Colaboración: Cine de La Habana vía Gander
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Por Sergio Berrocal
Era 1985. El mito de la Revolución cubana, con erre mayúscula, estaba todavía muy vivo en Europa. Se discutía, se calculaba y, sobre todo, se soñaba. Para nosotros, que habíamos pasado el ecuador de los cuarenta años, ya unos hombrecitos, imaginábamos que la aventura de arrojar al mar a un tirano odiado, había debido ser una cosa maravillosa. Y eso que en la Francia de entonces habíamos pasado por un movimiento telúrico espantoso como la guerra de Argelia. La de Indochina también había terminado con la derrota de los franceses. Habían ganado los buenos, los que querían sacudirse el yugo del imperialismo que entonces tenía algún otro nombre más suave. Luego, los norteamericanos habían demostrado que no eran más fieros rompiéndose los dientes en las mismas tierras de ensoñación pero con el nombre de guerra de Vietnam.
Me propusieron por aquel entonces cubrir por primera vez el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
Para viajar por Cubana tenías que acudir a una pequeña oficina sita en la calle del 4 Septembre regentada por un enigmático hombre del Este, porque todavía existían dos mundos. Pero yo todo aquello de guerra fría y de no sé cuantas cosas más, con la advertencia de que yendo a Cuba ibas a meterte en la boca del lobo comunista caribeño, el más cachondo que había sorprendido hasta a los soviéticos. Lo cierto es que mi conciencia política se confundía con la heroicidad que yo veía reflejada ahora en Fidel Castro, sin ponerle color político, y antes en el Errol Flynn vestido de Robin de los Bosques, el mismo que había conocido de civil en Tánger, la ciudad de todos los milagros hasta que la puñetera política ordenó que dejase de ser ciudad internacional para volver a integrar la geografía de Marruecos.
El hombre del Este que me entregó el billete me advirtió que el avión de Cubana, un Iliuchin de fabricación soviética, haría una escala técnica en Gander, Terranova, Canadá. Pero mi entusiasmo era tal que me hubiese dado igual parar en Disneylandia, salvo que Orlando estaba y está en Estados Unidos. De todos modos me encantó porque imaginaba la posibilidad de correrme una aventura en busca de algún Santo Grial, aunque no fuese tan santo.
Nada más despegar de París, las azafatas, bellezones que luego me harían pensar en Tropicana, empezaron a alimentarnos a lo grande... Los hippies que viajaban conmigo, casi todo el pasaje, esperaron a que las muchachas sirvieran algo más líquido, poderoso y abundante ron cubano que descubríamos por primera vez, para decirme, ya en el tercer paraíso de la inopia que a 9000 metros provocaban los brebajes, que ellos iban a Cuba para “ayudar a la Revolución”. Me sentí tan diminuto frente a aquellos gigantes que tenían semejante tarea por delante, que me prohibí pensar que aquellos tipos y tipas para lo único que servirían probablemente, aparte de para disminuir las reservas de ron de la Isla, sería para apalear las guitarras que producían unos horrorosos sonidos que hasta Napoleón hubiese entendido que no era precisamente música.
Cuando el piloto anunció que íbamos a tomar tierra en Gander se me subió la bilirrubina, imaginando las aventuras que podría correr en territorio canadiense durante la escala. Apenas pisaron la nieve las ruedas del Iliuchin cuando, desafiando el ensordecedor ruido de los reactores, nos llegó el desagradable y agudo ruido de las sirenas policíacas. Pronto me percaté de que no era un acompañamiento de honor al avión recién aterrizado. Porque el avión recién aterrizado debía poner los pelos de punta a aquellos policías de Canadá. Éramos una expedición que viajaba en un avión soviético, el enemigo jurado de Estados Unidos, con destino a una isla que a 90 millas de Miami proclamaba el socialismo puro, duro y entusiasta. Nos encerraron en una terminal desierta con olor a desinfectante.. Algunos de los esforzados hippies, que parecían no ser primerizos, se hicieron rápidamente con latas de cerveza, tabaco, no pregunté qué tipo, y otros líquidos, suficientes para esperar a que los técnicos pudiesen reparar el tren de aterrizaje del avión, que por lo visto había llegado hecho una pena. Bebimos y comimos toda la noche pero de aventuras, nada. Y de Santo Grial en la nieve menos. Años después, una amiga cubana, bella como el pecado original, me contó que en esa misma terminal de Gander estuvieron a punto de secuestrarla. Igualito que a mí.
