Colaboración: Chango, el peliculero de La Habana
- por © P.L./-NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *
Nunca supo que su vida había sido una película en la que se confundían los géneros porque su pasaporte de casi argentino le obligaba a ser presuntuoso por encima del bien y del mal. Pero por encima de todo resaltaba todo su talento de comunicador.
No le imagino agarrado a unas manos más o menos misericordiosa y queriendo huir de la muerte a toda costa. No era su estilo. Falleció el lunes pasado y lo más terrible es que su hijo, al que adoraba, tal vez no estuviese allí. Pero él lo sabía. Mucho tiempo vivió solo, en eremita pendenciero, y ahora le queda la eternidad para seguir mascando sus palabras. A menos que decida seguir mandándonos sus análisis desde el más allá.
Amén de periodista fuera de serie, de los que ya no hay, que pasó más de cincuenta años en su casa museo del 98 A número 527 entre 5º F y 7ª Playa, Miramar, una casita como las de Macondo repleta de inestimables y auténticas lámparas Tifany, cientos de fotos, habitaciones reservadas a las que se accedía por un torbellino de escalera.
Este santuario de dimensiones aptas para vivir e intrigar, en el que el Reverendo Chango ejercía de cura de la Revolución Francesa, tenía un patio mágico donde cuando caía la noche todos los elegidos debíamos someternos a los dictados de entes con los que nadie bromeaba.
Cualquiera de los intelectuales que allí acudíamos por rigurosa invitación cursada según la filosofía y el humor del amo del lugar sabíamos que Chango llevaba viviendo una película sin atrezzo ni cámaras desde que se instaló allí, al llegar a La Habana, algo así como medio siglo antes.
Adoptaba actitudes a la Kirk Douglas padre y joven, Victor Mature y hasta puede que a ratos, cuando tumbaba un kilo de carne argentina sobre el fuego de su cocina podía asemejarse a Claude Chabrol.
A cualquier novelista de la generación de Somerset Maughan le habría inspirado un personaje de infinita raza de Lazarillo de Tormes a bordo de un automóvil del Este perdido en el tráfico dementemente tranquilo de La Habana.
Alfredo Muñoz Unsain, lo de Chango nada más que para los muy allegados, fue el decano de siempre de la prensa extranjera de la isla. En su casa de Miramar, nunca antes de las diez de la mañana, fungía como obispo del extraño Periodismo, siempre bajo el palio de la más absoluta confidencialidad y la más perfecta cordialidad que los fieles extendían en el patio de todas las confidencias.
A los que nos dejaban sentarnos allí, máxime si el ayudante del Maestro nos había designado un vaso orondo de Murano para trasegar el güisqui, nos tocaba admirar. Parapetado detrás de interminables cigarrillos rubios cuyo humo jugaba una eterna zambra con la parte superior de sus gafas, daba paso a los debates del día.
La primera noche que como recién llegado a la isla desde París tomé asiento en el patio donde el gallo misericordioso y las vecinas toleradas nos dejaban escuchar los más importantes pasajes de la novela de la noche, me sentí como el caballero valenciano al que le revelaron que la copa encontrada en algún hueco de la vida podría ser el Santo Grial.
Aquella noche de tanto güisqui y poco agua, de mucho tabaco y humo prudente, la estrella especial era Pastor Vega, el realizador de una de las obras más redondas del cine cubano, “Retrato de Teresa”.
Dios, cómo Pastor cumplió con todos los ignorantes que estábamos allí. En unas cuantas horas, de esas horas que se alumbran en el amanecer, nos enseñó que el cine cubano “era un milagro querido por Fidel Castro”. Y nos penetró de la tremenda magia que había dado a esta cinematografía sin grandes medios momentos inimaginables.
El último momento estelar, o el que yo mejor recuerdo, fue en 1993. “Fresa y chocolate”, filmada por Tomás Gutiérrez Alea y Carlos Tabío sobre la hasta entonces imposible homosexualidad cubana frente a la rigidez de los mandamientos cubanos marxistas.
