Crítica: "Tras el verano", hijos, padres y afectos ajenos

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"Tras el verano"
"Tras el verano"
Por Santiago Echeverría    

La española Yolanda Centeno irrumpe en el panorama del cine social con una opera prima valiente y conmovedora que aborda, sin tapujos ni melodrama, las grietas legales y emocionales de las familias reconstituidas. Tras el verano expone un debate urgente —la invisibilidad de los vínculos no biológicos en un sistema que prioriza el ADN sobre los afectos—, y lo hace con una sensibilidad visual y narrativa que trasciende lo meramente discursivo.

En el centro de la trama late Paula, interpretada con una contención magistral por Alexandra Jiménez, cuyo rostro se ilumina únicamente en los escasos momentos de complicidad con Dani, el niño al que cría sin ser su madre biológica. La cineasta utiliza la luz como un personaje más: la penumbra que envuelve a Paula en su incertidumbre legal contrasta con los destellos cálidos de su relación con el pequeño, creando un lenguaje visual tan poético como desgarrador. No es casualidad que el agua —ese espacio donde no se toca fondo— aparezca como metáfora recurrente: la inestabilidad de Paula ante un sistema que la niega se refleja en planos donde las olas amenazan con arrastrar su lugar en el mundo.



El guion, aunque en ocasiones se antoja minimalista hasta rozar la repetición, encuentra su fuerza en la cotidianidad. La historia evita grandilocuencias para mostrar cómo un conflicto aparentemente íntimo (¿puede una madrastra seguir viendo a su hijastro tras una ruptura?) revela una falla social profunda. Centeno logra que el dolor de un niño, magistralmente encarnado por un debutante que balancea inocencia y tensión, se convierta en el espejo de un vacío legal que deshumaniza. Las actuaciones, en general sobrias —con Juan Diego Botto y Ruth Gabriel aportando solidez—, refuerzan este tono de realismo crudo, aunque en momentos pecan de una frialdad que podría distanciar al espectador.

Pero el mayor acierto de la película es su capacidad para transformar lo particular en universal. Lo que inicia como el dilema de una familia se expande hasta cuestionar nociones arcaicas de pertenencia: ¿Es el amor un derecho que depende de un papel? La cinta no ofrece respuestas fáciles, pero sí abre un diálogo necesario, especialmente en un contexto donde las estructuras familiares evolucionan más rápido que las leyes.

Tras el verano no es una obra perfecta —su ritmo pausado y cierta austeridad narrativa exigirán paciencia—, pero su imperfección es, en cierto modo, un reflejo del tema que explora: las grietas de un sistema que aún no sabe nombrar a quienes aman sin permiso legal. Centeno, con un ojo certero para el detalle simbólico y un compromiso social palpable, no solo ilumina un rincón oscuro de nuestra realidad, sino que nos obliga a preguntarnos cuántas otras Paulas y Danis siguen esperando en la sombra. Una película incómoda, sí, pero tan necesaria como el aire después de un verano sofocante.

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