Colaboración: Las chanclas de la ira

por © P.L.-NOTICINE.com
Cartel de 'Terra en transe'
Cartel de 'Terra en transe'
Por Sergio Berrocal

“Terra en transe” fue una de las obras cumbres del cinema novo brasileño, denuncia en blanco y negro de la eterna tragedia de ser pobre en un país forrado de riquezas. Era en 1967 cuando la rodó Glauber Rocha, uno de los más grandes que ha tenido el indispensable cine de denuncia. Treinta años después, se podría haber rodado una versión moderna de esos miserables tropicales, pero Glauber Rocha ya no estaba allí para gritar “¡Acción!”.

El 17 de abril de 1997, entre 30.000 y 100.000 campesinos brasileños, según los organizadores o según la policía, llegaban a Brasilia en una silenciosa protesta de resignación, la más clamorosa organizada por el Movimiento de los sin Tierra (MST).

Habían arrastrado sus chanclas de goma desde los cuatro puntos cardinales del inmenso Brasil.

En aquella mañana de brisa templada, por lo alto de la avenida aparecían las primeras banderas rojas de la desesperanza, como un comienzo de revolución bolchevique tropical, que nunca pasaría de ser una feria de pueblo.

Banderas rojas silenciosas que con su vaivén parecían querer resucitar el viento inexistente.

Un rumor lejano y caliente se amplificaba a medida que avanzaban.

Todos eran raídos campesinos sin tierra y sin esperanzas.

Sus rostros estaban quemados por el sol inmisericorde.

Miles de desgastadas zapatillas de goma sonaban como un violoncelo asustado.

Las chanclas arrastraban a los campesinos desde cualquier rincón de Brasil para pedir la justicia de poder cultivar la tierra y, de vez en cuando, comer sin indigestiones somnolientas.

Cualquier cosa.

Unos meses después, las chancletas eran lanzadas por una firma de Sao Paulo como exquisito y elegante complemento playero.

La sinfonía de banderas rojas con el acompañamiento de los violoncelos desgastados se extendía por la orgullosa autopista-avenida de Brasilia

La vía estaba libre y aquella mañana no circulaban por ella ni siquiera los carricoches construidos con deshechos y empujados por burritos cansados.

Los carricoches de los traperos que solían arrastrar la cosecha del día, cientos de kilos de restos de papel y cartón, constante vomitera de la burocracia.

Carricoches heteróclitos gracias a los cuales miles de desgraciados sobrevivían en villas miserias construidas a veces casi al lado del aéreo Palacio presidencial de Planalto.

En su despacho, el Presidente Fernando Enrique Cardoso se informaba del avance de los miserables.

Estaba convencido, toda su vida lo había estado, de que era una especie de demócrata internacionalista que su pueblo no merecía. Ni siquiera se estremecía cuando desde el espacial salón de recepciones de personalidades,  barriga de una nave espacial en pleno parto, veía la estatua de los Candangos en la vecina Plaza de los Tres Poderes.

Esquelético conjunto escultórico en recuerdo de los miles de trabajadores que llegados de todo Brasil, pero sobre todo del miserable nordeste, habían construido la nueva capital en plena sabana salvaje.

Siempre me he preguntado si en la marcha de los Sin Tierra no habría descendientes de aquellos constructores de la ciudad más moderna del mundo.

Una nordestina flexible como un junco sonrió desde una hilera de impecables dientes blancos.

Los ojos verdes y la sonrisa me recordaron a otra carita, aquella infantil, que había dejado atrás hacía una eternidad.

Con la dulzura de ese decir brasileño que nunca se parecerá al portugués, la chiquilla me pidió que le comprase una gorra del MST.

En su voz no había rendición ni dejillo comercial. Parecía estar haciéndome un favor.

Acompañaba a dos hermanos mayores desde Sergipe, uno de los estados del nordeste donde el calor es fuego.

Es tan intenso que la gente afirma con la seriedad de un brasileño que los cigarrillos los encienden frotando la punta por cualquier pared.

Las banderas rojas seguían pasando.

Un camión con plataforma, como los que se usan en los carnavales, tomó posición a pocos metros de la catedral.

Iba a empezar el mitin.

El primero que se acercó al micrófono que andaba cuando podía y le parecía bien fue un hombre de mediana estatura, con barba raída y expresión cansada.

Era Luiz Inácio Lula da Silva, el líder histórico del Partido de los Trabajadores.

En aquel momento, la esperanza de millones y millones de desfavorecidos por el reparto de riquezas en un país muy rico.

Con la cara que se empapaba de sudor con olor a mar lejana y a  tierra roja, el orador mascullaba  lo de siempre.

La reforma agraria nunca acabada por ningún gobierno, las esperanzas de que en las próximas elecciones presidenciales la izquierda, es decir Lula, pudiese tomar las riendas del país.

Alzó la voz para asegurar que entonces el mundo vería cómo se mataba a la maldita hambre que, sobre todo en el nordeste, se había convertido en una maldición endémica.

En su cercano despacho del Palacio de Planalto, el Presidente Cardoso meditaba mientras uno de sus colaboradores le informaba regularmente de la manifestación nunca vista hasta ese día.

Desde su plataforma del camión, Lula despachaba sus esperanzas de triunfo en un mar de sudor.

Como un Pavarotti que se limpia el sudor de la frente con un pañuelo de hilo blanco antes de rematar la faena de la noche.

A ambos lados de la avenida, en medio de la tierra roja de la sabana, habían surgido tiendas de campaña confeccionadas con un recio plástico negro.

Glauber Rocha tampoco pudo gritar “¡Corten!”. De todos modos, la película se había acabado.