Yo tuve que esperar a llegar a La Habana para que un mocito con cuidada barba de dos días quisiera invitarme a tomar té un día se sol implacable, con un calor que había liquidado mi confianza matinal en la humanidad.
El Séptimo Festival de La Habana me dejo patitieso, al borde del infarto mental. ¡Cómo, aquel país de comunistas perdido en el Caribe tenía un festival de Cine tan aparatosamente sensacional! El entusiasmo cinéfilo bajaba por la Rampa y asaltaba, los asaltaba literalmente, lo juro por mi hijo, las salas de cine, desde Chaplin a Yara pasando por las más pequeñas y perdidas. La primera noche ni pude entrar con mi pase de prensa. A la mañana siguiente, en el emblemático Hotel Capri, una lustrosa camarera negra me negó rotundamente la existencia de Coca-Cola con un patriótico y enérgico: “Aquí, señor, sólo tomamos Tropicola”.
Nunca disfruté tanto del cine, de ese cine comprometido que en aquel año de 1985 era el nuevo cine latinoamericano, sin posible parangón con el que se fabrica ahora como si hamburguesas sin patatas fritas.
Gocé con películas como “La historia oficial” del argentino Luis Puenzo, segundo premio Coral. Y me entusiasmó el homenaje que se le rindió en el Carlos Marx a Jack Lemmon, maravilloso y que lloró en el escenario sin poder contar los aplausos que no cesaban.
El momento más emotivo de aquel Festival lo viví en un pequeño cine cerca de la Calle N, de la mano de Alfredo Muñoz Unsain, que tal vez por ser argentino y quizá porque había pasado la vida en Cuba, donde falleció en 2010, conocía como nadie la política nacional. Este periodista fuera de serie me llevó a ver “Mi hijo el Che”. De Fernando Birri, documental en el que el padre de Che Guevara maldecía a los asesinos de su niño.
Desde entonces añoro un vuelo París-La Habana con escala en Gander. Estoy convencido de que si lo consigo volveré a encontrar el espíritu de aquel cine de 1985, cuando Birri sonreía feliz bajo su sombrero negro de ala ancha y nos enseñaba que una película es un acto de fe y no mero pasatiempo.
Era 1985. El mito de la Revolución cubana, con erre mayúscula, estaba todavía muy vivo en Europa. Se discutía, se calculaba y, sobre todo, se soñaba. Para nosotros, que habíamos pasado el ecuador de los cuarenta años, ya unos hombrecitos, imaginábamos que la aventura de arrojar al mar a un tirano odiado, había debido ser una cosa maravillosa. Y eso que en la Francia de entonces habíamos pasado por un movimiento telúrico espantoso como la guerra de Argelia. La de Indochina también había terminado con la derrota de los franceses. Habían ganado los buenos, los que querían sacudirse el yugo del imperialismo que entonces tenía algún otro nombre más suave. Luego, los norteamericanos habían demostrado que no eran más fieros rompiéndose los dientes en las mismas tierras de ensoñación pero con el nombre de guerra de Vietnam.
Me propusieron por aquel entonces cubrir por primera vez el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
Para viajar por Cubana tenías que acudir a una pequeña oficina sita en la calle del 4 Septembre regentada por un enigmático hombre del Este, porque todavía existían dos mundos. Pero yo todo aquello de guerra fría y de no sé cuantas cosas más, con la advertencia de que yendo a Cuba ibas a meterte en la boca del lobo comunista caribeño, el más cachondo que había sorprendido hasta a los soviéticos. Lo cierto es que mi conciencia política se confundía con la heroicidad que yo veía reflejada ahora en Fidel Castro, sin ponerle color político, y antes en el Errol Flynn vestido de Robin de los Bosques, el mismo que había conocido de civil en Tánger, la ciudad de todos los milagros hasta que la puñetera política ordenó que dejase de ser ciudad internacional para volver a integrar la geografía de Marruecos.
El hombre del Este que me entregó el billete me advirtió que el avión de Cubana, un Iliuchin de fabricación soviética, haría una escala técnica en Gander, Terranova, Canadá. Pero mi entusiasmo era tal que me hubiese dado igual parar en Disneylandia, salvo que Orlando estaba y está en Estados Unidos. De todos modos me encantó porque imaginaba la posibilidad de correrme una aventura en busca de algún Santo Grial, aunque no fuese tan santo.
