje, estuviera a la altura de las circunstancias históricas que lo engendraron y de aquéllas sobre las que hoy en día se proyecta; que se mantuviera al nivel del absurdo y de la compleja multiplicidad de factores y motivaciones que actualmente nos afecta como colombianos.

Rosalba Velásquez (Velasco como la llamamos en nuestra ficción), alias "La Sargento Matacho", surge del pasado como signo y símbolo de un fenómeno íntimamente ligado a la vida de los colombianos: la violencia como madre y maestra de niños y adultos, de hombres y mujeres.

Matacho, la bandolera del sur del Tolima encarna la tragedia de Colombia. La guerra en nuestro país no ha sido un fenómeno extraordinario sino, el medio natural en el que han crecido más de cuatro generaciones y quizás la forma predominante de las relaciones y expresiones sociales, políticas y culturales. La violencia como lenguaje cotidiano. La violencia como imaginario psíquico, fuente de sentido y de identidad del individuo y la colectividad.

Como mujer, Matacho accede a un espacio tradicionalmente asignado a los hombres. Asume su papel protagónico como combatiente, con un comportamiento agresivo, desafiante del dolor, del sufrimiento y del miedo. Por eso maravilla o desconcierta a sus compañeros de cuadrilla y a sus enemigos. Porque rompe con conductas socialmente aceptadas y con el imaginario arquetípico masculino que confiere a la mujer la dulzura, la pasividad, la solidaridad y la obediencia.
 
Matacho desafía estereotipos de género y sociales. Ante la devastación de su mundo emocional, afectivo y físico, Rosalba Velasco reconstruye inconscientemente su identidad, fundiéndose en una entidad mayor, de carácter absoluto: la Muerte, la Violencia. No asume el papel de víctima pasiva ni el de refugiado o indefenso, papeles asignados tradicionalmente a mujeres, ancianos y niños. Su instinto de supervivencia no deja que se paralice ni se resigne. Y no es un proceso voluntario porque entonces sería consciente de lo que le ocurre. Sus mecanismos inhibitorios se desarticulan y transgrede el ordenamiento, la costumbre, lo esperado. Su comportamiento no sigue, y esto es muy importante, formulaciones ideológicas o partidistas; surge desde lo más íntimo de su existencia y toma la más irracional de las rutas: la barbarie.

¿Será una utopía encontrar otras formas de encarar la violencia? Canalizar la energía, como me decía un amigo, del odio, la indignación y la ira, hacia otros fines que contribuyan a una cultura humana distinta, en la que las contradicciones puedan encontrar resolución y dejar de manifestarse como antítesis mortales. Que no tengamos que renunciar a construir nuestras propias Torres de Babel, entendidas estas como la concreción de un lenguaje y unos propósitos comunes, ni que sigamos condenados al destierro en nuestro propio espacio o a tener que jugar nuestros corazones y que nos gane la violencia. Si esto no fuese posible, no nos quedaría de otra que aceptar la sabiduría de Sergio Stepansky y repetir con él ese verso que dice: ¨Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida...¨.

(*): El caleño William González, que estudió cine en México, donde empezó su carrera como asistente de Arturo Ripstein, y luego -ya de Colombia- de Sergio Cabrera o Luis Ospina, realizó varios cortometrajes y series para la televisión colombiana, debuta tardíamente en el cine como director de "La Sargento Matacho", que se estrena el próximo día 7 de septiembre.

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