Colaboración: Busco desesperadamente neorrealismo para Europa

por © NOTICINE.com
Rod Steiger en 'Las manos sobre la ciudad'
Por Sergio Berrocal *

Cada día se venden más bombillas de bajo coste. En algunos países europeos como España ya bailamos a media luz tanguera en un desesperado esfuerzo para no gastar más de la cuenta. La crisis patea a todo el mundo, sobre todo a los más pobres mientras los poderosos de siempre siguen haciendo su agosto. Fulanito, político de primera división, tenía veintidós millones de euros escondidos en una cuenta secreta en Suiza. Menganito ha defraudado hasta a su madre. Empresarios, alcaldes, políticos de relevancia. Todos inculpados de abusos monetarios. Volvemos medio siglo atrás y está de moda Francesco Rossi y su inapelable "Las manos sobre la ciudad" ("Le mani sulla città", 1963), abracadabrante historia de una colosal estafa político-social en el mundo de la construcción de Italia.

Cincuenta años después, se repite la historia. Los destructores de la paz monetaria y social son nuevamente aquellos rapaces constructores que con menos dineros que escrúpulos arrasaron con el ladrillo, sumiendo a España en la miseria.  Pero ya no hay quien filme estas atrocidades. El cine norteamericano, el más poderoso, sigue con sus temáticas patrióticas o infantiles, a veces se confunden las dos, y el europeo… Costa-Gavras, un visionario, se atrevió a llamar ladrones a los ladrones con "El capital", y no está precisamente en las listas de las películas más taquilleras. Medio siglo después, la sociedad precisa la terapia de un cine de compromiso de verdad. Que cuente, denuncie y ataque los acorazados Potemkin del capitalismo más vivo que nunca.

Ver a Rod Steiger, el inolvidable jefe de policía de "Al calor de la noche" ("In The Heat of the Nigth", 1967), limpiarse constantemente las manos y el rostro con un pañuelo de inmaculada popelina mientras expulsa a cientos de desgraciados de un barrio paupérrimo de Nápoles para poder construir dúplex millonarios es una gozada triste. La misma que la de su papel de "Le mani sulla città".

Volverán los destructores de la sociedad que han forjado sus fortunas a base de construir cientos de miles de viviendas que cuando vengan tiempos mejores venderán de nuevo. Y la burbuja inmobiliaria continuará su ronda infernal.

Esta es la situación de una Europa a corto de caridad social, que se refugia en el dinero fácil de los bancos indecentemente subvencionados por los Estados mientras las pequeñas empresas sufren las embestidas de decisiones que dan al trabajador pocas posibilidades de no ahogarse en la nada.

Al mismo tiempo, surge otro negocio grandioso, el de la salud. Poco a poco, todo tiene que hacerse a la chita callando y con mil trucos de paciencia a largo plazo, se va reemplazando la medicina social, la estatal, la que hacía a todos iguales ante el sufrimiento y ante la curación, por una medicina mucho más rentable, la medicina privada, que se introduce en grandes hospitales públicos para ocupar los cargos de dirección y hacer que curarse cueste más caro pero con costos muy inferiores, aunque sea a costa de poner en entredicho y en peligro a los enfermos. Los tiempos de crisis gravísima facilitan esta conversión. El primer ejemplo europeo es España.

Acostumbrado a Francia, donde la aplicación de la medicina es esencialmente social llegué a Brasilia en 1997. Pronto oí decir entre chirigotas que el mejor hospital de Brasilia era el primer avión para Sao Paulo, urbe gigantesca donde se asientan efectivamente algunos de los más modernos y experimentados centros hospitalarios de todo Brasil.

No tuve que tomar el avión a Sao Paulo en los primeros meses pero al cabo de un tiempo estuve a punto de hacerlo. De golpe y porrazo, en enero de 1999, la moneda brasileña, orgullo de América por su estabilidad, se vino abajo. Era un fin de semana. El presidente de la República estaba fuera de Brasilia así como otras autoridades de primer plano. Contaban que mientras en Brasilia asistíamos al hundimiento del real, al presidente Fernando Henrique Cardoso fuerzas especiales tenían que rescatarlo en helicóptero en una playa del nordeste brasileño donde  se bañaba en compañía de una bonita y conocida periodista de televisión.

La caída del real fue para los periodistas extranjeros destacados en Brasilia una catarata de trabajo suplementario y de una naturaleza algo desconocida. Era el desconcierto porque nadie imaginaba aquella catástrofe. Los especialistas no sabían cómo explicarlo. Un periodista belga de una agencia de prensa económica fue el primero en caer en un amago de infarto. Días después, a mí también me atacó "la presión de la devaluación". Una ambulancia encendió las sirenas para salir pitando hacia el hospital más reputado y elegante de Brasilia. Desde el primer paso que di sobre los lujosos mármoles de la recepción comprendí lo que quería decir medicina privada. De entrada, rechazaron mi tarjeta sanitaria internacional, de lo más sofisticado, y me advirtieron que tendría que pagar al contado o con cheque. Mientras los médicos se sucedían ante mi cama y me metían y sacaban de laboratorios y radiologías de alta resolución, mi secretaria repartía cheques entre los especialistas que me atendían. Pero yo era un privilegiado, protegido por una infraestructura periodística de las más poderosas. Al cabo de una semana me di el alta y antes de marcharme le pregunté al inmenso recepcionista negro qué pasaría si un día uno de los muertos de hambre que llenaban las calles de Brasilia hubiese llegado al hospital aquejado de una crisis cardíaca. El recepcionista me enseñó su extraordinaria dentadura blanca y me espetó sin misericordia después de soltar una carcajada homérica: "Oigame, Señor, a ningún menesteroso se le va a ocurrir venir aquí. Saben que este hospital no es para ellos…" Entonces me enteré de lo que capitalismo salvaje quiere decir en medicina.

El cine comprometido, el neorrealismo, el cine tercermundista tienen que volver a galope, para enterar a  las víctimas de estos descalabros capitalistas. No se necesitan grandes producciones, ni siquiera listos que tras haber militado en el cine latinoamericano comprometido dicen ahora que eso ya ha pasado de moda. La moda no pasará, el espíritu de "Le mani sulla città" seguirá presente mientras la miseria provocada por los villanos no tenga fecha de caducidad inmediata.

Que vuelva el cine responsable. Que el cine deje de ser únicamente un tranquilizante barato distribuido alegremente sin receta.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"

SI QUIERES COMENTAR ESTA INFORMACIÓN, HAZLO ABAJO DE LA PÁGINA, Y SÍGUENOS POR FACEBOOK... O POR TWITTER