Aquella noche de triunfo de todos cuantos apostábamos por esa apertura que se tradujo en un ábrete sésamo político, Chango exultaba. Como siempre, él lo sabía todo antes de que se plasmase en la pantalla del gigantesco Teatro Karl Marx. Creo que hasta había previsto que el aparente triunfador, Alfredo Guevara, jugara con su chaquetilla de verano un numerito que quedó en los anales del triunfo de la razón.
En Cuba, y hasta fuera, Chango lo sabía todo. Te lo explicaba todo y en todo acertaba. Las pocas nociones que yo tengo sobre la Revolución cubana, desde sus comienzos a nuestros días, me las enseñó él. Él nos condujo a unos cuantos periodistas por los que sentía cariño, y hay que advertir que no lo derrochaba así como así, hacia la comprensión de un régimen que visto sólo a ocho mil kilómetros puede confundirse con “El Palacio de los sueños” de Ismail Kaddaré. Cuba era para nosotros un lugar mágico.
El cuento es que Chango fue director adjunto en La Habana de la Agencia France Presse, una de las tres grandes de la información mundial, durante más de veinticinco años. Lo vio todo, conoció a todo el mundo, relató lo que sabía poder relatar y calló lo que callan los grandes del periodismo. Antes de echar anclas en la AFP había sido redactor de Radio Habana y un montón de cosas más. Trabajo también en medios extranjeros. Y en Prensa Latina, de la que se consideraba fundador.
Pero en esta noche de mi Fuengirola de la Costa del Sol de la sureña Andalucía, muy, muy lejos del patio de Chango, no tengo más remedio que recordar que yo había combinado con Tony, mi hijo, enorme fotógrafo, ir en diciembre pasado a La Habana con el pretexto del Festival de Cine. El objeto de nuestra misión era diferente: despedirnos de Chango, al que tanto amamos. La operación abortó. Se veló la película.
Y creyendo no romper así la magia hasta que se presentase otro avión le envié un libro mío sobre la locura y un simbólico bolígrafo Parker. Ahora sé que no le dio tiempo a leer ese grito desesperado. Y que nunca más escribirá con mi bolígrafo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).
Nunca supo que su vida había sido una película en la que se confundían los géneros porque su pasaporte de casi argentino le obligaba a ser presuntuoso por encima del bien y del mal. Pero por encima de todo resaltaba todo su talento de comunicador.
No le imagino agarrado a unas manos más o menos misericordiosa y queriendo huir de la muerte a toda costa. No era su estilo. Falleció el lunes pasado y lo más terrible es que su hijo, al que adoraba, tal vez no estuviese allí. Pero él lo sabía. Mucho tiempo vivió solo, en eremita pendenciero, y ahora le queda la eternidad para seguir mascando sus palabras. A menos que decida seguir mandándonos sus análisis desde el más allá.
Amén de periodista fuera de serie, de los que ya no hay, que pasó más de cincuenta años en su casa museo del 98 A número 527 entre 5º F y 7ª Playa, Miramar, una casita como las de Macondo repleta de inestimables y auténticas lámparas Tifany, cientos de fotos, habitaciones reservadas a las que se accedía por un torbellino de escalera.
Este santuario de dimensiones aptas para vivir e intrigar, en el que el Reverendo Chango ejercía de cura de la Revolución Francesa, tenía un patio mágico donde cuando caía la noche todos los elegidos debíamos someternos a los dictados de entes con los que nadie bromeaba.
Cualquiera de los intelectuales que allí acudíamos por rigurosa invitación cursada según la filosofía y el humor del amo del lugar sabíamos que Chango llevaba viviendo una película sin atrezzo ni cámaras desde que se instaló allí, al llegar a La Habana, algo así como medio siglo antes.
Adoptaba actitudes a la Kirk Douglas padre y joven, Victor Mature y hasta puede que a ratos, cuando tumbaba un kilo de carne argentina sobre el fuego de su cocina podía asemejarse a Claude Chabrol.
A cualquier novelista de la generación de Somerset Maughan le habría inspirado un personaje de infinita raza de Lazarillo de Tormes a bordo de un automóvil del Este perdido en el tráfico dementemente tranquilo de La Habana.
