Eliseo Subiela escribe sobre los 20 años de su Escuela de Cine

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Eliseo Subiela
Por Eliseo Subiela

1- Del amor. El que viene a mi escuela debe amar el cine. No se enseña a amar. En todo caso puede aprenderse cómo amar. Ese es mi objetivo: enseñar la actividad que más amo en la vida. Tengo en claro que el amor por el cine se contrae viendo cine, como la vocación de escribir se cultiva leyendo. Mi mayor contacto con los alumnos precisamente se produce viendo películas que yo elijo, y luego "desconstuyéndolas". Cada película es elegida con la intención de analizar aspectos técnicos específicos. Dirección, guión, fotografía, actuación. O "abstractos" como la emoción, la tensión narrativa, la esencial capacidad de atrapar al espectador y retenerlo hasta el final. En suma, reflexionamos sobre el oficio de narrar a través de un arte que no existía hace poco más de100 años. Así de nuevo.

Aunque yo no inculco un estilo de narración determinado, porque eso sería formar "militantes" o "sacerdotes" y no artistas, lo que sí transmito son mis convicciones sobre el cine, mis expectativas y elecciones. Y por supuesto, lo más valioso que otorga el paso del tiempo: los conocimientos.

Yo contraje el "bien incurable" del cine viendo cine. Primero, en los cines de mi barrio. He pasado tardes enteras entre el polvo del lejano oeste, peleando del lado de "los buenos", o en un bombardero sobre Berlín, luchando por la libertad del mundo, con la foto de mi amada sobre el tablero del B-29, o enfrentándome a un gigantesco y despiadado monstruo salido del mar con las peores intenciones. Sólo había que pagar una módica entrada. Cuando se apagara la luz, la realidad cambiaría mágicamente, y eso no tenía precio...

Después de todo, de eso se trataba: de "escapar" de la realidad conocida. Todavía no era consciente de que en esa posibilidad estaba el germen de mi vocación. Yo sólo quería, como tantos, ir a "otros lados". Todavía no tenía ningún interés en aprender el oficio de "fabricar" otras realidades. Todavía no quería ser "mago". Me bastaba con ser testigo de los trucos.

Pero pasaron los años y tuve que crecer para ser consciente de mi amor por el cine. Mis primeras "amantes" se llamaron "Vivir su vida" de Godard, "Jules et Jim" de Truffaut, "Cenizas y Diamantes" de Andrzej Wajda, entre muchas otras amantes, generalmente melancólicas, mayoritariamente europeas, que me enseñaron a "hacer el amor" con una cámara. Por ellas dejé encerrados en los cines de mi barrio a los valerosos cowboys, a los heroicos combatientes de tantas guerras libertarias, a los monstruos invencibles que sin embargo nada pudieron hacer contra el más cruel enemigo real: el paso del tiempo.

No sé que habrán hecho con ellos los falsos profetas que compraron esos cines de mi barrio para convertirlos en templos profanos.

A los 17 años decidí "hacer" yo mismo el amor y filmé mi primera película, un documental sobre el Hospital Borda. Fue el comienzo de mi carrera profesional.

Desde ese momento han pasado 50 años. Sigo enamorado como el primer día.

2- La satisfacción de un director. Son muchos los momentos de satisfacción que me brinda este oficio.
Elijo dos, en ambas puntas del proceso creativo de una película: cuando consigo concretar la financiación del proyecto, y cuando puedo compartir la exhibición de la película con el público.

Antes de que fuera conocida mi fisonomía, me gustaba mezclarme entre el público a la salida de las salas y escuchar los comentarios. Era una riesgosa y a veces brutal y dolorosa manera de comprender lo que había hecho.

Cuando se estrenó "El lado oscuro del corazón", en el lamentablemente desaparecido Cine América de Callao casi Santa Fe, yo había detectado un lugar al final de las escaleras de acceso a la sala, casi de espaldas a la pantalla, desde el cual podía espiar al público. Entonces observaba, escena tras escena, las reacciones de los espectadores, cuyos rostros mágicamente iluminados por mi película, revelaban lo que les estaba pasando a ellos, a partir de lo que le estaba pasando a mis personajes en la pantalla.

Un día me di cuenta de que mi rostro adquiría las expresiones con las variaciones que yo pretendía en los estados de ánimo de los espectadores, adelantándome a ellos como un director de orquesta que va marcando los tempos de los músicos.

En mi cara se dibujaba una sonrisa exultante cuando venía una escena jocosa, o hacía pucheros como un bebé al que está por arrollarlo el llanto cuando la escena era muy dramática.

Todo eso acompañado por los movimientos de mis manos indicando el momento y  la intensidad de las reacciones.

Imaginen mi satisfacción cuando cientos de personas me hacían caso y reían al unísono, cuando alcanzaba a divisar en la oscuridad el brillo de muchos ojos llorosos por la emoción. También mi desconcertada decepción cuando sólo yo me quedaba con la mueca de la risa ante el silencio de la sala.

Lo hice en todas las funciones que pude, y fueron muchas porque la película estuvo en ese cine 13 semanas.  

Esa "ceremonia" la repito aún hoy cuando puedo, aunque mis películas hayan dejado de estar tanto tiempo en cartel.

Ese lugar oculto desde el que puedo observar las reacciones del público, es la mejor escuela de cine que conozco.  

El cine y mi vida están asociados de manera  indisoluble. Me tranquilizaría pensar que soy capaz de vivir sin el cine.
Más que la idea de la muerte, me inquieta la idea de una vida en la que el cine no existiera. La realidad sería insoportable. Como sobrevivir en un planeta en el que no hubiera oxígeno.

En mi escuela yo sueño con que aparezcan artistas cachorros a los que les pase lo mismo.

En parte mis encuentros con los alumnos esconden el secreto rastreo que detecte esa pasión en alguno de ellos. Afortunadamente todos los años aparece alguno. Varios, en un año de buena cosecha.

A esos los sigo especialmente y la experiencia se ve coronada cuando al egresar, además de tratar de concretar sus sueños personales, para lo cual la escuela los sigue asistiendo, ayudan a concretar mis propios sueños, integrando los equipos técnicos de mis películas.

3- Director-espectador-Fin. Lo que yo le pido a una película no creo que se diferencie mucho de lo que pide cualquier espectador "adulto". Lo primero  es que no me aburra. Todos los espectadores piden lo mismo. Después quiero que me emocione, en lo posible sin darme cuenta de cómo ocurrió el fenómeno.

Y finalmente, si es posible, quiero que me modifique. No hablo de grandes cambios. Hablo de esas a veces imperceptibles, inconscientes modificaciones que el arte produce en nuestras almas. El cine es un arte.

Y creo que una de las principales funciones del arte es hacer tolerable el breve e inexplicable paso por este sueño llamado vida.

Todo eso le pido a una película. Todo eso le propongo como rumbo a los alumnos de mi escuela, antes de que inicien la navegación hacia destinos que sólo ellos conocen.

(*): Eliseo Subiela es cineasta, guionista y maestro de cine. Autor de más de una docena de películas, además de TV-Movies, documentales y cortos, es recordado por cintas como "Hombre mirando al sudeste", "El lado oscuro del corazón", "Lifting de corazón" o "Despabílate, amor". Este artículo, originalmente publicado en Tiempo Argentino, es una reflexión con motivo del 20 aniversario de su Escuela Profesional de Cine y Artes Audiovisuales, donde este martes se inicia el ciclo lectivo de Actuación en Cine y TV, carrera de experimentación actoral y en mayo los Talleres de Creatividad, Fotografía, Producción y Guión. Más información aquí.

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