Colaboración: Brasilia, la malquerida
- por © P.L.-NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal*
Las ciudades existen porque alguien las ha cinematografiado en algún momento. Así se explica que Brasilia, que cumple cincuenta años, sea una desconocida sumida en el misticismo de las líneas etéreas más insólitamente bellas jamás trazadas por los arquitectos Oscar Niemeyer y Lucio Costa. De Brasilia, la más bella para bailar, se ha dicho de todo, pero nunca que era una ciudad. Hay pocas líneas aéreas extranjeras que conocen su aeropuerto. Hay que ser elegido para vivir allí. Cualquiera no puede pretenderlo ni entenderlo.
Brasilia cumple cincuenta años, como la mamá de Carlos Saura cumplía cien, lejos de los focos aturullantes de ese cine que da fama y un cierto prestigio cutre.
Sólo recuerdo como film hecho en Brasilia el que rodó en parte allí el francés Philippe de Broca con un jovenzuelo Jean Paul Belmondo. Y se titulaba “El hombre de Río”.
Porque los brasileños y el mundo siguen creyendo que Río de Janeiro es todavía la capital de Brasil. Y si al pedir un billete para Brasilia en una agencia de viajes le responden con una sonrisa de suficiencia que “eso está por la selva” y que hay que pasar por Río, no se extrañen. Ni quienes parieron a Brasilia la quieren.
La ciudad de líneas más elegantes, la ciudad más particular del mundo, la ciudad más bella del mundo, la ciudad que no existe más que en el corazón de aquellos que la aman, sigue siendo para los sobrecargos del urbanismo un misterio más obtuso que el de las pirámides de Egipto.
Precisamente cuando debería estar de fiestas la ciudad parida por él, el arquitecto Niemeyer, repantingado en su cómodo barrio de Copacabana, de Río dice que a sus 102 años no asistirá al cumpleaños de su hija: “No puedo ir en auto a ningún lugar tan distante”. ¿Ignorará que desde Río existen los más cómodos vuelos para Brasilia?.
Luego, el hombre se queja de las “disparidades sociales” existentes en esa capital que fue el sueño de un iluminado, de un adelantado, el presidente Juscelino Kubitschek, cuyo mausoleo, en plena Brasilia, llama la atención con un adorno puntiagudo que huele a hoz y a martillo, el más puro símbolo comunista.
Y digo yo, ¿no hay “disparidades sociales” en Nueva York, Londres, París, Madrid o Barcelona, en todas esas ciudades, no cito Nueva Delhi o Calcuta por decencia, que son las más queridas de los turistas y de sus representantes en la tierra, los cineastas?
Pero los periodistas extranjeros que estos días hablan de la ciudad en la que nunca vivieron se apañan los pobres con un dúplex en la más bella zona playera de Copacabana y Leblond en Río… Y cuando necesitan saber lo que ocurre en la capital, ya les he dicho que se llama Brasilia, entonces telefonean a uno de los escasos corresponsales que tienen la fortuna de vivir allí todo el año, eso sí, sin playas, pero con el más bello lago artificial del mundo, que un indio de amor desesperado llenó con sus lágrimas.
Ahora que me acuerdo, durante mis tres años de corresponsalía (1997-1999) nunca me tropecé en Brasilia con Niemeyer, el papá, Bueno sí, con algún monumento suyo, seguramente.
Es como los políticos, que durante toda la semana se reúnen y hacen sus cuatro voluntades entre el Parlamento y el Senado con taza de café incluida. Cuando llega el viernes, la mayoría de ellos abarrotan los aviones de Sao Paulo o de Río. Prueba de que, finalmente, Brasilia existe.
Lo que ignoran todos esos desventurados, periodistas mal informados, políticos sin pudor, es que la pobre gente de Brasilia, esos miles de nordestitos que tienen sus favelas particulares cerca del orgulloso Palacio Presidencial de Planalto, esos desgraciados de la disparidad como diría Oscar Niemeyer, creen. Ellos están convencidos de que Brasilia es el lugar elegido por Jesucristo para cuando se le ocurra volver a nuestro mundo a ajustar cuenta con todos los facinerosos que andan por ahí. Y lo proclamaban entonces en cartelones que pegaban en la estación de autobuses.
Sonrían, trátenme de loquito de andar por casa. He visto muchas veces esas sonrisas de superioridad en políticos y periodistas “internacionales” que no vuelan de Río a Brasilia más que cuando el deber les obliga, en general una cena de gala.
Fui muy feliz en esa capital del mundo, aunque no se sepa de qué mundo. Tal vez por primera vez me sentí más cerca de Dios. Ustedes, los del dúplex en Copacabana me contestarán que es normal, que Brasilia está a 1.200 metros de altitud.
Pero todos esos “baixinhos” como dicen con gran desprecio los brasileños, que no pueden evitar la sonrisa de superioridad cuando hablan de Brasilia no viven allí porque probablemente no lo merecen.
