Colaboración: La lección de cine-política de Fidel Castro

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El habanero teatro Karl Marx, sede de las grandes ganas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano
El habanero teatro Karl Marx, sede de las grandes ganas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano


Por Sergio Berrocal *

De la importancia que el cine ha tenido siempre en la vida política y social de Cuba, Fidel Castro me dio una muestra en aquel diciembre del 1985 en el Festival de La Habana, al que yo asistía por primera vez. El día de la clausura, el 17 de diciembre, Fidel pronunció una lección magistral sobre cine y otras consecuencias del quehacer cotidiano en la inmensa sala del Teatro Carlos Marx.

Y como quien no quiere la cosa dejó bien sentado ante el estupor de todos los periodistas, nacionales y extranjeros, que estábamos atentos a sus palabras: "…He tenido oportunidad de leer algunos cables internacionales y, a decir verdad, he visto muchos cables objetivos de las agencias internacionales, que han expresado su reconocimiento por la calidad de este evento. Por cierto, hubo una agencia europea cuyo reportero dijo: El Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana. Es decir, empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival, pero fundamentalmente de la calidad de las personas que participan en el evento y del material que se exhibe en el mismo".

Castro estaba rindiendo homenaje a una cierta prensa internacional europea que ese año, en aquella edición, había trasladado ante sus lectores de los cinco continentes la calidad del Festival de La Habana. Porque hasta entonces, las diferentes ediciones festivaleras habían transcurrido en el "petit comité" de países hermanos, esencialmente latinoamericanos y primos ideológicos. Castro, al que tanto le importaba la expansión del cine que él mismo creó en cuanto hubo ganado la Revolución, consideraba que, por fin, la prensa europea, tan importante para él, había sido ganada por la causa.

Unos días antes, el 13, del exultante triunfo de Fidel en el Teatro Carlos  Marx, una llamada en plena madrugada me había helado los huesos pese a que en mi habitación del Hotel Capri habanero el aire acondicionado era el David que quería achicar al furibundo Goliat meteorológico. Aleccionado en París antes de mi partida sobre los "peligros" de ir a la Cuba comunista, yo "sabía" que me podría ocurrir cualquier cosa. Pero nadie había previsto que el director de Granma, el diario oficial del Partido Comunista de Cuba fuese a telefonearme mi hotel de madrugada. Con mil exquisiteces en la voz, el colega me explicó que llamaba para pedirme permiso y poder publicar una crónica mía sobre las excelencias del Festival de La Habana, que mientras circulaba por los teletipos de los cinco continentes, Fidel Castro había interceptado y leído. Y rápidamente habían sacado de la cama al director de Granma para que me contactase y me invitase a tomar un café el mismo día que estaba a punto de amanecer.

Aquella mañana, los corresponsales extranjeros en La Habana tuvieron que esperar horas antes de que saliera Granma a la calle. Y no haber podido leer Granma en el momento de su salida de máquinas ponía a cualquiera de los nervios porque este modesto periódico era el que les daba la tónica sobre las grandes orientaciones políticas de la Isla. La razón del retraso era que hubo que incluir a última hora en aquella edición la famosa crónica a la que se refería Fidel, "El Festival visto por un corresponsal visitante".

Unos días antes había sido mi primera llegada al aeropuerto José Martí de La Habana, una sucesión de barracones que nada tenía que ver con el que luego construyeron los canadienses. Hijo de una Europa sumida en un sueño de siglos y convertida en un cementerio en forma de museo descubría por primera vez el olor a chirimoya podrida que durante toda mi vida me perseguiría como la esencia de un trópico donde la locura rima con hermosura.

A la salida del aeropuerto, una chiquilla de diecisiete o dieciocho años, vestida de negro, con pelo azabache y ojos verdes rabiosos. Rojos labios como herida de amor propio. Se la lleva un viajero con maleta cansada. A la niña le chispean los ojos verdes como el delco del autobús que se niega a llevarnos al hotel. Mañana de invierno cubano --hiela en París-- con olor a chirimolla podrida, penetrante, de borrachera. Por la amplia avenida que sube al Copelia, templo mundial del helado, las chiquillas y las señoras se contonean en ceñidos vaqueros con la marca yanqui de Donna Sumer pegada en el culo, último grito en este mes de diciembre caribeño. En medio de Buick, Plymout y otros Chevrolet de los años cincuenta que embelesan a los europeos, mi primera miliciana. Chaquetilla y pantalón verde olivo. Sobre el pecho izquierdo, una discreta etiqueta -- Ministerio del Interior. Los dientes blancos acentúan el rosa de la lengua que se asoma traviesa a la punta de los labios como claveles de patio encalao. En el Salón Rojo del Hotel Capri, el olor a chirimolla me marea. Una periodista cubana, chiquita, moño negro y ojos verdes en marco de cejas profundas, me cuenta el extraño destino de esta sala de fiestas, antro de juego mafioso cuando los norteamericanos convirtieron Cuba en el puterío de los Estados Unidos. Muchos se dejaban los billetes verdes en los tapetes igualmente verdes tapetes verdes.

Cuando cae la noche sobre el Caribe, rápida como un hacha de sombras oscuras, hay cola en el Salón Rojo para bailar como en tiempos de Pérez Prado. La "compañera" periodista tiene 33 anos. Criada y amamantada dentro de la Revolución que hizo llegar a La Habana a un Fidel Castro que lucía en el pecho una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre. Días antes, dos palomas blancas se habían parado en sus hombros durante un mitin. Ella me asegura que la Revolución lo es todo. Por supuesto que tienen problemas. El de la falta de intimidad por ejemplo para muchas parejas a las que no les queda más remedio que vivir con papá y mamá en exiguos apartamentos. La Habana se ha quedado chiquita con sus dos millones de habitantes. Pero ella se empeña.

Después de tantos años de soledad -el bloqueo de Cuba por Estados Unidos no es ningún chiste- la gente de su edad sigue esperando con ilusión. O quizá más con perseverancia. "¿Has visto a nuestros niños?"... Me parece imposible que quepa tanta ilusión en un mañana que nadie ha visto todavía. Los ojos me miran serios: "Sí, yo se que nuestras tiendas son muy pobres, que nos faltan muchas cosas superfluas, pero estamos en una etapa de transición y creo honradamente en el futuro. Vosotros tenéis de todo, hasta violencia a destajo, y paro. Algún día, nuestra sociedad, ya verás..."  Tú lo verás, compañera. Vivimos en mundos distintos, a muchas horas de vuelo que son como años luz. Pero deja que te diga aquello de I love You, I love You, compañera. Por tu fe. Por tu inquebrantable confianza cuando a mí, representante de un mundo que se dice libre y rico, de un mundo que todo parece tenerlo y nada tiene, me cuesta trabajo creer más allá de mi Dios. Imagino que tú, mujer marxista caribeña, tienes el tuyo. Lo que no me has dicho es si es el mismo...

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com), y este artículo es un avance de lo que será su próximo libro sobre Cuba, todavía sin título.

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