Crítica: "Antes del cuerpo", inquietantes detalles domésticos
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Por Santiago Echeverría
Una niebla baja de inquietud cubre la argentina "Antes del cuerpo" (2025), el primer largometraje de las directoras Lucía Bracelis y Carina Piazza. No es la niebla explícita del terror convencional, sino un vapor sutil que emana de las grietas de la vida cotidiana, impregnando cada rincón de la pantalla con una sensación de amenaza latente. La película, que se presentó en el BAFICI, teje con paciencia un relato íntimo donde el verdadero suspense no yace en lo que se muestra, sino en lo que permanece agazapado en los silencios y en las miradas.
En el centro de esta atmósfera opresiva se encuentra Ana, interpretada con una contención admirable por Mónica Antonópulos. Ella es una cuidadora domiciliaria que sostiene a sus dos hijos con el desgaste físico y emocional que implica atender a otros. Su vida es una rutina de servicio y supervivencia, un ciclo que las directoras retratan sin concesiones al sentimentalismo. La cámara no juzga, solo observa. Observa a Ana cuidar a Luis, un escritor anciano encarnado por un Patricio Contreras sobrio y seco, cuya relación con su cuidadora se construye desde la rudeza y una resistencia compartida al paso del tiempo.
Pero el verdadero núcleo de la perturbación no está en la casa de Luis, sino en la de Ana. Allí, la directora siembra las semillas de un malestar más profundo e indefinible. La hija menor de Ana, Elena, carga con una condición extraña que el film se niega a diagnosticar con claridad, utilizando sus dibujos y su comportamiento como migajas que llevan al espectador hacia un bosque de posibilidades siniestras. La narrativa se alimenta de esta elusión, de lo que se sugiere en los gestos y en los espacios vacíos. No hay golpes de efecto ni sustos baratos; el horror aquí es atmosférico, un goteo constante de sangre en mínimas dosis que mancha la normalidad.
La puesta en escena de Bracelis y Piazza es un ejercicio de contención y precisión. Cada encuadre parece compuesto con la meticulosidad de un retrato, donde la decadencia de los ambientes y la paleta de colores terrosos contribuyen a esa sensación de asfixia. Es un cine que respira con calma, pero cuyo pulso es el de un corazón acelerado en medio de la noche. La tensión no se construye a través de eventos espectaculares, sino mediante la acumulación de momentos cotidianos que, de pronto, se revelan cargados de un significado perturbador.
El ritmo, deliberadamente pausado, puede sentirse para algunos como una losa, pero funciona como un mecanismo de inmersión. La película no busca capturar la atención del espectador, sino absorberlo en su mundo, invitándolo a descifrar los matices y a completar los vacíos con su propia imaginación. Es en esta interacción donde "Antes del cuerpo" encuentra su mayor fortaleza, proponiendo un terror gótico y doméstico que no apunta a los nervios, sino a las entrañas.
El elenco, encabezado por la poderosa y silenciosa interpretación de Antonópulos, funciona como un engranaje perfecto para esta maquinaria de opresión. No hay exageraciones ni momentos grandilocuentes; solo la exposición cruda de personajes que cargan con sus dolores y fragilidades como si fueran pesadas mochilas.
"Antes del cuerpo" no ofrece respuestas fáciles ni un cierre complaciente. Su final, tan elíptico e indefinido como su planteamiento, puede resultar frustrante para quienes busquen un desenlace categórico. Sin embargo, es en esa resistencia a lo evidente donde la película consolida su identidad. Es un relato sobre la resistencia humana, sobre el duelo y sobre las formas complejas en que nos conectamos, incluso cuando el miedo y lo desconocido se cuelan en los hogares, transformando lo familiar en un territorio extraño y potencialmente peligroso. Un valioso hallazgo que demuestra que el terror más efectivo es el que nace de la fragilidad de nuestro propio cuerpo y de los secretos que alberga la familia.
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Una niebla baja de inquietud cubre la argentina "Antes del cuerpo" (2025), el primer largometraje de las directoras Lucía Bracelis y Carina Piazza. No es la niebla explícita del terror convencional, sino un vapor sutil que emana de las grietas de la vida cotidiana, impregnando cada rincón de la pantalla con una sensación de amenaza latente. La película, que se presentó en el BAFICI, teje con paciencia un relato íntimo donde el verdadero suspense no yace en lo que se muestra, sino en lo que permanece agazapado en los silencios y en las miradas.
En el centro de esta atmósfera opresiva se encuentra Ana, interpretada con una contención admirable por Mónica Antonópulos. Ella es una cuidadora domiciliaria que sostiene a sus dos hijos con el desgaste físico y emocional que implica atender a otros. Su vida es una rutina de servicio y supervivencia, un ciclo que las directoras retratan sin concesiones al sentimentalismo. La cámara no juzga, solo observa. Observa a Ana cuidar a Luis, un escritor anciano encarnado por un Patricio Contreras sobrio y seco, cuya relación con su cuidadora se construye desde la rudeza y una resistencia compartida al paso del tiempo.
Pero el verdadero núcleo de la perturbación no está en la casa de Luis, sino en la de Ana. Allí, la directora siembra las semillas de un malestar más profundo e indefinible. La hija menor de Ana, Elena, carga con una condición extraña que el film se niega a diagnosticar con claridad, utilizando sus dibujos y su comportamiento como migajas que llevan al espectador hacia un bosque de posibilidades siniestras. La narrativa se alimenta de esta elusión, de lo que se sugiere en los gestos y en los espacios vacíos. No hay golpes de efecto ni sustos baratos; el horror aquí es atmosférico, un goteo constante de sangre en mínimas dosis que mancha la normalidad.
La puesta en escena de Bracelis y Piazza es un ejercicio de contención y precisión. Cada encuadre parece compuesto con la meticulosidad de un retrato, donde la decadencia de los ambientes y la paleta de colores terrosos contribuyen a esa sensación de asfixia. Es un cine que respira con calma, pero cuyo pulso es el de un corazón acelerado en medio de la noche. La tensión no se construye a través de eventos espectaculares, sino mediante la acumulación de momentos cotidianos que, de pronto, se revelan cargados de un significado perturbador.
El ritmo, deliberadamente pausado, puede sentirse para algunos como una losa, pero funciona como un mecanismo de inmersión. La película no busca capturar la atención del espectador, sino absorberlo en su mundo, invitándolo a descifrar los matices y a completar los vacíos con su propia imaginación. Es en esta interacción donde "Antes del cuerpo" encuentra su mayor fortaleza, proponiendo un terror gótico y doméstico que no apunta a los nervios, sino a las entrañas.
El elenco, encabezado por la poderosa y silenciosa interpretación de Antonópulos, funciona como un engranaje perfecto para esta maquinaria de opresión. No hay exageraciones ni momentos grandilocuentes; solo la exposición cruda de personajes que cargan con sus dolores y fragilidades como si fueran pesadas mochilas.
"Antes del cuerpo" no ofrece respuestas fáciles ni un cierre complaciente. Su final, tan elíptico e indefinido como su planteamiento, puede resultar frustrante para quienes busquen un desenlace categórico. Sin embargo, es en esa resistencia a lo evidente donde la película consolida su identidad. Es un relato sobre la resistencia humana, sobre el duelo y sobre las formas complejas en que nos conectamos, incluso cuando el miedo y lo desconocido se cuelan en los hogares, transformando lo familiar en un territorio extraño y potencialmente peligroso. Un valioso hallazgo que demuestra que el terror más efectivo es el que nace de la fragilidad de nuestro propio cuerpo y de los secretos que alberga la familia.
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