Los viejos brasilienses dicen que a Brasilia nunca se llega por casualidad. Y que se llora dos veces: cuando llegas y, sobre todo, cuando te vas para no volver más. Y esta segunda vez lloras probablemente porque sabes que has perdido la única posibilidad que tenías de tocar el cielo. Ya saben, allí se está a 1.200 metros de altitud…
(*): Fue director de la Agencia France-Presse en Brasilia (1997-1999)
Las ciudades existen porque alguien las ha cinematografiado en algún momento. Así se explica que Brasilia, que cumple cincuenta años, sea una desconocida sumida en el misticismo de las líneas etéreas más insólitamente bellas jamás trazadas por los arquitectos Oscar Niemeyer y Lucio Costa. De Brasilia, la más bella para bailar, se ha dicho de todo, pero nunca que era una ciudad. Hay pocas líneas aéreas extranjeras que conocen su aeropuerto. Hay que ser elegido para vivir allí. Cualquiera no puede pretenderlo ni entenderlo.
Brasilia cumple cincuenta años, como la mamá de Carlos Saura cumplía cien, lejos de los focos aturullantes de ese cine que da fama y un cierto prestigio cutre.
Sólo recuerdo como film hecho en Brasilia el que rodó en parte allí el francés Philippe de Broca con un jovenzuelo Jean Paul Belmondo. Y se titulaba “El hombre de Río”.
Porque los brasileños y el mundo siguen creyendo que Río de Janeiro es todavía la capital de Brasil. Y si al pedir un billete para Brasilia en una agencia de viajes le responden con una sonrisa de suficiencia que “eso está por la selva” y que hay que pasar por Río, no se extrañen. Ni quienes parieron a Brasilia la quieren.
La ciudad de líneas más elegantes, la ciudad más particular del mundo, la ciudad más bella del mundo, la ciudad que no existe más que en el corazón de aquellos que la aman, sigue siendo para los sobrecargos del urbanismo un misterio más obtuso que el de las pirámides de Egipto.
Precisamente cuando debería estar de fiestas la ciudad parida por él, el arquitecto Niemeyer, repantingado en su cómodo barrio de Copacabana, de Río dice que a sus 102 años no asistirá al cumpleaños de su hija: “No puedo ir en auto a ningún lugar tan distante”. ¿Ignorará que desde Río existen los más cómodos vuelos para Brasilia?.
Luego, el hombre se queja de las “disparidades sociales” existentes en esa capital que fue el sueño de un iluminado, de un adelantado, el presidente Juscelino Kubitschek, cuyo mausoleo, en plena Brasilia, llama la atención con un adorno puntiagudo que huele a hoz y a martillo, el más puro símbolo comunista.
Y digo yo, ¿no hay “disparidades sociales” en Nueva York, Londres, París, Madrid o Barcelona, en todas esas ciudades, no cito Nueva Delhi o Calcuta por decencia, que son las más queridas de los turistas y de sus representantes en la tierra, los cineastas?
Pero los periodistas extranjeros que estos días hablan de la ciudad en la que nunca vivieron se apañan los pobres con un dúplex en la más bella zona playera de Copacabana y Leblond en Río… Y cuando necesitan saber lo que ocurre en la capital, ya les he dicho que se llama Brasilia, entonces telefonean a uno de los escasos corresponsales que tienen la fortuna de vivir allí todo el año, eso sí, sin playas, pero con el más bello lago artificial del mundo, que un indio de amor desesperado llenó con sus lágrimas.
Ahora que me acuerdo, durante mis tres años de corresponsalía (1997-1999) nunca me tropecé en Brasilia con Niemeyer, el papá, Bueno sí, con algún monumento suyo, seguramente.
Es como los políticos, que durante toda la semana se reúnen y hacen sus cuatro voluntades entre el Parlamento y el Senado con taza de café incluida. Cuando llega el viernes, la mayoría de ellos abarrotan los aviones de Sao Paulo o de Río. Prueba de que, finalmente, Brasilia existe.
Lo que ignoran todos esos desventurados, periodistas mal informados, políticos sin pudor, es que la pobre gente de Brasilia, esos miles de nordestitos que tienen sus favelas particulares cerca del orgulloso Palacio Presidencial de Planalto, esos desgraciados de la disparidad como diría Oscar Niemeyer, creen. Ellos están convencidos de que Brasilia es el lugar elegido por Jesucristo para cuando se le ocurra volver a nuestro mundo a ajustar cuenta con todos los facinerosos que andan por ahí. Y lo proclamaban entonces en cartelones que pegaban en la estación de autobuses.
Sonrían, trátenme de loquito de andar por casa. He visto muchas veces esas sonrisas de superioridad en políticos y periodistas “internacionales” que no vuelan de Río a Brasilia más que cuando el deber les obliga, en general una cena de gala.
Fui muy feliz en esa capital del mundo, aunque no se sepa de qué mundo. Tal vez por primera vez me sentí más cerca de Dios. Ustedes, los del dúplex en Copacabana me contestarán que es normal, que Brasilia está a 1.200 metros de altitud.
Pero todos esos “baixinhos” como dicen con gran desprecio los brasileños, que no pueden evitar la sonrisa de superioridad cuando hablan de Brasilia no viven allí porque probablemente no lo merecen.
Los viejos brasilienses dicen que a Brasilia nunca se llega por casualidad. Y que se llora dos veces: cuando llegas y, sobre todo, cuando te vas para no volver más. Y esta segunda vez lloras probablemente porque sabes que has perdido la única posibilidad que tenías de tocar el cielo. Ya saben, allí se está a 1.200 metros de altitud…
(*): Fue director de la Agencia France-Presse en Brasilia (1997-1999)