Alfredo Muñoz Unsain, lo de Chango nada más que para los muy allegados, fue el decano de siempre de la prensa extranjera de la isla. En su casa de Miramar, nunca antes de las diez de la mañana, fungía como obispo del extraño Periodismo, siempre bajo el palio de la más absoluta confidencialidad y la más perfecta cordialidad que los fieles extendían en el patio de todas las confidencias.
A los que nos dejaban sentarnos allí, máxime si el ayudante del Maestro nos había designado un vaso orondo de Murano para trasegar el güisqui, nos tocaba admirar. Parapetado detrás de interminables cigarrillos rubios cuyo humo jugaba una eterna zambra con la parte superior de sus gafas, daba paso a los debates del día.
La primera noche que como recién llegado a la isla desde París tomé asiento en el patio donde el gallo misericordioso y las vecinas toleradas nos dejaban escuchar los más importantes pasajes de la novela de la noche, me sentí como el caballero valenciano al que le revelaron que la copa encontrada en algún hueco de la vida podría ser el Santo Grial.
Aquella noche de tanto güisqui y poco agua, de mucho tabaco y humo prudente, la estrella especial era Pastor Vega, el realizador de una de las obras más redondas del cine cubano, “Retrato de Teresa”.
Dios, cómo Pastor cumplió con todos los ignorantes que estábamos allí. En unas cuantas horas, de esas horas que se alumbran en el amanecer, nos enseñó que el cine cubano “era un milagro querido por Fidel Castro”. Y nos penetró de la tremenda magia que había dado a esta cinematografía sin grandes medios momentos inimaginables.
El último momento estelar, o el que yo mejor recuerdo, fue en 1993. “Fresa y chocolate”, filmada por Tomás Gutiérrez Alea y Carlos Tabío sobre la hasta entonces imposible homosexualidad cubana frente a la rigidez de los mandamientos cubanos marxistas.
Aquella noche de triunfo de todos cuantos apostábamos por esa apertura que se tradujo en un ábrete sésamo político, Chango exultaba. Como siempre, él lo sabía todo antes de que se plasmase en la pantalla del gigantesco Teatro Karl Marx. Creo que hasta había previsto que el aparente triunfador, Alfredo Guevara, jugara con su chaquetilla de verano un numerito que quedó en los anales del triunfo de la razón.
En Cuba, y hasta fuera, Chango lo sabía todo. Te lo explicaba todo y en todo acertaba. Las pocas nociones que yo tengo sobre la Revolución cubana, desde sus comienzos a nuestros días, me las enseñó él. Él nos condujo a unos cuantos periodistas por los que sentía cariño, y hay que advertir que no lo derrochaba así como así, hacia la comprensión de un régimen que visto sólo a ocho mil kilómetros puede confundirse con “El Palacio de los sueños” de Ismail Kaddaré. Cuba era para nosotros un lugar mágico.
El cuento es que Chango fue director adjunto en La Habana de la Agencia France Presse, una de las tres grandes de la información mundial, durante más de veinticinco años. Lo vio todo, conoció a todo el mundo, relató lo que sabía poder relatar y calló lo que callan los grandes del periodismo. Antes de echar anclas en la AFP había sido redactor de Radio Habana y un montón de cosas más. Trabajo también en medios extranjeros. Y en Prensa Latina, de la que se consideraba fundador.
Pero en esta noche de mi Fuengirola de la Costa del Sol de la sureña Andalucía, muy, muy lejos del patio de Chango, no tengo más remedio que recordar que yo había combinado con Tony, mi hijo, enorme fotógrafo, ir en diciembre pasado a La Habana con el pretexto del Festival de Cine. El objeto de nuestra misión era diferente: despedirnos de Chango, al que tanto amamos. La operación abortó. Se veló la película.
Y creyendo no romper así la magia hasta que se presentase otro avión le envié un libro mío sobre la locura y un simbólico bolígrafo Parker. Ahora sé que no le dio tiempo a leer ese grito desesperado. Y que nunca más escribirá con mi bolígrafo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).