Colaboración: El Comandante mandó parar

por © NOTICINE.com
Fidel Castro
Fidel Castro
Por Sergio Berrocal *

El cine, que tanto me ha dado, que tanto me ha enseñado, me permitió descubrir La Habana en 1985, donde un año más iba a celebrarse el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. De nuevo allí, en 1993, viví el momento en que Fidel Castro utilizaba el cine una vez más para mandar un mensaje muy importante a la anciana oposición de siempre. Era la película "Fresa y chocolate", con la que a través del trabajo del director Tomás Gutiérrez Alea, y bajo la supervisión personal de Alfredo Guevara, gran pontífice del cine cubano y amigo íntimo de Fidel Castro, se advertía que la homosexualidad, hasta entonces brutalmente perseguida, pasaba a ser de sentido común. Era una apertura que los fachas del Partido comunista Cubano acogieron muy mal. Pero el mensaje había sido lanzado y recibido con mucha esperanza por los muchos partidarios e la apertura.

Todos los que teníamos los veintitantos años de la ilusión todavía virgen al comienzo de los años sesenta habíamos saludado con la alegría de la esperanza el triunfo de Fidel Castro. Una especie de Zorro, con más barba que bigote, que había hecho poner pies en polvorosa a un sargento García que no era tan bonachón y se llamaba en realidad Fulgencio Batista. Sus delirios de grandeza le habían llevado a dominar y regir con mano de sargento chusquero un país del que los europeos conocíamos poco y menos.

Mis primeras vivencias de Cuba a ocho mil kilómetros de distancia no fueron las pulposas mulatas que alguna vez habíamos visto en alguna revista. Yo entré en pensamiento con esa isla caribeña con el estupendo semanario Bohemia que, no sé cómo ni por qué, encontraba de vez en cuando en París, donde por aquel entonces hacía mis humanidades de periodista novato. Recuerdo que una portada de esta publicación en la que Fidel Castro reflejaba en unos ojos cachondos toda la alegría, toda la esperanza de la juventud, se convirtió en un cuadro que durante mucho tiempo presidió el comedor de mi pequeño apartamento de la parisiense Rue Rodier. Yo tenía entonces veinte años y todas mis ilusiones intactas.

Eran otros tiempos y quienes escribíamos con el fervor casi clamoroso de nuestros veinte años no nos creíamos genios del periodismo. Aprendíamos en el tajo de la vida, yo primero en la Agencia Keystone Press y luego formando parte del primer equipo que desde el edificio de la Agencia France Presse en la Place de la Bourse de París empezó en 1960, precisamente ese año en que ya Castro había asentado su triunfo, a difundir por toda América Latina y en español las informaciones mundiales de ese monstruo de la noticia al por mayor.

Aunque en realidad nos interesaban más, mucho más, las muchachas que la política, la entrada de Fidel Castro en La Habana y aquella escena imaginable sólo para Meliés, genio de los efectos especiales de los comienzos del cinematografo, en la que dos palomas blancas, al menos en el recuerdo, se posaban sobre las hombreras verde olivo del conquistador de la libertad cubana nos llenaba de respeto casi místico.

Nada más instalarse Castro en La Habana, en Europa surgieron repentinas vocaciones de "misioneros revolucionarios", muchachos y muchachas que aunque no hablasen una palabra de español y no hubiesen visto la caña de azúcar más que en algún documental –algunos ni tan siquiera eso—se apuntaron masiva y gratuitamente para defender la economía del castrismo, aunque no sabían por dónde iban los tiros.

Por lo que me han contado algunos viejos cubanos, los voluntarios tenían eso, muy buena voluntad, pero a la hora de coger un machete para cortar la caña se las veían y se las deseaban. En estas condiciones es de imaginar que en poco tiempo causaron más daños ecológicos que los ciclones que regularmente visitan Cuba. Lo que si aprendieron bastante bien fue a tomar ron con rocas y con cuarenta grados a la sombra. De aquella aventura quedaron algunos resultados muy palpables. Personalmente llegué a conocer a una modelo habanera de una belleza deslumbrante nacida de uno de aquellos improvisados cortadores de caña europeos y de una cubana revolucionaria. Cuando pienso en ella me dan ganas de perdonar, por mi cuenta, claro está, todos los daños que la inexperiencia les llevó a hacer.

Mi primera visita a La Habana coincidió, aunque no elegí el momento, con el instante en que Fidel Castro era ya aliado de la Unión Soviética antes las demenciales exigencias de Estados Unidos, que parecían no haber olvidado que La Habana había sido su burdel particular en tiempos de Batista. Y eso que ni Bush padre ni Bush hijo habían accedido todavía a la Casa Blanca.

Viajamos en uno de los destartalados Ilyuchin que los "hermanos" soviéticos habían cedido a los cubanos. Cuando subí al aparato en un aeropuerto de París aquello parecía un viaje organizado para hipis visto y corregido por el humanismo europeo. Creo recordar que el aparato no había alcanzado su altitud de crucero cuando todo el mundo, en su mayoría chavales y chavalas, algunos de los cuales se empeñaban en destrozar las cuerdas de unas guitarras para dar más autenticidad a sus disfraces, estaban ya borrachos como cubas, valga la palabreja. La cerveza cubana había sido servida generosamente por dos azafatas con tremendos cuerpazos que me recordaban a mi amiga cubana Chelo Alonso, que durante mucho tiempo fue la estrella del parisiense teatro Folies Bergère, en cuya sala cientos de espectadores babeaban todas las noches mirando sus generosos muslos que exhibía sin reparo e imaginando lo que ella ocultaba todavía.

Cuando llegamos al aeropuerto canadiense de Gander –había que hacer una escala y por supuesto que no podía ser en territorio yanqui—de mi alcohólico sueño me sacaron las estridentes sirenas de media docena de patrulleros que rodeaban el avión como si Ben Laden ya existiese y hubiese decidido viajar con nosotros.

Entonces comprendí por qué tanta generosidad con la cerveza. Era probablemente una forma como otra de que no oyésemos los fallos del aparato cuyo tren de aterrizaje expiró nada más tocar la nieve canadiense. Tuvimos que pasar la noche en una terminal tan endemoniadamente elegante que creo que hubiesen mandado a la silla eléctrica al primero que hubiese escupido en el suelo. Allí, la cerveza canadiense nos hizo menos larga la espera de la reparación del tren de aterrizaje que, si mal no recuerdo, se prolongó hasta casi el alba.

Eran tiempos benditos. El entusiasmo podía con la realidad, que a nosotros, los expedicionarios del Iliuchin, nos importaba menos que poco.

Todavía nos quedaba un rato para descubrir que La Habana de madrugada es un espectáculo que nunca se olvida. Una especie de "Twin Peaks". Algo mejor, infinitamente, más bello, que Laura Palmer me esperaba en el viejo aeropuerto habanero.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com), y este artículo es un avance del que será su próximo libro sobre Cuba, todavía sin título.

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