Nada más despegar de París, las azafatas, bellezones que luego me harían pensar en Tropicana, empezaron a alimentarnos a lo grande... Los hippies que viajaban conmigo, casi todo el pasaje, esperaron a que las muchachas sirvieran algo más líquido, poderoso y abundante ron cubano que descubríamos por primera vez, para decirme, ya en el tercer paraíso de la inopia que a 9000 metros provocaban los brebajes, que ellos iban a Cuba para “ayudar a la Revolución”. Me sentí tan diminuto frente a aquellos gigantes que tenían semejante tarea por delante, que me prohibí pensar que aquellos tipos y tipas para lo único que servirían probablemente, aparte de para disminuir las reservas de ron de la Isla, sería para apalear las guitarras que producían unos horrorosos sonidos que hasta Napoleón hubiese entendido que no era precisamente música.
Cuando el piloto anunció que íbamos a tomar tierra en Gander se me subió la bilirrubina, imaginando las aventuras que podría correr en territorio canadiense durante la escala. Apenas pisaron la nieve las ruedas del Iliuchin cuando, desafiando el ensordecedor ruido de los reactores, nos llegó el desagradable y agudo ruido de las sirenas policíacas. Pronto me percaté de que no era un acompañamiento de honor al avión recién aterrizado. Porque el avión recién aterrizado debía poner los pelos de punta a aquellos policías de Canadá. Éramos una expedición que viajaba en un avión soviético, el enemigo jurado de Estados Unidos, con destino a una isla que a 90 millas de Miami proclamaba el socialismo puro, duro y entusiasta. Nos encerraron en una terminal desierta con olor a desinfectante.. Algunos de los esforzados hippies, que parecían no ser primerizos, se hicieron rápidamente con latas de cerveza, tabaco, no pregunté qué tipo, y otros líquidos, suficientes para esperar a que los técnicos pudiesen reparar el tren de aterrizaje del avión, que por lo visto había llegado hecho una pena. Bebimos y comimos toda la noche pero de aventuras, nada. Y de Santo Grial en la nieve menos. Años después, una amiga cubana, bella como el pecado original, me contó que en esa misma terminal de Gander estuvieron a punto de secuestrarla. Igualito que a mí.
Yo tuve que esperar a llegar a La Habana para que un mocito con cuidada barba de dos días quisiera invitarme a tomar té un día se sol implacable, con un calor que había liquidado mi confianza matinal en la humanidad.
El Séptimo Festival de La Habana me dejo patitieso, al borde del infarto mental. ¡Cómo, aquel país de comunistas perdido en el Caribe tenía un festival de Cine tan aparatosamente sensacional! El entusiasmo cinéfilo bajaba por la Rampa y asaltaba, los asaltaba literalmente, lo juro por mi hijo, las salas de cine, desde Chaplin a Yara pasando por las más pequeñas y perdidas. La primera noche ni pude entrar con mi pase de prensa. A la mañana siguiente, en el emblemático Hotel Capri, una lustrosa camarera negra me negó rotundamente la existencia de Coca-Cola con un patriótico y enérgico: “Aquí, señor, sólo tomamos Tropicola”.
Nunca disfruté tanto del cine, de ese cine comprometido que en aquel año de 1985 era el nuevo cine latinoamericano, sin posible parangón con el que se fabrica ahora como si hamburguesas sin patatas fritas.
Gocé con películas como “La historia oficial” del argentino Luis Puenzo, segundo premio Coral. Y me entusiasmó el homenaje que se le rindió en el Carlos Marx a Jack Lemmon, maravilloso y que lloró en el escenario sin poder contar los aplausos que no cesaban.
El momento más emotivo de aquel Festival lo viví en un pequeño cine cerca de la Calle N, de la mano de Alfredo Muñoz Unsain, que tal vez por ser argentino y quizá porque había pasado la vida en Cuba, donde falleció en 2010, conocía como nadie la política nacional. Este periodista fuera de serie me llevó a ver “Mi hijo el Che”. De Fernando Birri, documental en el que el padre de Che Guevara maldecía a los asesinos de su niño.
Desde entonces añoro un vuelo París-La Habana con escala en Gander. Estoy convencido de que si lo consigo volveré a encontrar el espíritu de aquel cine de 1985, cuando Birri sonreía feliz bajo su sombrero negro de ala ancha y nos enseñaba que una película es un acto de fe y no mero pasatiempo.