Colaboración: Soñar

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En una sala
Por Sergio Berrocal      

Soñar, imaginar, tratar de ver de lejos, con el corazón, es más bello que ver. Soñar permite inventar una realidad con arreglo a nuestros propios deseos. Cuando se sueña se modelan las cosas, las gentes, sin que nadie pueda decepcionarte. Una gran parte de mi vida, la más importante, la más expuesta a las emociones, a las influencias, la he pasado refugiándome en sueños que casi siempre han pasado por una pantalla de cine.

He visitado Nueva York, andado por Central Park, tomado una copa en un bar de una callejuela cercana al Rockefeller Center, antes de tener la oportunidad, por fin, de bajarme un día en el aeropuerto JFK de Nueva York y salir corriendo a la calle para tocar un taxi amarillo, el taxi de tantas y tantas películas de policías y gangsters que había visto desde que por primera vez pisé una sala de cine.

Estuve con Fidel Castro, al ladito, cuando pronunció aquel discurso en el que dos palomas se le posaban en los hombros mientras alguien me decía que llevaba al cuello una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Era en blanco y negro, un documental en un cine de París, y mi imaginación.

Pasarían muchos años antes de que tuviese la oportunidad de pisar por primera vez el aeropuerto habanero José Martí pero ya lo había visto mil veces. No tuve sorpresas en este primer viaje a La Habana porque mis sueños, formados por cientos de miles de imágenes vistas, me habían dicho todo lo que tenía que saber.

En el Tánger de mis comienzos, soñé durante dos años todo lo que quise y preparé mi viaje a París imaginando y recopilando las imágenes de películas que luego pasaban por un aparatito que en el cerebro enderezaba imagen, borraba exageraciones y me daba cuantos datos podía necesitar.

Para estos sueños tan ligados a lo que veía desde mi butaca del cine Roxy, adonde acudía regularmente como encargado de la rúbrica cine en el semanario tangerino Cosmópolis, siempre prefería el blanco y negro. Y cuando las películas eran en technicolor, que tanto se llevaba entonces, yo me inventaba un filtro y todo volvía a la realidad. Porque yo no quería fantasía, sino realidad modulada por mis deseos y esperas.

Gracias a las películas del Oeste me familiaricé tanto con Errol Flynn que cuando llegó el momento de conocerlo en su yate anclado en el puerto de Tánger no me sorprendió lo más mínimo. Creo que a él tampoco le sorprendí yo porque también me había visto sentado en mi butaca mientras él galopaba para salvar a la rubita que tanto le gustaba.

Años más tarde, en un cine del barrio de Barbés de París, que entonces tenía peor fama que el Harlem de los neoyorquinos, en cuyos restaurantes modestos hasta la pobreza se comía el mejor cuscús del mundo, conocí a mi padre en un montaje sobre la guerra del Rif, sanguinolento conflicto que de 1921 a 1927 enfrentó a los franceses y españoles con los fieros combatientes de la región marroquí del Rif. Bueno, por supuesto que no le reconocí entre los oficiales que desfilaban por la pantalla. Pero sabía que había estado allí y que su ferocidad hizo que le llamaran Capitán Veneno.

Cuando en los años ochenta tuve la oportunidad de saludar a Fidel Castro en el Palacio de la Revolución de La Habana, ya le conocía perfectamente. Hasta el olor de su uniforme verdoso, que tanto se parecía a uno que mi padre se había olvidado quizá como regalo de despedida, yo ya lo tenía sabido.

La ventaja de este método de imaginar, de soñar con ayuda de imágenes robadas a las películas es que cuando se te acaban las posibilidades de viajar, ya lo has visto todo.

Aunque nunca pisé Vietnam, que los franceses llamaron primero Indochina, he vivido la larga y amarga guerra que terminó con la derrota de quienes debían ser derrotados. Por una vez no habían ganado los malos.

A Camboya tampoco he tenido ocasión de ir pero les seguro que conozco perfectamente el olor de aquella papaya verde que me embrujó en una película.

Cuando en 1988 solicité la corresponsalía de la AFP en Madrid lo hice llevado por el entusiasmo que me había provocado una película española rodada en Madrid.

En 1997 salí como corresponsal para Brasilia precisamente por una serie de películas y ensoñaciones sobre la capital menos conocida, visitada y probablemente querida del mundo. En los dos casos fuimos muy felices.

Pero todo se acaba. Y he vuelto al cine.
 
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