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Por Elio Castro-Villacañas

Que “Águila Roja” no es precisamente “Los Tudor” ya lo sabíamos. Nunca ha pretendido convertirse en una crónica histórica; ni cuidar excesivamente los argumentos, ni los diálogos. Su éxito se debe a que cuenta con unos personajes atractivos, tramas sencillas, algo de humor y un poco de acción y de intriga. Y todo ello sin salirse un centímetro de las normas industriales de la factoría Globomedia que parece haber encontrado desde hace años la fórmula mágica de la ficción televisiva en España. El resultado final es un producto fabricado “en serie”, en donde todo está medido, controlado y estudiado. Su única finalidad es tener audiencia y que un gran número de espectadores permanezcan pegados al televisor sin cambiar de canal. Y vaya si lo consiguen. Seis millones no son ninguna broma.

Ahora Águila Roja ha saltado, o quizá habría que decir que ha volado, de la tele a las pantallas de cine con las mismas pretensiones, es decir, intentar arrastrar a las taquillas a un público familiar y mayoritario. Y lo hace sin apartarse ni un ápice de su origen. Es más, “Águila Roja, La película” bien podría haberse titulado “Águila Roja, el capítulo” porque no es más que eso, una nueva entrega de la serie.

La única diferencia es que no se puede ver gratis sino que hay que rascarse el bolsillo y pasar por las taquillas. Lo que ocurre es que lo que es aceptable para la tele no lo es tanto en el cine y el resultado chirría por todos lados. La historia es plana y aburrida y se hace eterna.

Los decorados y la ambientación en general parecen pobretones; algunos  momentos épicos y de emoción dan vergüenza ajena, lo mismo que los diálogos y algunos chistes. Es como si la serie se hubiera puesto un traje que le quedara grande, le sobrara tela por todos los lados y se le notaran las costuras y los pespuntes. El vuelo de Águila Roja por el cine no es majestuoso ni elegante sino torpe y descontrolado, como si en sus alas no tuviera pluma alguna.

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