Colaboración: Cumpleaños sin Tiffany

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Lámpara Tiffany
Por Sergio Berrocal   

Mi primer enamoramiento cubano fueron los ojos verdes de una mocita morena que alguna vez había visto en sueños y que se me apareció en el viejo aeropuerto José Martí de La Habana. Como si quisiera confirmarme que la belleza existía pero que no era para mí. El segundo, una lámpara Tiffany que un amigo periodista, Chango, tenía en su casa en Playa, un lugar que siempre me pareció mágico y que en realidad lo era.

Años duros y absurdos para los cubanos, como todos los demás sin duda, en ese mes de diciembre cuando una ensalada de tomates se cotizaba casi más que una bandeja de ricas langostas recién pescadas.

Y así fue como asistí al insólito agasajo a base de los primeros tomates llegados a La Habana en muchos meses. En la misma cocina había una enorme nevera llena de las más apetitosas langostas.

Cosas de Cuba. A veces ocurría que faltaban durante meses los clavos, o las toallitas higiénicas, pero nunca oí que se agotara el güisqui o el ron.

No me atreví a pedirle a Chango que me regalase aquella lamparita a la que le sobraba un poco de polvo. Luego me contaron que había muchos tesoros como aquel abandonados por todos los ricachones a los que la llegada de Fidel Castro había hecho huir a Miami llevándose lo justo.

La sinfonía de los vitrales de Tiffany me han perseguido de iglesia en iglesia y de casa en casa en lugares tan diversos como Río de Janeiro y Brasilia, donde esas joyas del buen gusto parecen incrustadas en el paisaje. En Roma iluminaban el rostro eternamente e inútilmente sacrificado de un Cristo que me ha atormentado hasta mi exilio en el lugar más meridional de Europa.

Ahora, mientras cumplo un año más, en el silencio de todos los corderos de mi mundo que otrora me rendían pleitesía porque el poder es un orgasmo asegurado, habría dicho quizá Salvador Dalí, miro los catálogos de falsas lámparas Tiffany que la gente imbécil que me rodea cree que siguen saliendo de la misma manufactura donde un norteamericano amoroso de lo bello las inventó en el siglo XIX.

Pero como vivo en el país de la impostura, en el universo de la falsificación, hay Tiffany a cuatro chavos la docena en todas las casas. Qué bella es la ignorancia.

Pasaré otro cumpleaños tratando de dilucidar el misterio del hombre que después de Jesucristo me intriga y apasiona más, Ulises, pura creación de la imaginación de un griego ciego pero que vale por la historia más veraz. ¿Para qué necesitamos que todo sea tan auténtico como las Tiffany que se venden aquí en mi isla hasta en los mercadillos si la mentira, que algunos llaman sueño, es mil veces más reconfortante?

Esta noche de víspera cumpleañera recordé entre nieblas de otro mundo, de otras cosas, el último que pasé a orillas del lago Paranoá, que los constructores de Brasilia la irrepetible metieron en un hoyo que les sobraba y luego convencieron a los escuchantes que había sido horadado hacía miles de años por las lágrimas de un jefe de tribu que en la sabana inhóspita había sido traicionado por su prometida, una princesa india de belleza extraña y nada exclusiva. En realidad creo que se fue porque el muchacho la aburría pero la leyenda quedó.

En medio de los mosquitos que alegremente transmitían el dengue por todo el territorio nacional festejamos al lado de la refrescante piscina que tanto gustaba a aquellos elegantes y rápidos insectos como la muerte que transportaban, los famosos Aedes aegypt, a los que ni el güisqui de exportación repelían.

Giannini, gaucho de una estepa siberiana con connotaciones de la más profunda Italia, cantaba tangos, y los demás, Aldo, Any y una docena de agregados de los sábados domingueros, nos contábamos las maldades que circulaban entre los periodistas por el Parlamento, por el Senado, por el palacio Presidencial.

Sobre todo nos reíamos con la ocurrencia de un antiguo tornero de Sao Paulo, con el que habíamos cenado la noche anterior en el lago un gigantesco pez llegado del Amazonas. Es verdad que había corrido mucho vino chileno pero el hombre, ah, ya le recuerdo, Luiz Inácio Lula da Silva, se empeñaba en que iba a ganarle las elecciones presidenciales al presidente más guapo, elegante y culto que había tenido Brasil, Fernando Henrique Cardoso.

Mucho nos reímos. Muchas carcajadas se soltaron en aquel lago del indio desesperado (¿no sería un poquito homo y se ocultaba llorando por la india que probablemente no le hacía la menor gracia?) hasta que la noche se metió en la piscina y los coches arrancaron los motores.

Me quedé al borde de la piscina donde me parecía haber visto una cría de yacaré (cocodrilo amable de Brasil) –acuérdate de decirle al piscinero que lo saque por la mañana porque te puede comer el bañador, pensé— y volvimos a aquel cumpleaños feliz.

Miré por encima los regalos que se habían amontonado en un rincón del salón y comprobé que no había ninguna lámpara Tiffany.

Es lástima. Desde que me enamoró en La Habana nunca más ha querido venirse conmigo. Seguramente por despecho.

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